La Rosa de Alejandría (7 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalban

Tags: #novela negra

BOOK: La Rosa de Alejandría
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Subió ante Carvalho con agilidad y brío, como si el alpinismo fuera para él una práctica habitual, y de reojo trataba de recoger la poquedad respiratoria de un Carvalho al que suponía animal de despacho y sillón. Pero Carvalho apenas si le dejaba un escalón de distancia por cortesía y se permitió encender un puro en plena ascensión.

—Fumar mientras se hace ejercicio físico es una barbaridad.

—El hombre es un animal racional sólo en parte.

La puerta del piso la abrió un cincuentón mal peinado, mal afeitado, con los faldones de la camisa imponiéndose al pantalón de pana y a un jersey con cremallera.

—Ah, eres tú.

Y dejó la puerta abierta para que entraran los dos hombres a un largo pasillo más desempapelado que empapelado, lleno de puertas de habitaciones cerradas y al final un comedor con esteras en el suelo y un viejo televisor que había visto discursos trascendentales cuando Franco aún era quien era.

—¿No está Mariquita?

—No, y Andrés tampoco. Ha llegado de Mercabarna, se ha echado un rato y se acaba de ir a la Universidad.

—¿Ha encontrado trabajo en Mercabarna?

—Unos días. Para llevar bultos a los clientes. Cogen chicos a destajo y así no contratan a obreros de pelo en pecho, con los cuatro cojones cuadrados y bien puestos.

Y se llevó la mano a los cojones el hombre antes de sentarse y quedarse ensimismado con un bolígrafo en una mano y los ojos pendientes de un papel lleno de anotaciones.

—No entiendo la letra. Maldita sea. No entiendo la letra.

Había anuncio de sollozo en su voz y el autodidacta le cogió el papel para examinarlo.

—¿Qué es esto?

—La lista de la compra. Me la ha hecho María antes de irse al trabajo.¿Qué pone ahí?

—Harina de galleta, creo.

Tendió Narcís el papel a Carvalho en una consulta de urgencia y el detective afirmó con la cabeza.

—¿Es lo mismo que pan rayado?

—Más o menos es lo mismo. Se utiliza para rebozar.

La ayuda de Carvalho puso destellos de agradecimiento en los ojos del hombre.

—Eso es. Lo quiere para rebozar.

Prosiguió el hombre el examen de la lista y abandonó a los recién llegados a una silenciosa espera.

—¿Y aquí?

—”Mamella”. Qué extraño. ¿Sabe usted qué es “mamella”?

—No es necesario, yo ya sé qué es.Se come.

Pero la curiosidad del autodidacta iba más allá de la asunción de aquel responsable de intendencia y seguía interrogando a Carvalho con la mirada.

En mis tiempos eran filetes de la teta de la vaca que ya se vendían cocidos y se comían rebozados. Era barato y sustituía a la carne, con un poco de imaginación.

—Es buena la “mamella”.

Desafiaban los ojos del intendente.

—No lo discuto.

—Es mejor comer “mamella” que mierda.

Aprobó Carvalho el juicio bravucón del hombre que ya había dado la lista por examinada, se levantaba, descolgaba una bolsa de plástico de una alcayata clavada en el marco de la puerta de la cocina y se despedía con un gruñido que no le abandonó hasta que salió del piso.

—Susceptible el hombre.

—Y a estas horas aún está sereno.Volverá con un par de copas en el cuerpo. Comerá apenas, porque dice que no se gana lo que se come y por la tarde seguirá bebiendo. Esta noche este piso puede ser un infierno. No, no es agresivo. Es depresivo. Se pasa las noches llorando encerrado en el retrete. Primero fue un trabajador reconvertido, después un simple parado y ahora la familia vive gracias a eso que se llama economía sumergida: la mujer friega por ahí y Andrés coge lo que sale. Los más pequeños van a un colegio. Los otros como si no existieran. Él hace trabajos domésticos, si está de buenas. Hasta que de pronto dice que un hombre es un hombre y vuelca el cubo de agua sucia por el piso o tira la escoba por la ventana.

—Malos tiempos.

—Ya siempre será así. Hemos de acostumbrarnos a otra cultura del trabajo. El trabajo es un bien escaso.

—Dígamelo a mí. Yo ya estoy acostumbrado a esa cultura del trabajo.

—Pero usted es un trabajador improductivo, no puede entender la mentalidad rota de esta gente que ha sido alguien precisamente gracias a su trabajo y que ahora se consideran parásitos. Ese malestar aún lo tiene Andrés, por ejemplo. Sus hermanos más pequeños ya pertenecerán a otra generación. Para ellos el trabajo tendrá otro sentido.

—Pero también tendrán que comer.

—En el futuro se comerá menos que ahora.

No lo decía con ironía. Lo decía a partir de una segura información que llevaba escondida en algún pliegue del cerebro.

