La rueda de la vida (25 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

BOOK: La rueda de la vida
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En los inicios de mi trabajo con moribundos, los médicos me acusaban de explotar a personas que ellos consideraban desahuciadas, sin esperanza de recuperación. Se negaban a escucharme cuando yo alegaba que se podía ayudar a esos enfermos moribundos hasta sus últimos momentos. Habían sido necesarios casi diez años de arduo trabajo, pero por fin no pudieron evitar oír la historia de Jeffy y otros miles de sucesos similares que ocurrieron gracias al trabajo que realicé y estimulé.

27. Vida después de la muerte

Estuve en La Rabida hasta 1973 ayudando a niños moribundos a hacer la transición entre la vida y la muerte. Al mismo tiempo asumí la responsabilidad de dirigir el Centro de Servicio Familiar, una clínica de salud mental. Creía que lo peor que podrían decir de mí era que intentaba hacer demasiado. Pero me quedé corta. Un día el administrador jefe de la clínica me vio tratar a una mujer pobre y después me regañó por atender a pacientes que no podían pagar. Eso era como decirme que no respirara.

Pero yo no estaba dispuesta a abandonar esa práctica. Cuando a una la contratan, contratan también lo que una representa. Durante los dos días siguientes discutimos el asunto. Yo alegaba que los médicos tenían la obligación de tratar a los pacientes necesitados al margen de si podían pagar o no, y él decía que su propio deber consistía en llevar un negocio. Finalmente, para llegar a un acuerdo me propuso que atendiera los casos de personas indigentes en mis ratos libres, por ejemplo durante la hora que tenía para comer a mediodía, pero a fin de que él pudiera controlar mi horario, me pidió que fichara.

No, gracias. Me marché. Y así, a mis cuarenta y seis años, de pronto dispuse de tiempo para realizar proyectos nuevos e interesantes, como mi primer seminario-taller «Vida, muerte y transición», que fue una semana intensiva de charlas, entrevistas a moribundos, sesiones de preguntas y respuestas y ejercicios individuales destinados a ayudar a las personas del grupo a superar las penas y la rabia acumuladas en sus vidas, lo que yo llamaba sus asuntos pendientes. Estos podían consistir en la muerte de un progenitor por el que nunca hicieron duelo, en abusos sexuales jamás reconocidos o en otros traumas. Pero una vez expresados esos traumas en un ambiente en el que se sentían seguras, esas personas comenzaban el proceso de curación y lograban llevar el tipo de vida sincera y receptiva que les permitía una buena muerte.

Muy pronto me hicieron ofertas para realizar esos seminarios-talleres por todo el mundo.

Cada semana me llegaban a casa alrededor de mil cartas y el número de llamadas telefónicas era más o menos el mismo. Mi familia acusaba el creciente peso de las exigencias que nos imponía mi popularidad, pero me apoyaban. Mi investigación de la vida después de la muerte adquirió un impulso imparable. Durante los primeros años de la década de los setenta, entre Mwalimu y yo entrevistamos a unas 20.000 personas que daban ese perfil, de edades comprendidas entre los 2 y los 99 años, de culturas tan diversas como la esquimal, la de los indios norteamericanos, la protestante y la musulmana. En todos los casos las experiencias referidas eran tan similares que los relatos tenían que ser ciertos.

Hasta entonces yo nunca había creído que existiera una vida después de la muerte, pero todos esos casos me convencieron de que no eran coincidencias ni alucinaciones. Una mujer, a la que declararon muerta después de un accidente de coche, dijo que había vuelto después de haber visto a su marido. Más tarde los médicos le dirían que su marido había muerto en otro accidente de coche al otro lado de la ciudad. Un hombre de algo más de treinta años se suicidó después de perder a su mujer e hijos en un accidente de coche. Pero cuando estaba muerto, vio que su familia estaba bien y regresó a la vida.

Los sujetos no sólo nos decían que esas experiencias de muerte no eran dolorosas sino que explicaban que no querían volver. Después de ser recibidos por sus seres queridos o por guías, viajaban a un lugar donde había tanto amor y consuelo que no deseaban volver; allí tenían que convencerlos de que regresaran. «No es el momento» era algo que oían prácticamente todos. Recuerdo a un niño que hizo un dibujo para poder explicar a su madre lo agradable que había sido su experiencia de la muerte. Primero dibujó un castillo de vivos colores y explicó: «Aquí es donde vive Dios.» Después dibujó una estrella brillante: «Cuando miré la estrella, me dijo “Bienvenido a casa”.»

Esos extraordinarios hallazgos condujeron a la conclusión científica aún más extraordinaria de que la muerte no existe en el sentido de su definición tradicional. Pensé que cualquier definición nueva debía trascender la muerte del cuerpo físico; debía tomar en cuenta las pruebas que teníamos de que el hombre posee también alma y espíritu, un motivo superior para vivir, una poesía, algo más que la mera existencia y supervivencia física, algo que continúa.

