Read La rueda de la vida Online
Authors: Elisabeth Kübler-Ross
Tuve el vago recuerdo de haber sentido que algo me picaba la mejilla cuando estaba echada sobre la chaqueta en el coche. La verdad es que había sentido tres pinchazos. Pero iba demasiado adormecida para reaccionar. En ese momento, al examinarme con más detenimiento, me vi tres agujeritos pequeños pero nítidos en la mejilla, y tuve la impresión de que la hinchazón iba a empeorar; de hecho continuaba aumentando mientras estaba allí mirándomela en el espejo. Comprendí que me hallaba en dificultades, puesto que vivía demasiado lejos de un hospital y no estaba en condiciones de conducir, y mi vecino más próximo era B., de quien desconfiaba.
«Te ha picado una araña venenosa —me dije tranquilamente—. No te queda mucho tiempo.»
Por mi mente discurrían veloces los pensamientos. No tenía tiempo para llamar a mi familia, cuyos miembros estaban desparramados por el país. El tiempo se me estaba acabando. Recordé los cientos de veces que había pensado que mi vida podría llegar a su fin. En momentos de terrible estrés y aflicción incluso había pensado en el suicidio, aunque sólo fuera por un segundo. En esos momentos me habría encantado morir mil veces. Pero no podía hacerle eso a mi familia. El sentimiento de culpa y los remordimientos me habrían abrumado. No, jamás podría hacer eso.
Tampoco se me había suicidado jamás un paciente. Muchos habían deseado quitarse la vida, pero yo les preguntaba qué era lo que les hacía insoportable la vida. Si era el dolor, les aumentaba la medicación; si eran problemas familiares, trataba de resolverlos; si estaban deprimidos, trataba de ayudarlos a salir de la depresión.
El objetivo era ayudar a la gente a vivir hasta que murieran de muerte natural. Jamás ayudaría a un paciente a quitarse la vida. No soy partidaria del suicidio asistido. Si un enfermo en su sano juicio se niega a tomar la medicación o a someterse a diálisis, llega un momento en que tenemos que aceptar el derecho de esa persona a decidir por sí misma. Algunos concluyen sus asuntos pendientes, ponen en orden sus cosas, llegan a una fase de paz y aceptación y, más que prolongar el proceso de morir, se adueñan del tiempo que les queda. Pero yo jamás los ayudaría a quitarse la vida.
He aprendido a no juzgar. Por lo general, si un enfermo ha aceptado la muerte y el proceso de morir, puede esperar a que llegue naturalmente. Entonces la muerte es una experiencia hermosa y trascendental.
Al suicidarse, la persona podría perderse la lección que debe aprender. En ese caso, en lugar de aprobar y pasar al curso siguiente tendrá que volver a aprender la lección anterior desde el comienzo. Por ejemplo, si una chica se quita la vida porque no soporta vivir después de haber roto con su novio, tendrá que volver a este mundo y aprender a aceptar esa pérdida. En realidad, podría sufrir muchas pérdidas en su vida, hasta que aprendiera a aceptarlas.
En cuanto a mí, mientras la hinchazón de mi rostro continuaba aumentando, sólo me mantuvo viva la ida de que tenía una salida. ¡Qué cosa tan rara que la posibilidad de suicidarme me ayudara a conservar la vida! Pero no me cabe duda de que eso fue lo que ocurrió. Si no hacía nada para remediar mi estado que empeoraba rápidamente, me moriría a los pocos minutos. Pero tenía una opción, la libre elección que Dios concede a todo el mundo, y yo sola tuve que decidir si iba a vivir o a morir.
Entré en la sala de estar, donde en la pared colgaba un cuadro con la imagen de Jesús. De pie ante él, hice el solemne juramento de vivir. En cuanto lo hice, la sala se iluminó con un fulgor increíblemente brillante. Como había hecho anteriormente cuando me vi ante esa misma luz, avancé hacia ella. Cuando me sentí envuelta por ese calor, supe que, por milagroso que pareciera, viviría. A la semana siguiente, un respetado médico me examinó las picaduras.
—Parecen picaduras de la viuda negra —me dijo—, pero si fuera así, no estaría viva.
Por mi parte, yo sabía que él jamás creería en el tratamiento que me había salvado, así que no me molesté en decírselo.
—Ha tenido suerte —comentó.
Suerte, sí. Pero también sabía que mi verdadero problema, en lugar de terminar, acababa de empezar.
No hay ningún problema del que no podamos obtener algo positivo. Me costó creer eso cuando me enteré de que Manny, al parecer necesitado de dinero, vendió la casa de Flossmoor sin darme opción a comprarla, como habíamos acordado que haría, y después, en otra jugada a hurtadillas, vendió también la propiedad de Escondido, donde estaba el centro de curación Shanti Nilaya. Recibí una carta certificada en la que se me notificaba que debía desocupar los edificios y entregar las llaves a sus nuevos propietarios. Resulta imposible describir lo aniquilada que me sentí.
¿Debería haberme sentido de otra manera? Después de perder mi casa, de ver desmoronado mi sueño, durante muchas noches me dormí llorando. Qué poco caso hacía de esas palabras con que mis guías me habían advertido: «En el río de lágrimas da gracias por lo que tienes. Haz del tiempo tu amigo.»
