La Rosa de Alejandría (28 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalban

Tags: #novela negra

BOOK: La Rosa de Alejandría
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42

Creció en su interior la sensación del tiempo doblemente aprovechado.Como si le llevaran el trabajo a su misma casa. El número anotado respondía a un pequeño chalet de aspecto exterior abandonado, situado a pocos metros del apeadero del Peu del Funicular. Una guardia urbano ordenaba la salida de un colegio, como un reguerillo de hormigas infantiles que iban desde el edificio hasta la estación del tren, y el mismo urbano le indicó con gestos enérgicos que no podía aparcar en la carretera. Tomó pues el puente inmediatamente anterior al apeadero y dejó el coche en una calle solitaria al pie de los altos muros de una residencia. Anduvo hacia la casa y llegó ante una alta verja metálica sobre la que se había clavado una ya vieja plancha de zinc para ocultar el jardín. Empujó la puerta y cedió. Le esperaba una extensión de grava y un pasillo central de ladrillos hacia la escalinata central de una casita con pretensiones neoclásicas. Pero no estaba vacío el jardín.Los dos hombres se le vinieron encima. Uno se detuvo a un palmo de su cara y el otro le marcó el flanco derecho. Tal vez reconoció sus rostros, en cualquier caso les reconoció el gesto.

—Identifíquese, por favor.

—¿Y ustedes?

La placa le fue ofrecida desde la más estricta asepsia profesional. El que se le enfrentaba no necesitaba el carnet para reconocer a Carvalho, de hecho apenas lo miró.

—Acompáñenos para unas diligencias.

La puerta de la casa se había abierto y en el dintel se movieron otros dos policías y se adivinaban otras presencias en el interior. La casa estaba tomada y era una trampa en la que había caído como un novato. No opuso reparos legales y prefirió ir en el coche policial que en el suyo.

—Es difícil aparcar por allí.

Durante el trayecto revisó todos los pliegues de su cerebro para adivinar cuándo y por qué la policía iniciaba movimientos primero paralelos y luego coincidentes con los suyos. O seguían a los Abellán desde hacía tiempo o a él mismo o todo lo había desencadenado la sospecha de la alcahueta. Jugaste demasiado con ella.Te comportaste como un detective aficionado o como un detective de película.

—¿Contreras?

—Sí. Esto lo lleva Contreras.Cuando le hemos dicho por teléfono que el mismísimo Carvalho se había metido en la cueva, un poco más y se muere del ataque de risa.

—¿Se ríe?

—De vez en cuando.

—Yo pensaba que había hecho voto de tristeza desde la muerte de Franco.

—No se pase.

Contreras aparecía detrás de un Manhattan de expedientes, algunos con aspecto de estar allí desde los tiempos de Jack el Destripador.

—Hombre, qué raro. El Superman privado. A usted es inútil que se le recite la cartilla. De ésta pierde el carnet. Y dése por contento si sólo tiene que cambiar de oficio. No tengo tiempo que perder y saldrá ganando si larga pronto y bien. Lo quiero todo.Quién coño le ha metido en esta carnicería, porque ya sabe usted que esto no es un caso de asesinato, sino una carnicería.

—Estoy tentado a negarme a dar el nombre de mis clientes, y si se pone pesado y me considera detenido tengo derecho a llamar a un abogado.

—Ah, claro, a uno, a dos, a tres, a los que quiera. Y yo también. Hay que ayudar a que se gane la vida todo el mundo. ¿Se acoge usted al secreto profesional, no?

—Digamos que sí.

—Digamos que sí. Tú, Renduelas, tráeme a los secretos profesionales de este señor.

Renduelas estaba cansado o de su oficio o de la vida, la cuestión es que se alejó con lentitud agónica hacia la puerta de cristal ahumado que separaba el despacho de Contreras del contiguo. La dejó abierta, y medio minuto después, bajo el marco, estaban Andrés y el autodidacta. Andrés abatido, el autodidacta aguantando una media sonrisa cínica cubierta por el rubor de las mejillas, era un rubor inconfundible, era un rubor producto de dos bofetadas que el autodidacta habría provocado previa la utilización del diccionario enciclopédico que llevaba en el cerebro.

—Carvalho, vaya…

—¡Tú a callar!

El rugido de Contreras enmudeció al sietesabios.

¿Éstos son sus secretos profesionales? Pues ya han dejado de serlo.Llévatelos.

Contreras se recostó en el sillón y ojeó distraídamente expedientes que no había revisado en los últimos treinta años. De vez en cuando arqueaba una ceja para dejar sitio al ojo que dirigía a Carvalho.

—¿Y bien? ¿Seguimos jugando al escondite?

Se abrió otra vez la puerta de cristal. Renduelas, algo más despierto:

—Reclaman un abogado.

—¿los dos?

—No. El gafas. El listillo. Al otro le da todo igual.

—Tráelos. Ahora, Carvalho, verá usted cómo trabaja la policía democrática. Renduelas, ¿qué han reconocido hasta ahora?

Renduelas miró a Carvalho.

—Larga, larga, que el señor es como si fuera de la plantilla.