Los moribundos pasaban por las cinco fases, pero «una vez que hemos hecho todo el trabajo que nos ha sido encomendado al enviarnos a la Tierra, se nos permite desprendernos del cuerpo, que nos aprisiona el alma como el capullo envuelve a la mariposa, y...» bueno, entonces la persona tiene la más maravillosa experiencia de su vida. Sea cual fuere la causa de la muerte, un accidente de coche o un cáncer (aunque una persona que muere en un accidente de avión o en un incidente similar, repentino e inesperado, podría no saber inmediatamente que ha muerto), en la muerte no hay dolor, miedo, ansiedad ni pena. Sólo se siente el agrado y la serenidad de una transformación en mariposa.

Según los relatos de las personas entrevistadas que compilé, la muerte ocurre en varias fases distintas.

Primera fase:
En la primera fase las personas salían flotando de sus cuerpos. Ya fuera que hubieran muerto en la mesa del quirófano, en accidente de coche o por suicidio, todas decían haber estado totalmente conscientes del escenario donde estaban sus cuerpos. La persona salía volando como la mariposa que sale de su capullo, y adoptaba una forma etérea; sabía lo que estaba ocurriendo, oía las conversaciones de los demás, contaba el número de médicos que estaban intentando reanimarla, o veía los esfuerzos del equipo de rescate para sacarla de entre las partes comprimidas del coche. Un hombre dijo el número de matrícula del vehículo que chocó contra el suyo y después huyó. Otros contaban lo que habían dicho los familiares que estaban reunidos alrededor de sus camas en el momento de la muerte.

En esta primera fase experimentaban también la salud total; por ejemplo, una persona que estaba ciega volvía a ver, una persona paralítica podía moverse alegremente sin dificultad. Una mujer contó que había disfrutado tanto bailando junto al techo de la habitación del hospital que se deprimió cuando tuvo que volver. En realidad, de lo único de que se quejaban las personas con quienes hablé era de no haber continuado muertas.

Segunda fase:
Las personas que ya habían salido de sus cuerpos decían haberse encontrado en un estado después de la muerte que sólo se puede definir como espíritu y energía. Las consolaba descubrir que ningún ser humano muere solo. Fuera cual fuese el lugar o la forma en que habían muerto, eran capaces de ir a cualquier parte a la velocidad del pensamiento. Algunas, al pensar en lo apenados que se iban a sentir sus familiares por su muerte, en un instante se desplazaban al lugar donde estaban éstos, aunque fuera al otro lado del mundo. Otros recordaban que mientras los llevaban en ambulancia habían visitado a amigos en sus lugares de trabajo.

Me pareció que esta fase es la más consoladora para las personas que lloran la muerte de un ser querido, sobre todo cuando éste ha tenido una muerte trágica y repentina. Cuando una persona se va marchitando poco a poco durante un período largo de tiempo, enferma de cáncer, por ejemplo, todos, tanto el enfermo como sus familiares, tienen tiempo para prepararse para su muerte. Cuando la persona muere en un accidente de avión no es tan fácil. La persona que muere está tan confundida como sus familiares, y en esta fase tiene tiempo para comprender lo ocurrido. Por ejemplo, estoy segura de que aquellos que murieron en el vuelo 800 de la TWA estuvieron junto a sus familiares en el servicio fúnebre que se celebró en la playa.

Todas las personas entrevistadas recordaban que en esta fase se encontraban también con sus ángeles guardianes, o guías, o compañeros de juego, como los llamaban los niños. Explicaban que los ángeles eran una especie de guías, que las consolaban con amor y las llevaban a la presencia de familiares o amigos muertos anteriormente. Lo recordaban como momentos de alegre reunión, conversación, puesta al día y abrazos.

Tercera fase:
Guiadas por sus ángeles de la guarda, estas personas pasaban a la tercera fase, entrando en lo que por lo general describían como un túnel o una puerta de paso, aunque también con otras diversas imágenes, por ejemplo un puente, un paso de montaña, un hermoso riachuelo, en fin, lo que a ellas les resultaba más agradable; lo creaban con su energía psíquica. Al final veían una luz brillante.

Cuando su guía las acercaba más a la luz, veían que ésta irradiaba un intenso y agradable calor, energía y espíritu, de una fuerza arrolladora. Allí sentían entusiasmo, paz, tranquilidad y la expectación de llegar por fin a casa. La luz, decían, era la fuente última de la energía del Universo. Algunos la llamaban Dios, otros decían que era Cristo o Buda. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: se hallaban envueltos por un amor arrollador, la forma más pura de amor, el amor incondicional. Después de escuchar a millares y millares de personas explicar este mismo viaje, comprendí por qué ninguna quería volver a su cuerpo físico.