Pero ocurrió que a la semana siguiente San Diego se vio azotado por unas lluvias torrenciales que duraron siete días, produciendo inundaciones, corrimientos de tierra y el desmoronamiento de varias casas, entre ellas mi antiguo centro de curación en la cima de la montaña. El techo de la casa principal se derrumbó, la piscina se cuarteó y quedó llena de lodo, y el escarpado camino de acceso a la propiedad quedó totalmente arrasado. Si hubiéramos estado allí, no sólo habríamos quedado aislados e inmovilizados sino que además las reparaciones habrían costado una fortuna. Por extraño que parezca, fue una suerte que me hubieran obligado a desalojarlo.
Compartí ese sentimiento de dicha con mi hija cuando vino a visitarme para Semana Santa. Barbara era una chica muy intuitiva que jamás se había fiado de B. ni de su esposa. Yo siempre lo atribuí a que los culpaba de ser la causa de mi traslado a California, dado que nunca admitió que Manny me había abandonado. Pero a la sazón Barbara estudiaba en el college, pocos cursos detrás de su hermano que estaba en la Universidad de Wisconsin, y volvíamos a tener una relación fabulosa.
Gracias a Dios por eso. Después de instalarse en mi casa, donde podía disfrutar del enorme y soleado porche, de la bañera con agua caliente y de los millones de flores en plena floración, hicimos una agradable excursión a los manzanares de las montañas. A la vuelta tuvimos una desagradable experiencia; se estropearon los frenos del coche y nos precipitamos camino abajo. Fue un verdadero milagro que saliéramos con vida. Lo mismo dijimos unos días después: fuimos a dejar a una amiga mía viuda a su casa en Long Beach, y cuando volvimos a toda prisa para acabar de preparar nuestro banquete de Pascua, nos encontramos con la casa envuelta en llamas.
Al ver que las llamas ya asomaban por el techo, al instante nos pusimos en acción. Yo cogí la manguera del jardín mientras Barbara corría a casa de unos vecinos para telefonear a los bomberos. Llamó a la puerta en tres casas distintas, pero no salió nadie. Finalmente, y en contra de lo que le aconsejaba su criterio, tocó el timbre en casa de los B. Estos abrieron la puerta y le prometieron avisar inmediatamente a los bomberos. Pero eso fue lo único que hicieron. Ninguno de nuestros supuestos amigos se acercó a ofrecer ayuda, cosa que nos habría venido muy bien, aunque, sólo con nuestras mangueras, entre Barbara y yo ya habíamos apagado el incendio cuando llegó el primer coche de bomberos.
Una vez que los bomberos derribaran una pared, entramos en la casa. El desastre era de pesadilla. Todos los muebles estaban destruidos, todas las lámparas, teléfonos y aparatos de plástico se habían fundido por el calor. Todos los cuadros, tapices indios y platos que adornaban las paredes estaban chamuscados y negros. El olor era insoportable. Nos dijeron que no nos quedáramos dentro porque ese humo era dañino para los pulmones. Lo extraño fue que el pavo que pensaba servir para la comida de Pascua tenía un olor delicioso.
Sin saber qué hacer, me senté en el coche a fumar un cigarrillo. Uno de los simpáticos bomberos se me acercó para darme las señas de un psicólogo especializado en ayudar a personas que lo habían perdido todo en un incendio.
—No, gracias. Estoy acostumbrada a las pérdidas y yo misma soy especialista.
Al día siguiente volvieron los bomberos a ver cómo estábamos. Fue un gesto que agradecí de corazón. Ni B. ni su esposa se habían acercado a vernos.
—¿Son de verdad tus amigos? —me preguntó Barbara.
Allí había alguien que no me quería bien. O al menos eso me pareció después de que un investigador de incendios y un detective privado llegaron a la conclusión de que el incendio había comenzado simultáneamente en los quemadores de la cocina y en el montón de leña apilada fuera de la casa.
—Sospechamos que el incendio ha sido provocado —me dijo el investigador.
¿Qué podía hacer yo? La limpieza general llegó pronto. Pasado Pascua la compañía de seguros envió un enorme camión que se llevó todas las cosas quemadas, entre ellas el servicio de plata de mi abuela que yo tenía guardado para Barbara; estaba convertido en una masa derretida.
Algunos de mis amigos de Shanti Nilaya acudieron para ayudarme a limpiar, lavar y fregar todo lo que quedó aprovechable. Lo único que las llamas habían respetado era una vieja pipa sagrada india que se utiliza para ceremonias. Muy pronto, con el dinero que recibí de la compañía de seguros, puse a un ejército de albañiles a reconstruir la casa, que de todos modos ya no sería la misma. Tan pronto como quedó lista la puse en venta.
