La Rosa de Alejandría (6 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalban

Tags: #novela negra

BOOK: La Rosa de Alejandría
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—Son las mejores. ¿No ha asistido a ninguna? Incluso hay una Biblia latinoamericana. Tenga. Le regalo una. Encontrará estampas de Hélder Cámara y de Fidel Castro. La Internacional Socialista no la recomienda, pero yo soy un heterodoxo.

Y luego pasillos, cerrojos a sus espaldas como trinchantes contra huesos sorprendidos, una estela de pasos metálicos, sus pasos y una cúpula de cristal policrómico llena de grietas que crecen y precipitan sobre los ojos de Carvalho una lluvia finísima de cristal quebrado. Hay que abrir los ojos para comprobar que sigue viendo y ahí está el techo con grietas, las fotos de sus muertos sobre la repisa de la chimenea, el fuego casi extinto, los libros, el mueble bar abierto, el frío cúbico dueño y señor de la casa, el reloj que señala la una de la madrugada. Dos de enero de mil novecientos ochenta y cuatro.

8

Electrodomésticos Amperi. Desde una linterna hasta un vídeo, pasando por todas las posibles cafeteras familiares, paragüeros de latón con grabados del lago de los cisnes, lámparas para alcobas de toda una vida y para “living rooms” con televisor y Enciclopedia Larousse, radios despertadores con alarma y sin alarma, frigoríficos con cinco zonas de congelación, cinco, desde la seta de cardo de invernadero hasta la congelación de lo previamente congelado, pilas para microcámaras de espía japonés destacado en Montcada i Reixac, hasta la radio casete con amplificadores estéreos para retransmisiones del fin del mundo, cintas de vídeo, películas de vídeo: “Casbah, el espíritu de la colmena, La caliente niña Julieta, Ciudadano Kane, Tom y Jerry”.Mujeres aborígenes con la paga extra de Navidad en el cerebro y los regalos de Reyes en el corazón, amas de casa sin parados, recién llegadas de la compra apenas digeridos los banquetes de Nochebuena, Navidad, San Esteban, Nochevieja, Año Nuevo, en el horizonte los canalones del día de Reyes y tal vez el ensayo de un pollo a las uvas, como recomienda la carnicera del supermercado, porque si al pollo no se le echa lo que sea ¿quién come pollo? La dueña de Electrodomésticos Amperi es un mueble gordo, maduro y elegante con el cabello de las mejores platas y manicura gota de sangre rica, pero se desentiende de las demandas complicadas y reclama a Narcís.

—”Narcís! Narcís! Surt a la botiga que no sè qué volen!”.

Y Narcís sale con un guardapolvo azul, pajarita, algo despeinado el poco pelo rubio que le queda, las gafas parapeto caídas sobre la punta de la nariz y la sonrisa helada de animal delgado, pequeño y blanco, con la que nació. Narcís lo sabe todo. Para empezar, sabe lo que tiene y lo que no tiene, y aunque no lo exterioriza ha descubierto a Carvalho en una esquina del local en el trance de abrir y cerrar un frigorífico en el que cabrán todos los pedazos de un cadáver, repartidos según las exigencias de intensidad de congelación. La madre de Narcís es una señora estable detrás de la caja resgistradora electrónica, catacric catacrac dos mil doscientas pesetas, catacric catacrac quinientas pesetas del plazo por el televisor en color, catacric catacrac cincuenta pesetas de pilas, o bien la guillotina de tarjeta de crédito Visa previa consulta con el cuadernillo de los proscritos, porque éstos de Visa son muy puñeteros, en cuanto te pasas cinco duros del tope ya te vienen con problemas, y como todo lo llevan las máquinas, sabe usted, las máquinas no distinguen y dicen no o dicen sí sin preguntarle el nombre y los apellidos.Escasas antaño las tarjetas de crédito en aquel barrio mesocrático dentro de su obrerismo, de pronto han florecido en las manos inseguras de los hombres que compran los sábados por la tarde, con el recelo de que sirva, de que baste enseñar una tarjeta para que te den cosas tan caras.Con el tiempo no habrá dinero, comentó la señora Pons en un castellano de vocales descomunales, el castellano al que le obliga una clientela mayoritariamente inmigrante.

—”Narcís, tenim “Casablanca”?”.

—”La tenim”.

—¿Se siente bien? -pregunta la joven cliente que quiere darle una sorpresa a su marido el día de Reyes, porque su marido se pirra por la Ingrid Bergman.

—El sonido no es muy bueno, pero la copia está muy bien.

—Es que si no se siente bien…

Y Narcís pone “Casablanca” en el televisor probador de las videocasetes. Un pitido constante consigue inutilizar los efectos sentimentales de “El tiempo pasará”, pero la cliente desea la película y se comenta a sí misma que no se “siente” tan mal.Narcís se encoge de hombros y de rondó cuela una mirada blanda y cómplice en dirección a Carvalho. Espera a que el detective se le acerque en cuanto haya dejado la película junto a la caja registradora, junto a su madre, y se escucha de fondo la queja de la cliente por el precio. Por ese precio puede ir treinta veces al cine.Pero la película es suya, mujer, y la puede ver más de treinta veces, mil.La señora Pons sabe vender sin moverse de su sitio. Carvalho ha llegado a la altura de Narcís.

