Read La rueda de la vida Online
Authors: Elisabeth Kübler-Ross
Lógicamente deseé preguntarle de qué compañero del alma se trataba, pero no logré hablar. Después desapareció. Pasado un largo rato, se materializó otra figura, totalmente diferente. Se presentó diciendo que se llamaba Salem. Ni éste ni el primer espíritu tenían ningún parecido con el indio que yo había fotografiado. Salem era alto y delgado; llevaba turbante y una túnica amplia y larga. Todo un personaje. Cuando avanzó hasta mí, pensé: «Si este tío me toca me muero.» Tan pronto tuve ese pensamiento, Salem desapareció. Después volvió la primera figura a explicarme que mi nerviosismo había hecho que Salem se marchara.
Transcurrieron cinco minutos, los suficientes para que yo recuperara la calma. Después reapareció Salem, mi supuesto compañero del alma, delante de mí. Aunque mis pensamientos lo habían ahuyentado, decidió ponerme a prueba acercándose hasta tocar las puntas de mis sandalias con los dedos de los pies. Cuando vio que eso no me asustaba, se acercó un poco más. Noté que trataba de no atemorizarme, y consiguió no hacerlo. En cuanto deseé que se apresurara a decir lo que tenía que decirme, él se presentó oficialmente, me saludó llamándome «mi querida hermana Isabel», luego me levantó suavemente de la silla y me condujo a una habitación totalmente oscura donde quedamos solos.
Salem actuaba de un modo extraño y místico, y al mismo tiempo su actitud era tranquilizadora y amistosa. Me advirtió que me iba a llevar en un viaje especial y me explicó que en otra vida, en la época de Jesús, yo había sido una maestra sabia y respetada llamada Isabel. Juntos viajamos hacia una agradable tarde en que yo estaba sentada en la ladera de una colina escuchando a Jesús que predicaba a un grupo de gente.
Aunque veía toda la escena, no lograba entender una palabra de lo que decía Jesús.
—¿Es que no puede hablar de forma normal? —pregunté.
Tan pronto como dije eso caí en la cuenta de que mis pacientes moribundos solían comunicarse así, como Jesús, en un lenguaje simbólico, con parábolas. Si una está sintonizada puede oírlo; si no, no entiende.
Percibí cada detalle de lo que sucedió esa noche. Transcurrida una hora me sentía agobiada y casi me alegré de que terminara la sesión para poder asimilar la experiencia. Tenía mucho que asimilar, más de lo que jamás habría imaginado. En mi conferencia del día siguiente dejé de lado lo que tenía preparado y conté lo ocurrido la noche anterior. En lugar de criticarme y decir que estaba loca, el público se puso en pie para aplaudirme.
Esa noche, la última, puesto que al día siguiente volvería a mi casa en Chicago, B. me llevó a mí sola a la sala oscura. Una parte de mí quería verlo nuevamente para asegurarme de que todo era legal. Esta vez a B. le llevó más tiempo canalizar el espíritu, pero finalmente apareció. Cuando estábamos saludándonos, yo pensé que ojalá mis padres pudieran ver hasta dónde había llegado en la vida su hijita. De pronto, Salem comenzó a entonar «
Always... I'll be loving you...
» Nadie excepto Manny sabía que ésa era la canción favorita de la familia Kübler. «Él lo sabe», me dijo Salem, refiriéndose a mi padre.
Al día siguiente, ya de vuelta en Chicago, les conté todo aquello a Manny y los niños. Se quedaron boquiabiertos. Manny me escuchó sin expresar ninguna crítica; Kenneth manifestó interés; Barbara, que entonces tenía trece años, fue la que se mostró más francamente escéptica e incluso un poquitín asustada. Cualesquiera que fueran sus reacciones, eran muy comprensibles. Esas cosas resultaban muy revolucionarias para ellos, y yo no les oculté nada. Pero tenía la esperanza de que Manny, y tal vez Kenneth y Barbara, continuaran receptivos y tal vez algún día conocieran personalmente a Salem.
Durante los meses siguientes volví con frecuencia a Escondido y conocí a otros espíritus. Un guía muy especial llamado Mario era un verdadero genio que hablaba con elocuencia sobre cualquier tema que yo propusiera, ya fuera geología, historia, física o cristalografía. Pero mi amigo era Salem. Una noche me dijo: «Ha terminado la luna de miel.» Evidentemente, se refería a que tendríamos conversaciones más serias, más filosóficas, porque a partir de entonces hablamos principalmente de temas como las emociones naturales y no naturales, la crianza y educación de los hijos y las maneras sanas de expresar la aflicción, la rabia y el odio. Después yo incorporaría esas teorías a mis seminarios-talleres.
Pero incorporarlo a mi vida familiar fue otro cantar. Debería haber sido una época de celebración; yo estaba haciendo una investigación vanguardista que cambiaría y mejoraría una cantidad inaudita de vidas. Pero cuanto más profundizaba en el tema, más le costaba a mi familia aceptarlo. Al científico que era Manny le resultaba difícil aceptar cualquier cosa que tuviera que ver con la vida después de la muerte. En realidad, teníamos muchas discusiones al respecto, y él creía que los B. se estaban aprovechando de mí. Kenneth ya tenía edad suficiente para aprobar que su madre «hiciera lo suyo», como decía él; Barbara, en cambio, se sentía agraviada por el tiempo que yo dedicaba a mi trabajo.