Ciertamente mi fe fue puesta a prueba. Había perdido mi centro de curación de la montaña y mi confianza en B. La serie de incidentes fortuitos que pusieron en peligro mi vida: las picaduras de araña, la rotura de los frenos y el incendio, estaban demasiado cercanos para sentirme tranquila. Pensé que mi vida estaba en peligro. Después de todo, a mis cincuenta y cinco años, ¿cuánto tiempo debía continuar ayudando a los demás antes de renunciar? Tenía que alejarme de B. y de su energía mala. Lo que iba a hacer era comprar esa granja con la que había soñado durante años, aminorar mi ritmo de trabajo y cuidar de Elisabeth para variar. Tal vez fuera una buena idea. Pero no era el momento oportuno, porque en medio de mi crisis de fe me sentí llamada a ser nuevamente de utilidad.
La llamada urgente se llamaba sida, y cambiaría el resto de mi vida.
Durante unos meses había oído rumores acerca de un cáncer que padecían los homosexuales. Nadie sabía mucho al respecto, excepto que unos hombres en otro tiempo sanos, activos y llenos de vitalidad estaban muriendo a una velocidad alarmante, y todos eran homosexuales. Por ese motivo, no había mucha inquietud entre la población general.
Cierto día un hombre me llamó por teléfono para preguntarme si aceptaría a un enfermo de sida en mi siguiente seminario. Puesto que jamás rechazaba a ningún enfermo terminal, lo anoté inmediatamente. Pero al día y medio de haber conocido a Bob, que tenía toda la piel de la cara y los brazos cubierta por las lesiones malignas del llamado sarcoma de Kaposi, me sorprendí rogando verme libre de él. Ansiaba con locura hallar respuestas a una multitud de preguntas: ¿Qué enfermedad es ésa? ¿Es contagiosa? Si lo ayudo, ¿voy a acabar igual que él? Jamás en mi vida me había sentido más avergonzada.
Entonces escuché a mi corazón, que me animaba a considerar a Bob un ser humano doliente, un hombre hermoso, sincero y cariñoso. Desde entonces consideré un privilegio atenderlo como atendería a cualquier otro ser humano. Lo trataba como me habría gustado ser tratada yo si hubiera estado en su lugar.
Pero mi primera reacción me asustó. Si yo, Elisabeth Kübler-Ross, que había trabajado con todo tipo de enfermos moribundos y literalmente había escrito las normas para tratarlos, me había sentido repelida por el estado de ese joven, entonces la sociedad iba a mostrar un rechazo inimaginable ante esa epidemia llamada sida.
La única reacción humana aceptable era la compasión. Bob, de veintisiete años, no tenía idea de qué era lo que le estaba matando. Igual que otros jóvenes homosexuales, sabía que se estaba muriendo. Su frágil y cada vez más deteriorada salud lo tenía confinado en su casa. Su familia lo había abandonado hacía mucho tiempo. Sus amigos dejaron de visitarlo. Era comprensible que estuviera deprimido. Un día, durante el seminario, contó con lágrimas en los ojos que había llamado por teléfono a su madre para pedirle disculpas por ser homosexual, como si él tuviera algún control sobre eso.
Bob me puso a prueba y creo que salí airosa. Fue el primero de miles de enfermos de sida a los que ayudé a encontrar una forma apacible de acabar su vida, pero en realidad él me dio muchísimo más a cambio. El último día del seminario, todos los participantes, incluido un rígido pastor fundamentalista, le cantaron una canción para animarlo y lo abrazaron. Gracias al coraje de Bob, en ese seminario todos adquirimos una mayor comprensión del valor de la sinceridad y la compasión, y la transmitimos al mundo.
La necesitaríamos. Dado que las personas que enfermaban de sida eran, en su abrumadora mayoría, homosexuales, al principio la actitud general de la población fue que merecían morir. Eso, en mi opinión, era una catastrófica negación de nuestra humanidad. ¿Cómo podían los verdaderos cristianos volverle la espalda a los pacientes de sida? ¿Cómo era posible que a la gente no le importara? Pensaba en cómo Jesús se preocupaba por los leprosos y las prostitutas. Recordé mis batallas para conseguir que se respetaran los derechos de los enfermos terminales. Poco a poco fuimos sabiendo de mujeres heterosexuales y de bebés que contraían la enfermedad. Nos gustara o no, todos teníamos que comprender que el sida era una epidemia que exigía nuestra compasión, nuestra comprensión y nuestro amor.
En una época en que nuestro planeta estaba amenazado por los residuos nucleares, los desechos tóxicos y una guerra que podía ser peor que cualquiera otra de la historia, el sida nos desafiaba colectivamente como seres humanos. Si no lográbamos encontrar en nuestros corazones la caridad para tratarlo, entonces estaríamos condenados. Después escribiría: «El sida representa un peligro para la humanidad, pero, a diferencia de la guerra, es una batalla que se desarrolla en el interior. ¿Vamos a elegir el odio y la discriminación, o vamos a tener el valor de elegir el amor y el servicio?»
Hablando con los primeros enfermos de sida tuve la sospecha de que sufrían de una epidemia creada por el hombre. En las primeras entrevistas, muchos de ellos decían que les habían puesto una inyección que supuestamente curaba la hepatitis. Jamás tuve tiempo para investigar eso, pero si era cierto, sólo significaba que teníamos que luchar mucho más contra el mal.