—El gafas dice que la casa es suya y que se la alquilaba a ella para encontrarse con un novio. Pero que no sabía nada de que hubiera muerto. Y el chorvo insiste en que no sabía que su tía se reunía en la casa con el novio.

—El nombre del novio.

—Ginés Larios Pérez. Marino.Va embarcado. No sabían qué barco, pero ya lo hemos averiguado, “La Rosa de Alejandría”, mercante.

—¿Dónde está ahora?

—En el Atlántico, camino de Barcelona.

—Negocia con Comandancia de Marina y enviad un cable. Que ese Ginés quede detenido en su camarote bajo responsabilidad del capitán del barco.¿Cuándo llegan a Barcelona?

—Cuatro o cinco días.

—Tráeme a esos dos.

El abatimiento de Andrés había rebasado los niveles del suelo. El autodidacta aparentaba naturalidad y buscaba una silla para sentarse como si le asistiera el derecho.

—Te sentarás cuando yo lo diga.Bueno. A ver si acabamos este coñazo cuanto antes. Ya tenemos al asesino y ahora me explicaréis por qué habéis actuado como encubridores de ese tío asqueroso que destripó a una mujer como si fuera una res.

—Yo, en cualquier caso, he sido encubridor de una historia de amor.

Carvalho temió por la suerte de aquella cara del autodidacta en la que había reaparecido la sorna.

—Asumo toda la responsabilidad.Mi amigo Andrés no sabía que yo prestaba mi casa a su tía.

Andrés cabeceaba afirmativamente, pero como si se lo afirmase a sí mismo.

—Tu amigo Andrés es el que trabaja de puto en una casa de masajes.

Los ojos de Andrés resumían su indignación y dio un paso hacia donde se hallaba el comisario, paso que le fue pisoteado por Renduelas.

—Quieto, chorvo, que no estás en el cine.

—Yo no trabajo de puto. De puto trabajará su…

—Tranquilo, chico, no te busques dos hostias que están volando por aquí. De acuerdo, de acuerdo, te creemos. Trabajas de palanganero.Pero reconocerás que no es un sitio muy decente.

—No hay donde escoger.

—Claro. El paro. La reconversión industrial. La crisis económica. Es el rollo de cada día, pero lo admito.Muy bien. Tú te ganas la vida honradamente limpiando un prostíbulo. Alguien tiene que hacerlo. Tu tía resulta que es una señora bien de Albacete que tiene un novio marino con el que se encuentra en Barcelona y, no contenta con esto, ejerce la prostitución ocasional en una casa de tu mejor amigo y bajo el seudónimo de Carol.Y tú sin saber nada.

—Le juro que él no sabía nada.Para mí era como un juego, se lo juro. Aunque sea mi amigo no sabe todo lo que hago yo a lo largo de un día.

—¿Lo oye, Carvalho?

—No hago otra cosa.

—Entonces ¿qué pinta usted en todo esto? Este señor dice que no sabía lo del crimen, pero le contratan a usted para que busque al asesino.

Se adelantó el autodidacta.

—Me vi obligado a sumarme a esto cuando me enteré del crimen. La familia Abellán también se enteró tarde.

—Quince, veinte días después, cuando fueron identificados los restos. Desde entonces hasta ahora han pasado tres meses, tiempo suficiente para que usted, con lo listo que es, ya hubiera relacionado el crimen con su casa y no hubiera ocultado una prueba circunstancial. Renduelas.Dígale a este señor lo que le puede caer por eso.

—La tira.

—¿Encontraron el cadáver en mi casa? No. ¿Qué prueba circunstancial he ocultado?

—Tú sabías que ella tenía un contacto en Barcelona, la prueba es que nos has dicho el nombre y los dos apellidos.

—No lo relacioné con el crimen.¿Por qué la iba a matar?

—Ya continuaremos cuando lleguen vuestros abogados, porque aquí somos más constitucionales que Dios. Llamad a vuestros abogados.

—Yo no tengo.

—El mío será el tuyo.

—Bien hecho. Así os irá a visitar al mismo tiempo a la cárcel. Os va a salir más barato. Llévatelos.

Contreras estaba contento, silbaba y observaba a Carvalho como extrañado pro su cerrazón.

—Acabo de resolver un caso negro, negrísimo. Sólo falta por establecer la complicidad de esos dos desgraciados.

Carvalho sonrió al oír la palabra desgraciado aplicada al autodidacta.

—Era un caso negro, negro. Y hemos esperado un elemento detonador.

Yo se lo dije a éstos. ¿Verdad?

“Éstos” asintieron sin demasiadas ganas.

—Un día u otro se presentará el elemento detonador.

—Y el elemento detonador he sido yo. Mi visita a la alcahueta.

—Por ahí van los tiros. Digamos que tenemos buenas relaciones con ese tipo de señoras, por la cuenta que les tiene. No pueden controlar todo el personal que se les ofrece y a veces pasan cosas raras. Y en cuanto huelen algo que no es correcto, nada mejor que curarse en salud. En este caso había un factor negativo que ayudaba a pasar el tiempo. Los períodos que la víctima pasaba entre visita y visita a Barcelona. Eso hizo que la alcahueta, como usted dice, no se extrañara. Pensaba, simplemente, que reaparecería según sus extrañas costumbres. Y entonces se presenta usted. Una señal de alarma. Acude a nosotros. Le enseñamos las fotos.Ésta es. El teléfono. La casa. El propietario. El sietemesino ese.