—Muchos economistas denuncian la economía sumergida como un retorno a los inicios del mercado de trabajo, ¿comprende usted? Como un retorno a la explotación libre del hombre por el hombre, como si no hubieran servido para nada ciento cincuenta años de luchas obreras. Pero en realidad estamos ante un fenómeno nuevo que corresponsabiliza a empresarios y trabajadores en la salvación de un sistema en crisis. El capitalismo lo está salvando la clase obrera, incluso disponiéndose a no tener trabajo o a trabajar en peores condiciones que un esclavo.

—¿A cambio de qué?

—A cambio de no verse obligada a hacer la revolución, o al menos a tratar de hacerla. Por otra parte sería un intento inútil. Desde las centrales de datos hasta los helicópteros, todo conspira contra la posibilidad de la revolución. La revolución sólo se puede hacer en las selvas y dentro de lo que cabe, porque existe el equilibrio mundial, el equilibrio del terror y en cuanto se decanta la revolución o la contrarrevolución se corre el riesgo de que sólo una guerra nuclear pueda ayudar a ganar el pulso. Estamos en plena situación de empate, de empate histórico. De momento ponga equis en la quiniela.

Tenía las ideas claras el científico de trastienda, pero a Carvalho empezaba a cargarle aquella situación de seminario de ciencias sociales.

—¿Estamos esperando a que empiece un simposio?

—No. A que venga un interlocutor válido de la familia. Mariquita o Andrés. Ella suele volver a media mañana, pone la comida en el fuego y se va a hacer algún trabajillo. Por ejemplo, es la que nos limpia la tienda.

—La tiene usted asegurada.

—Ella se paga su seguro a cambio de que yo la tenga como asegurada.

—Una seguridad social sumergida.

—Una seguridad social mixta. Menos da una piedra.

Se abrió la puerta y Mariquita avanzó por el pasillo, con media sonrisa ante la sorpresa de la visita y media alarma en los ojos ante la ausencia del marido.

—¿Aún no ha vuelto de la compra?

Acaba de irse.

—¿Y yo qué guiso ahora? ¡Estos hombres! No sirven ni para mear.

10

—Primero se limpia bien la sardina, que ha de ser más bien pequeña, pero sin exagerar. Limpiarla bien quiere decir limpiarla bien, es decir, no conformarse con quitarle la cabeza y las tripas, sino también desescamarla. Una vez bien limpia, se pone en una cazuela, mejor de barro, bastante aceite y un ajo, o dos, según la cantidad de gente, y cuando el ajo está bien frito, dorado, pero sin quemarlo, se aparta del fuego y en ese aceite bien caliente se fríen las sardinas, para que el aceite las espabile y las ponga tiesas, pero sin pasarse. Se apartan y en el aceite se hace un sofrito normal, muy poca cebolla, y hay quien prefiere no ponerla, tomate, media cucharadita de pimentón y algo de verdura, por ejemplo, unos guisantes o también unas judías tiernas ya cocidas. Cuando todo está rehogado se echa el arroz y se sofríe hasta que cambia de color, y entonces una de dos, o se le echa agua o agua con un cubito de caldo concentrado, para que tenga más sabor. Si se pone un cubito se ha de vigilar la sal porque el cubito ya tiene sal. Cuando el arroz está casi cocido se le pone por encima las sardinas, pimiento morrón asado y un picadillo de ajo y perejil. Que haga todo chuf chuf, pero no mucho para que las sardinas no se rompan y no queden deshechas. Se le puede poner azafrán tostado en vez del pimentón. Y ya está.

Hablaba y hacía Mariquita bajo la observación de Carvalho.

—¿Así era como hacía su abuela el arroz con sardinas?

—Muy parecido. A veces le añadía una patata previamente frita y en láminas y luego cocida con el arroz.También le ponía pencas de acelga.

—Se puede. Vaya si se puede. Ya ve usted del apuro que me han sacado las sardinas. Se va una confiada en que le hagan las cosas y ni ir a la compra le hacen a una. Mire, dejo hecho el sofrito y las sardinas fritas y a la hora de comer en veinte minutos queda todo hecho.

Era hastío culinario lo que colgaba del rictus del autodidacta, pero en cambio había hecho preguntas, más por la avidez de saber que por el gusto de la imaginación de su paladar. Y al acabar Mariquita el precocinado, secarse las manos con un trapo de cocina y resituarles en el comedor, disertó el sietesabios:

—Lo fascinante es la sabiduría dietética de este plato. Hemos asistido a una clase práctica de dietética de la supervivencia. Fíjese usted en los ingredientes del plato: sardinas igual a proteínas, y precisamente de las proteínas más baratas, verduras igual a vitaminas y arroz igual a hidratos de carbono. Todo lo que necesita el cuerpo humano para su actividad está reunido en un plato sencillo y barato. El único inconveniente es la carga de toxinas que tiene el pescado azul, pero sospecho que un metabolismo acostumbrado las eliminará con mayor facilidad que un metabolismo sin acostumbrar. Las sardinas son un veneno para las personas con trastornos hepatobiliares.

Asistía Mariquita al cursillo sobre sus propios usos culinarios con cara de saber de qué iba y de ser madre de aquella ciencia.