Supongo que yo estaba demasiado absorta en mi tarea para advertir la tensión que ésta provocaba en mi familia, hasta que fue demasiado tarde. Ciertamente mi trabajo producía tensión en la familia. Yo esperaba que algún día lograría reconciliar ambos mundos. Ese sueño me parecía posible si lograba encontrar una granja, idea que todavía me interesaba.
Pero ese sueño se hizo trizas. Una mañana Salem llamó a mi casa cuando yo ya me había marchado para coger el avión a Minneápolis. ¡Cuántas veces había deseado conversar con Salem desde mi casa! Pues llamó, y en lugar de contestar yo contestó Manny. Eso fue lo peor que pudo haber ocurrido. Mi marido no entendía eso de personas intermediarias o médiums, aunque yo se lo había explicado muchas veces. Su mente lógica no le permitía entenderlo. Ése era el tema de las peores discusiones. Según él, Salem habló de un modo extraño, disfrazando la voz.
—¿Cómo puedes creer esas patrañas? —me dijo Manny—. B. te está engañando.
Me pareció que las cosas se normalizaban cuando construimos una piscina cubierta en casa. Muchas veces me relajaba nadando a medianoche al volver de mis charlas. Y nada era más placentero que nadar contemplando a través de las ventanas la nieve que se amontonaba fuera. En algunas ocasiones todos disfrutábamos chapoteando y riendo juntos en el agua. Pero esas felices risas duraron poco tiempo. Para el día del padre de 1976, los niños y yo llevamos a Manny a cenar a un elegante restaurante italiano. Cuando volvimos a casa nos quedamos charlando en el aparcamiento, y él explicó por qué la cena había sido tan tensa. Quería divorciarse.
—Me voy —dijo—, he alquilado un apartamento en Chicago.
Al principio pensé que quería gastarme una broma. Pero él se marchó en el coche sin siquiera abrazar a los niños. Yo no lograba imaginarnos como una pareja divorciada, un número más en las estadísticas. Intenté asegurarles a Kenneth y Barbara que su padre volvería. Me decía que echaría de menos mi comida, que necesitaría que le lavaran la ropa o querría invitar a sus amigos del hospital a comer en el jardín, que estaba lleno de flores. Pero una noche, cuando abrí la puerta de atrás para que entrara Barbara con una amiga, de entre los arbustos salió un hombre y me entregó los papeles de la demanda de divorcio que Manny había firmado el día anterior en el juzgado.
Manny vino a casa un día en que yo no estaba; celebró una fiesta. Eso lo descubrí cuando volví, al encontrarme con el desorden alrededor de la piscina. Esas circunstancias me aclararon lo que él sentía por mí. Pero decidí no presentar batalla. Barbara necesitaba una vida hogareña y estable, alguien que estuviera allí con ella todas las noches, y esa persona no era yo. Le dije a Manny que podía quedarse con la casa, cogí algunas cosas indispensables, ropa, libros y ropa de cama, las metí en cajas y las envié a Escondido. No se me ocurrió ningún otro lugar adonde ir mientras no supiera qué iba a hacer con mi vida.
Necesitada de apoyo, volé a San Diego por un día para consultar con Salem. Él me proporcionó toda la comprensión y la compasión que tanto necesitaba y la orientación que esperaba.
—¿Qué te parecería tener tu propio centro de curación en lo alto de alguna montaña de por aquí? preguntó.
Naturalmente, respondí que me encantaría.
—Así será entonces —dijo.
Hice otro viaje a mi casa diseñada por Frank Lloyd Wright de Flossmoor, donde dije mis adioses, trabajé una última vez en mi cocina y llorando acomodé a Barbara en su cama.
Después me trasladé a mi nuevo hogar, una caravana, en Escondido. Sería difícil comenzar de nuevo a los cincuenta años, incluso para una persona como yo que tenía las respuestas a los grandes interrogantes de la vida. Mi caravana era demasiado pequeña para contener mis libros o siquiera un sillón cómodo. Pocos amigos se presentaron a ayudarme. Me sentí sola, aislada y abandonada.
Poco a poco el buen tiempo resultó ser mi salvación, ya que me hizo salir al saludable aire libre. Me dediqué a hacer una huerta y daba largos paseos contemplativos por el bosque de eucaliptos. La amistad de los B. aliviaba mi soledad y me estimulaba a mirar hacia el futuro.
Pasados uno o dos meses comencé a recobrar el dinamismo. Compré una preciosa casita provista de un soleado porche con vistas a una hermosa pradera, con mucho espacio para mis libros y una colina que cubrí de flores silvestres.
Habiendo recobrado las ganas de trabajar, comencé a hacer planes para crear mi propio centro de curación. Cuando el proyecto comenzó a materializarse, traté de encontrarle sentido a ese extraño giro de los acontecimientos que había puesto fin a mi matrimonio y me había llevado al otro lado del país, donde estaba a punto de embarcarme en la empresa más osada de mi vida. No logré comprenderlo. Sin embargo, rne recordé a mí misma que la casualidad no existe. Ya me sentía mejor y podía volver a ayudar a otras personas.