—Sietesabios.

—Sietetontos. Ése es de los que se creen listos. La verdad es que no lo tiene muy complicado si dispone de un buen abogado. Así van los tiempos.Nosotros limpiamos y ellos ensucian.A ver quién gana. Y usted váyase, váyase antes de que me arrepienta, pero su expediente sigue, vaya si sigue.

—No me dé las gracias.

43

Aquella noche Charo no pudo atender a sus clientes. El parado se encerró en el water y Mariquita lloró cuanto podía o sabía en brazos de su prima, mientras Carvalho trataba de adivinar qué pensaban los dos hermanos pequeños de Andrés, un niño de trece años y una niña de once. Los chicos ocupaban el mismo rincón de la mesa con la cara entre las manos, habían llorado pero ahora trataban de explicarse el mundo en el que habían caído, como si lo hubieran descubierto de pronto. Mariquita mezclaba su dolor por el hijo detenido y por el hijo que tenía que trabajar en un lugar tan bajo, en un lugar tan bajo, había declamado el parado antes de encerrarse en el water y Charo había tratado de disculpar el trabajo del chico, incluso dignificándolo.

—Son sitios en lo que todo es muy fino y el que no quiere recibir malos ejemplos no los recibe.

El argumento había consolado algo a Mariquita, pero por su imaginación pasaban toda clase de escenas que se había prohibido a sí misma y que su hijo podía haber presenciado. Lo de Charo era otra cosa. Al fin y al cabo Charo trabajaba en su casa, como si fuera modista o se dedicara al corte y confección. El abogado de Narcís había telefoneado al anochecer y su voz cautelosa preparaba la minuta o revelaba una real prudencia. Legalmente lo tenía peor Narcís, aunque si continuaba en su línea de argumentación no habrá prueba alguna que le comprometiera como encubridor del crimen, en cuanto a Andrés, de no haber sido por su extraño trabajo ningún juez lo metería en prisión preventiva.

—Espero la provisional con fianza para los dos, a no ser que se los queden hasta que tengan al marino.

—¿Y qué fianza vamos a pagar, nosotros, pobre hijo mío?

Charo había ofrecido sus ahorros y había apenas mirado a Carvalho, pero retiró la mirada cuando se dio cuenta de que no tenía ningún motivo para disponer de él. De vez en cuando les llegaban los puñetazos que el marido daba contra la puerta del water, no para salir, sino para que recordaran que estaba allí encerrado con su dolor.

—Déjalo allí, Mariquita, déjalo que se desahogue, al menos no se mete con nadie.

Carvalho estaba molesto o angustiado por tanto dramatismo o quizá estaba molesto porque empezaba a angustiarle tanto drama y especialmente una extraña piedad dirigida hacia los niños que desobedecían una y otra vez la consigna materna de cenar algo, de calentarse algo, que no mama, que no tenemos gana, mama. Carvalho pensó ofrecerse a llevárselos al Frankfurt porque suponía que les entusiasmaría la idea, pero se reprimió porque temía quedar ridículo asumiendo el papel de tío postizo y porque no quería ser corresponsable de la deformación del gusto de los muchachos. En las situaciones dramáticas, se burló Carvalho de sí mismo, es cuando hay que demostrar la entereza de los principios. Se quedaron pues los niños aquella noche sin hermano, sin salchichas de Frankfurt y probablemente sin cenar. Charo intentó convencer a su prima para que le dejara llevarse a los chicos. Estarán más tranquilos en casa. ¿En tu casa? Era horror lo que había aparecido en el rostro de Mariquita, un horror transparente, inocente, pero que le hizo daño a Charo, llorosa todo el trayecto desde Montcada hasta Vallvidrera, donde Carvalho le ofreció refugio, cena y compasión. Lloraba Charo por lo ocurrido al sobrino, por el desaire de su prima y por la historia de la muerta.

—¿Qué le pasó por la cabeza a ese chico para hacer una barbaridad así?¿Por qué el ensañamiento? Un hombre puede tener un mal momento y a lo mejor se enteró de lo que no sabía, de que ella hacía lo que hacía. También ésa, también ésa. Pepe, ¿tú crees que tenía necesidad de hacer eso? ¿Necesidad económica? ¿Entonces lo hacía por vicio? ¿No le bastaba con Ginés?

Carvalho quería apartar el caso de sí. En cuanto el autodidacta saliera a la calle le pasaría la factura y a otro asunto. Era la última vez en su vida profesional que aceptaba un caso en el que estuviera implicado algún allegado y se molestó consigo mismo poniendo en duda la lógica del ensañamiento del asesino.

—Vete a saber. Se aturdió. No supo qué hacer con el cadáver y pensó que despiezado era más fácil hacerlo desaparecer.

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