—Eso y una manzana y va que chuta.

—Yo le recomendaría más una naranja, por su mayor carga de vitamina C que una manzana, aunque la manzana es rica en vitamina A.

Consideró Mariquita la posibilidad del cambio.

—Pero es que a estos mercados llegan unas naranjas que no son naranjas ni nada. Todo es fruta de cámara, todo.

Carvalho había desconectado su interés de la pasión dietética del autodidacta y de las ganas de aprender de la mujer, y en cuanto maestro y alumna salieron de su debate repararon en que Carvalho bostezaba sin recato.

—Tal vez sería conveniente que habláramos de lo que tenemos que hablar.

Dijo que sí Carvalho con los ojos y los otros dos le cedieron la palabra.

—Ante todo les digo que voy a encargarme del caso, pero me tienen que aclarar algunas dudas previas. Su hermana venía a Barcelona con frecuencia y no se ponía en contacto con ustedes. Primero, dónde se hospedaba. Segundo, los médicos reconocen haberla atendido, pero añaden que no tenía nada importante, y sin embargo ella seguía acudiendo periódicamente a sus consultas. Por qué. En tercer lugar es asesinada de mala manera, y supongo que la policía y el marido aparecen entonces y tratan de saber algo de ustedes, porque era lo más lógico y porque podían sospechar que algo podrían saber de sus idas y venidas por Barcelona.

La mujer esperó a que el autodidacta tomara la palabra, y ante su retardo le animó con un gesto.

—Bien, una vez más hablo sin corresponderme. Primero, según la policía cuando empezó a venir a Barcelona se hospedaba siempre en el hotel residencia Tres Torres, por la parte alta de la ciudad. Pero después incluso ese hospedaje es un misterio.Nadie sabe dónde se metía.

—Es imposible que no dejara un punto de referencia para cualquier aviso urgente de su marido, de mil cosas.

—Eso sí. Aparentemente seguía hospedándose en el mismo sitio y allí le tomaban los recados. Pero en realidad no se hospedaba allí. Por lo que nos ha dicho, la policía sigue “in albis” sobre esta cuestión. Segundo, de hecho repitió pocas veces la visita a un mismo médico, y a lo largo de tres años recorrió todos los consultorios más importantes de la ciudad, desde Dexeus a Puigvert, desde Barraquer a Poal.

—Tal vez tomaba apuntes para una enciclopedia de la salud.

—Tercero, el marido no se ha puesto en contacto con nosotros, es decir, con su hermana, y se limitó a contestar con pocas palabras las dos o tres cartas que le envió Andrés en nombre de su madre. Por lo que ha dicho la policía, les dio carta blanca, y apenas si ha manifestado interés por el caso. No tenían hijos. A la muerta no le queda otro pariente directo real que su hermana. Esto es todo.

—¿Tuvo usted mucha relación con la policía?

—Pues nosotros nos enteramos cuando ya todo estaba tapado. ¿Comprende?Mi hijo cree recordar haber leído la noticia en el diario, pero tampoco duró mucho. Primero salió con mucho bombo y platillo, pero pronto dejó de interesar o no sé qué pasó. Los de “Interviu” trataron de meter las narices en el asunto, pero los de Albacete se movilizaron y consiguieron que no saliera ni una foto. Yo hablé con un tal inspector Contreras, un hombre muy serio, que siempre parece estar de mala leche.

—Le conozco.

—La verdad es que siempre estuvo muy correcto, pero con pocas ganas de hablar, como si le estorbáramos.

—En cuanto se dio cuenta de que no iba a sacar nada nuevo de ellos, se desentendió.

—¿Por dónde empiezo entonces?

—Es cosa de usted.

—Lo sé.

—La puerta abierta, y ahora era el hombre el que recorría el pasillo, como en un calvario de trompicones, con las dos manos cargadas de bolsas y barras de pan cogidas entre los brazos y el cuerpo.

—Que alguien me ayude o lo tiro todo al suelo.

Le ayudó la mujer al tiempo que le acercaba la nariz a la boca y la retiraba para dar la cara a los visitantes y hacerles un guiño cómplice.

—Creí que no se acababa nunca. Yo no sé de dónde salen tantas mujeres.No lo sé. Están todas las tiendas llenas. Se te cuelan. Te toman el pelo. ¡La última! ¡Quién es la última! ¿Es usted la última? Señora, yo seré el último, en todo caso. ¿Me ha visto usted bien? Son como mulas, se cuelan, te empujan, y no les digas nada porque te ponen verde. Yo me pongo enfermo.

Y lo estaba porque se dejó caer en una silla y respiraba ansiosamente.

—Me parece que me va a dar el asma.

—Asómate a la ventana y respira hondo.

—Está lloviendo.

—Pues no te asomes.

—Es que me viene el asma.

—Para ir por ahí mamando del porrón no se te nota el asma.

—¿Mamar del porrón, yo?

Se había levantado el hombre y acercaba su cara a la de su mujer.

—¡Siempre me estás faltando! ¡Estoy hasta los cojones de que me faltes al respeto!

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