Gracias a las indicaciones de Salem encontré el lugar perfecto para construir el centro: dieciséis hectáreas en las laderas junto al lago Wohlfert con una preciosa vista. Cuando estaba visitando la propiedad una mariposa monarca se me posó en el brazo; considerándolo una señal para que no continuara buscando, exclamé: «Éste es el lugar idóneo para construir.» Pero no iba a ser fácil, cosa que descubrí cuando solicité un préstamo. Dado que Manny había manejado siempre todo nuestro dinero, ante los bancos yo no tenía solvencia que garantizara un crédito. Aunque mis charlas me proporcionaban buenos ingresos, nadie quiso concederme un préstamo. Esa estupidez casi me impulsó a militar en el movimiento feminista.
Pero mi tozudez y falta de sentido comercial ganaron la partida. A cambio de la casa de Flossmoor, de todos los muebles y de que yo pagara 250 dólares mensuales para contribuir al mantenimiento de Barbara, Manny accedió a adquirir el centro por 250.000 dólares y a alquilármelo. Pronto empecé a dirigir seminarios mensuales de una semana para estudiantes de medicina y enfermería, enfermos terminales y sus familiares; el objetivo era ayudarlos a hacer frente a la vida, la muerte y la transición entre ambas de una manera más sana y sincera.
Tenía una larga lista de espera para los seminarios-talleres, en cada uno de los cuales había cabida para cuarenta personas. Deseosa de sanar a las personas en todos los aspectos de la vida, les pedí a mis más íntimos confidentes y defensores, los B., que aportaran sus ideas al proyecto. Aunque ellos no habían hecho ninguna aportación financiera, los trataba como a socios. Martha supervisaba las clases de psicodrama, y demostró tener verdadero talento para inventar ejercicios destinados a que los asistentes expresaran la rabia y el miedo reprimidos, fruto de vivencias anteriores. Pero las sesiones de mediación con los espíritus dirigidas por su marido continuaron siendo las más impresionantes.
Éste tenía una enorme capacidad mediadora y un carisma natural. El núcleo principal de seguidores de su iglesia continuó apoyándole de un modo incondicional. Pero como cada vez asistía a las sesiones un mayor número de personas ajenas al grupo, en ocasiones B. tenía que rechazar la acusación de que su mediación era un truco. El respondía a esas insinuaciones haciendo una seria advertencia: si alguien encendía las luces mientras él estaba en trance, podía hacer daño a los espíritus, y muy posiblemente a él mismo. Sin embargo, una vez, cuando estaba convocando a una entidad llamada Willie, una mujer encendió las luces. La visión fue inolvidable: B. estaba totalmente desnudo.
Todos los presentes pensaron aterrados que quizás el bienestar de Wilhe corría peligro, sin embargo B. siguió en trance y sólo después les explicó que la desnudez era su método para que los espíritus se materializaran a través de él; no había nada de qué preocuparse.
Yo tenía mis dudas respecto a un guía llamado Pedro. No sé por qué, pero un sexto sentido en el cual había aprendido a confiar me decía que podría ser un impostor. Para cerciorarme, la vez siguiente que apareció ese espíritu le hice preguntas que sólo un genio podía contestar, cosas que yo sabía que B. ignoraba. Pedro no sólo las contestó sin vacilar, sino que además montó en un caballo de madera que se utilizaba en los talleres de psicodrama, bromeó diciendo que yo era demasiado alta para él, desapareció, y pasado un momento volvió con unos 15 cm más de altura. Me miró y me dijo: «¿Sabes?, sé que dudas de mí.»
Después de eso ya no dudé respecto a la credibilidad de Pedro. Se mostraba en plena forma fuera de los seminarios, cuando solamente estaba reunido el antiguo grupo. En esas sesiones intimaba más con cada persona y le daba consejos sobre sus problemas personales. «Lo has tenido difícil, Isabel, pero no tenías otra alternativa.»
Con todo y ser de gran ayuda, noté que Pedro iba adoptando una actitud pesimista. Advirtió que en el futuro se producirían cambios que dividirían el grupo y pondrían en cuestión la credibilidad de B. «Cada uno deberá decidir por sí mismo», explicaba. Después yo comprendería que se refería a los rumores que corrían sobre cosas extrañas, a veces sobre abusos sexuales, que ocurrían en la sala oscura, de los que yo no estaba al corriente.
Viajaba tanto que por lo general los rumores no llegaban a mis oídos.
En cuanto al futuro, no me preocupaba, puesto que llegaría me gustara o no, pero me pareció que Pedro me preparaba a mí más que a nadie para un cambio.
—El libre albedrío es el mayor regalo que recibió el hombre al nacer en el planeta Tierra —decía—. En todo momento debemos escoger entre varias posibilidades, en lo que decimos, hacemos y pensamos, y todas las elecciones son terriblemente importantes. Cada una afecta a todas las formas de vida del planeta.