—Tendríamos que hablar.

—¿Aquí o fuera?

—Aquí mismo, si hay lugar.

—Venga.

Narcís atraviesa la tienda iluminada por los neones, abre una puerta e invita a Carvalho a penetrar en la penumbra de una trastienda almacén llena de estanterías, cajas de cartón alineadas según un orden oculto, pero sin duda eficaz, y en el fondo del almacén, de pronto, una zona de luz intensa en la que crece una hermosa mesa de madera de nogal, tras ella un sillón giratorio de cuero capitoné y una gran librería repleta que ocupa la inmensidad de la alta pared de fondo.Paralelamente a la última estantería circula una barra metálica sobre la que rueda una escalerilla que permite el merodeo sobre los libros, y al pie de la estantería un poderoso “compacto” de tocadiscos, radio, magnetofón.

—Éste es mi país. Ésta es mi patria. Aquí me paso horas y horas.Todo lo que me permite las llamadas de mi madre. ¿Se ha fijado usted en la lucecita que hay sobre la puerta que comunica este almacén con la tienda? Si está apagada mi madre puede llamarme, si está encendida no. Sabe que no puede hacerlo. Entonces lo tiene terminantemente prohibido.

—¿Los ha leído todos?

Narcís cierra los ojos asintiendo.

—Incluso me sé párrafos de memoria. Me sé casi todo Carner de memoria. ¿Sabe usted quién era Carner?

—Me suena.

—Ha sido uno de los más grandes poetas de este siglo. Más grande que Elliot, que Saint John Perse, que Maiakovski… pero… era catalán y eso se paga.

—¿Qué precio tiene el ser catalán?

—El de casi no ser. Ni siquiera consta que lo eres en el carnet de identidad. Y no digamos ya en el pasaporte.

—Lo debe pasar usted muy mal en esta zona llena de inmigrantes.

—Mi familia ya estaba aquí cuando ellos llegaron. Mi abuelo tenía una lechería junto a la estación. Con el tiempo derribaron la casa vieja e hicieron esta nueva. Mi padre se quedó los bajos y montó este negocio.

—Pero usted se relaciona con los inmigrantes. Es amigo de la familia Abellán.

—Es una familia muy interesante.Para mí constituye casi un material sociológico. Están en plena evolución de lo español a lo catalán. Esto está claro en Andrés. Piensa como un catalán, habla muy bien catalán y poco a poco va cortando las raíces que le ligan al mundo de su madre, de sus padres. Bueno. Su padre no cuenta.Es un apocado. Está condenado a morirse en un rincón. Dejó de ser lo que era cuando cerró la fábrica en la que había trabajado durante veinte años. Les aconsejé que le llevaran a un psiquiatra y Andrés estaba de acuerdo, pero a su madre le pareció casi un insulto. Mi marido no está loco, mi Luis sólo está triste.

—¿Cómo les conoció?

—Eran clientes. Desde pequeño Andrés ha venido a comprar, pequeñas cosas: filtros de cafetera, bombillas.Es algo más joven que yo y nos hemos avenido desde que éramos casi unos niños. Tenía algo especial. Una extraña aristocracia. Un porte. Una casta. No sé cómo decírselo. Sí sé cómo decírselo, pero tendría que ser por escrito.

—No es necesario. Andrés estudia y usted en cambio es un autodidacta.Andrés es hijo de obreros y usted en cambio es hijo de burgueses.

—De pequeño burgueses, como se decía antes. Pero es cierto lo que usted dice y lógico. Si Andrés no estudia toda su vida será un trabajador descapitalizado. En cambio yo, aunque no haya estudiado, es decir, aunque no sea un profesional de la cultura, dispongo de este negocio y eso me da una seguridad para aprender por mi cuenta. Mi padre me hizo un favor cuando me obligó a dejar los estudios al acabar el BUP. Yo estudio en la trastienda de este negocio. De vez en cuando levanto la vista y me noto a mí mismo como en el fondo de una caja de caudales. Más seguridad imposible. En cambio Andrés ha de hacer filigranas para poder matricularse y seguir de mala manera los cursos en Ciencias de la Información. Da clases. Hace guardias en una discoteca, hacia Masrampinyo, o se va a la vendimia, como el año pasado. Es muy inteligente, muy receptivo, pero cada vez tiene más miedo.

—¿Miedo a qué?

—A que todo lo que hace no le sirva para nada. No puede permitirse, como yo, el gozo por un sentido deportivo de la cultura.

No perdía jamás la sonrisa. Se la ponía en la cara cuando se despertaba y se la quitaba cuando se acostaba, como si fuera una dentadura postiza.

Aquella mueca le eximía de la obligación de ponerse otra. Era un tipo práctico.

—Por lo que dijo el otro día, usted les propuso consultar conmigo el caso de Encarnación Abellán.

—En realidad ellos sabían que usted existía a través de su, de su novia, creo que es su novia, Charo, si no me equivoco.