Pero estas personas que volvieron decían que esa experiencia había influido profundamente en sus vidas. Algunas habían recibido un gran conocimiento, algunas habían vuelto con advertencias proféticas, otras con nuevas percepciones. Pero todas habían hecho el mismo descubrimiento: ver la luz les había hecho comprender que sólo hay una explicación del sentido de la vida, y ésa es el amor.

Cuarta fase:
Según los relatos, en esta fase se encontraban en presencia de la Fuente Suprema. Algunos la llamaban Dios, otros decían que simplemente sabían que estaban rodeados por todo el conocimiento que existe, pasado, presente y futuro, un conocimiento sin juicios, solamente amoroso. Aquellos que se materializaban en esta fase ya no necesitaban su forma etérea, se convertían en energía espiritual, la forma que adoptan los seres humanos entre una vida y otra y cuando han completado su destino. Experimentaban la unicidad, la totalidad o integración de la existencia.

En ese estado la persona hacía una revisión de su vida, un proceso en el que veía todos los actos, palabras y pensamientos de su existencia. Se le hacía comprender los motivos de todos sus pensamientos, decisiones y actos y veía de qué modo éstos habían afectado a otras personas, incluso a desconocidos; veía cómo podría haber sido su vida, toda la capacidad en potencia que poseía. Se le hacía ver que las vidas de todas las personas están interrelacionadas, entrelazadas, que todo pensamiento o acto tiene repercusiones en todos los demás seres vivos del planeta, a modo de reacción en cadena.

Mi interpretación fue que esto sería el cielo o el infierno, o tal vez ambos.

El mayor regalo que hizo Dios al hombre es el libre albedrío. Pero esta libertad exige responsabilidad, la responsabilidad de elegir lo correcto, lo mejor, lo más considerado y respetuoso, de tomar decisiones que beneficien al mundo, que mejoren la humanidad. En esta fase se les preguntaba a las personas: «¿Qué servicio has prestado?» Ésa era la pregunta más difícil de contestar; les exigía repasar las elecciones y decisiones que habían tomado en la vida para ver si habían sido las mejores. Ahí descubrían si habían aprendido o no las lecciones que debían aprender, de las cuales la principal y definitiva es el amor incondicional.

La conclusión básica que saqué de todo esto, y que no ha cambiado, es que todos los seres humanos, al margen de nuestra nacionalidad, riqueza o pobreza, tenemos necesidades, deseos y preocupaciones similares. En realidad, nunca he conocido a nadie cuya mayor necesidad no sea el amor.

El verdadero amor incondicional.

Éste se puede encontrar en el matrimonio o en un simple acto de amabilidad hacia alguien que necesita ayuda. No hay forma de confundir el amor, se siente en el corazón; es la fibra común de la vida, la llama que nos calienta el alma, que da energía a nuestro espíritu y da pasión a nuestra vida. Es nuestra conexión con Dios y con los demás.

Toda persona pasa por dificultades en su vida. Algunas son grandes y otras no parecen tan importantes. Pero son las lecciones que hemos de aprender. Eso lo hacemos eligiendo. Yo digo que para llevar una buena vida y así tener una buena muerte, hemos de tomar nuestras decisiones teniendo por objetivo el amor incondicional y preguntándonos: «¿Qué servicio voy a prestar con esto?»

Dios nos ha dado la libertad de elegir; la libertad de desarrollarnos, crecer y amar.

La vida es una responsabilidad. Yo tuve que decidir si orientaba o no a una mujer moribunda que no podía pagar ese servicio. Tomé la decisión basándome en que lo que sentía en mi corazón era lo correcto, aunque me costara el puesto. Esa opción era la buena para mí. Habría otras opciones, la vida está llena de ellas.

En definitiva, cada persona elige si sale de la dificultad aplastada o perfeccionada.

28. La prueba

En 1974, durante seis meses estuve trabajando hasta altas horas de la noche en mi cuarto libro, La muerte: un amanecer. A juzgar por el título se podría pensar que ya tenía todas las respuestas sobre la muerte. Pero el día en que lo terminé, el 12 de septiembre, falleció mi madre en la residencia suiza donde había pasado sus cuatro últimos años. Entonces me encontré preguntándole a Dios por qué había convertido en vegetal a esa mujer que durante ochenta y un años no había hecho otra cosa que dar amor, cobijo y afecto, y por qué la había mantenido en ese estado tanto tiempo. Incluso durante el funeral lo maldije por su crueldad.

Después, por increíble que parezca, cambié de opinión y le agradecí su generosidad. Parece cosa de locos, ¿verdad? A mí también me lo parecía, hasta que comprendí que la última lección que había tenido que aprender mi madre era recibir afecto y cuidados, algo para lo cual jamás estuvo dotada. Desde entonces he alabado a Dios por enseñarle eso en sólo cuatro años; es decir, podría haber tardado mucho más tiempo.

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