—De vez en cuando desayunamos juntos.

—El caso es que a partir de ese día les propuse que le consultaran.Pero quisiera aclararle que mi interés por su trabajo es muy diferente al de ellos. Naturalmente la madre de Andrés quiere saber qué le pasó a su hermana y quiere que usted lo descubra. Yo en cambio pienso descubrirlo por mí mismo, y usted me sirve de punto de referencia.

—Yo soy un profesional.

—Yo pago una parte importante.Exactamente el setenta y cinco por ciento de lo que cueste.

—¿Por qué el setenta y cinco y no el ochenta o el setenta por ciento?

—He dividido la posible cantidad en cuatro partes. Yo asumo tres; una porque fue iniciativa mía, va al capítulo de mi responsabilidad; otra porque usted sin quererlo me va a ayudar en mis propias investigaciones, y una tercera porque considero que quien trabaja ha de cobrar.

—¿Conoce mi minuta?

—Todo está hablado con Charo.

Al cerrar los ojos se llevaba al interior del cerebro todo cuanto Carvalho había dicho o iba a decir. Se miraron tal vez estudiándose, tal vez porque no sabían qué palabra era conveniente mover a continuación. Narcís suspiró como si no tuviera más remedio que hablar.

—En fin. Supongo que le interesará conocer a la familia, hablar de la muerta. Dispongo de tiempo. Puedo acompañarle.

Se levantó, se quitó el guardapolvo, lo colgó de una percha atornillada a una de las estanterías del almacén y de un armario sacó la misma chaqueta de pana con la que había acudido a la oficina de Carvalho. El detective iniciaba el viaje de regreso hacia la tienda.

—No. Por ahí no. No es necesario.

Narcís apretó un timbre y Carvalho supuso que la luz se había encendido en la puerta de comunicación del almacén con la tienda. Luego el autodidacta fue hacia la estantería de libros y presionó con los dedos sobre un círculo metálico incrustado en la madera. La estantería giró sobre sí misma hasta dejar abierto un paso hacia una estancia a la que llegaba la claridad natural del día.

—Pase.

Carvalho salió a una pequeña habitación desnuda, sin otro accidente que una puerta metálica. Narcís le siguió y sus dedos provocaron la restitución del muro a su lugar. Por la puerta metálica pasaron a un patio interior y del patio interior ganaron la calle.Carvalho no le quiso dar el gusto de preguntarle por su puerta secreta, pero al observarle de reojo se dio cuenta de que Narcís disfrutaba precisamente por la pregunta reprimida.Carvalho supuso que disfrutaba porque seguía sonriendo.

9

—¿Hacia dónde está la vía del tren? Yendo hacia la montaña de la Mitja Costa había un camino de tierra y una vaquería en la esquina. La llevaba un cabrero aragonés que se llamaba Joaquín, tenía una hija que se llamaba Aurora y un hermano al que mató un rayo cuando estaba cargando arena en el cauce del Ripollet.

El autodidacta asentía ante las palabras de Carvalho pero no las escuchaba, se subió al tren en la última oración.

—¿Un rayo? ¿El Ripollet?

—Le hablo de hace cuarenta años.

Yo venía a pasar los veranos a Montcada, a casa de un cabrero amigo de mis padres.

—¿Ah, sí?

Al autodidacta no le interesaban los recuerdos de Carvalho.

—Veranear en Montcada, qué interesante.

—Había quien veraneaba más cerca de Barcelona, aún. En Tres Torres o Vallvidrera.

—Es posible.

Nada quedaba del paisaje de antaño.

Todo se parecía a cualquier suburbio de cualquier ciudad y a Carvalho le molestaban las destrucciones del paisaje de su memoria.

—Las excursiones a la montaña de la Mitja Costa eran fascinantes porque explotaban los barrenos de las canteras, y de niño uno cree que Superman detiene las rocas.

De manzana en manzana, de bloque en bloque, arquitectura y gentes de aluvión.

—Una vez se cayó una niña en la estación. Entonces había tumultos siempre en torno de los trenes. Faltaban trenes o sobraba gente. Pero mucha gente no podía sobrar porque la guerra había terminado hacía poco.

—Faltaban trenes, es evidente.

—Cayó la niña en la vía. Imagínese los gritos y los cuerpos vacilantes de sus acompañantes, se tiraban o no se tiraban. Y de pronto salió un brazo de la multitud. Lo recuerdo como un brazo largo, muy largo, de dos o tres metros, quizá más, y poderoso, como el de un gigante. Y del brazo brotó una mano que tiró de la niña y la izó sobre el andén en el instante justo en que llegaba el tren.

El autodidacta había escogido un portal que daba a un zaguán gris amueblado con sillones de plástico gris y completado con buzones de metal verde.La asepsia geométrica de la escalera aparecía desvirtuada por el griterío de una vida abundante y plebeya: mujeres que se quejaban de sus hijos, de sus vecinas o de su suerte y niños que se quejaban de serlo, más algún portazo, muchas radios y puñetazos contra la puerta de un ascensor que siempre llegaba con retraso.

—Es un cuarto piso.

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