Read La rueda de la vida Online
Authors: Elisabeth Kübler-Ross
—Tenemos que llevarla al hospital —dijo Ann.
—Chorradas —conseguí decir—. ¿Qué pueden hacer para una embolia? No hacen nada fuera de observar.
Pero, consciente de que al menos necesitaba un reconocimiento, las dejé que me llevaran al Centro Médico de la Universidad de Virginia. Esa noche estuve sentada en la sala de urgencias. Allí era la única paciente que se moría de ganas de tomar una taza de café y fumar un cigarrillo. Lo mejor que se les ocurrió hacer fue enviarme a un médico que se negó a admitirme a menos que dejara de fumar.
—¡No! —exclamé.
Él se cruzó de brazos, con aire de gran autoridad, para demostrar que él era quien mandaba allí. Yo no tenía idea de que era el jefe de la unidad de apoplejía. Ni me importaba.
—Es mi vida —le dije.
Mientras tanto, un médico joven, divertido por la pelea, comentó que la esposa de un importante catedrático de la universidad había hecho uso de su influencia para que la ingresaran en una habitación privada donde pudiera fumar.
—Pregúntenle si le importaría tener una compañera de habitación —les pedí.
La señora estuvo encantada de tener compañía. Tan pronto como cerraron la puerta, mi compañera de cuarto, una simpática e inteligente señora de setenta y un años, y yo encendimos nuestros cigarrillos.
Nos comportábamos como dos adolescentes traviesas. Apenas oíamos pasos, yo daba la señal y escondíamos cigarrillos.
Reconozco que yo no era una paciente fácil, pero de todas formas no me trataron bien. Nadie hizo un historial completo de mi caso, nadie me hizo un examen exhaustivo. Durante la noche, a cada hora venía una enfermera y me ponía una linterna encendida ante los ojos.
—¿Está durmiendo? —me preguntaba.
—¡Ya no! —gruñía yo.
La última noche que estuve en el hospital le pregunté a la enfermera si podían despertarme con música.
—No podemos hacer eso —contestó.
—¿Y entonando una melodía, cantada o silbada?
—Tampoco podemos hacer eso.
Eso fue lo único que oí: «No podemos hacer eso.»
Finalmente me harté. A las ocho de la mañana del tercer día, fui cojeando hasta el puesto de las enfermeras, seguida de cerca por mi compañera de cuarto, y me di el alta.
—No puede marcharse —me dijeron.
—¿Cuánto apostamos?
—Pero es que no puede.
—Soy médica.
—No, usted es una paciente.
—Los pacientes también tenemos derechos. Voy a firmar los papeles.
En casa me recuperé mejor y más rápido que lo que me habría recuperado en el hospital. Dormía bien y me alimentaba bien. Me inventé un programa de rehabilitación. Cada día me vestía y subía la extensa colina de detrás de mi granja. Aquello era naturaleza pura en su estado más salvaje, de modo que podía haber osos y serpientes al acecho detrás de los árboles y rocas. Al principio subía a gatas la pendiente, avanzando lenta y laboriosamente. Al final de la primera semana ya podía caminar apoyada en un bastón, iba recuperando las fuerzas. Durante mis excursiones cantaba a voz en cuello, lo que era un ejercicio fabuloso y, gracias a mi voz horrorosamente desentonada, el canto me servía también de protección contra los animales salvajes.
Al cabo de cuatro semanas, y a pesar del pesimismo de mi médico, ya era capaz de caminar y hablar bien. Afortunadamente había sido una embolia «leve», de modo que reanudé mis tareas en el jardín y la huerta, mis escritos y mis viajes, en fin, todo lo que hacía antes. Pero había sido un aviso muy claro de que debía aminorar el paso. ¿Estaba yo dispuesta a hacerlo? De ningún modo, como lo demostré en una charla que di en octubre a los médicos del hospital del que me había dado de alta yo misma dos meses antes.
—Me habéis curado —les dije en broma—. En dos días me quitasteis para siempre las ganas de estar hospitalizada a no ser que se trate de una superurgencia.
En el verano de 1989 recogimos la mejor cosecha que habíamos tenido hasta la fecha. Llevaba cinco años en mi granja, había trabajado en ella cuatro y estaba saboreando los frutos y verduras de mi ardua labor. Es cierto lo que dice la Biblia: se recoge lo que se siembra. A principios de otoño, cuando asomaban los primeros colores de la estación, terminé el envasado de las conservas y comencé a plantar en el invernadero las semillas para el año siguiente. La vida en la naturaleza me hacía valorar más nuestra dependencia de la Madre Tierra, y comencé a prestar más atención a las profecías de los indios hopi y del Apocalipsis.
Me inquietaba el futuro del mundo. A juzgar por las noticias de los diarios y de la CNN, se veía sombrío. Yo daba crédito a las personas que advertían que pronto el planeta se vería estremecido por terribles catástrofes. En mis diarios abundaban los pensamientos dirigidos a evitar ese dolor y ese sufrimiento. «Si consideramos que todos los seres vivos son dones de Dios, creados para nuestro placer y disfrute, para que los amemos y respetemos, y cuidamos de nosotros mismos con el mismo cariño, el futuro no será algo que haya que temer, sino apreciar.»
Desgraciadamente esos diarios fueron destruidos. Pero recuerdo algunas otras entradas:
• «Nuestro hoy depende de nuestro ayer, y nuestro mañana depende de nuestro hoy.»
• «¿Te has amado hoy?»
• «¿Has admirado y agradecido a las flores, apreciado los pájaros y contemplado las montañas, invadida por un sentimiento de reverencia y respeto?»
Ciertamente había días en que sentía mi edad, cuando el cuerpo dolorido me recordaba que no debería ser tan impaciente. Pero cuando planteaba los grandes interrogantes de la vida en mis seminarios me sentía tan joven, tan llena de vitalidad y esperanza, como cuando, cuarenta años atrás, hice mi primera visita domiciliaria como médica rural. La mejor medicina es la medicina más simple.
Comencé a acabar los seminarios diciendo: «Aprendamos todos a amarnos y perdonarnos, a tener compasión y comprensión con nosotros mismos.» Era un resumen de todos mis conocimientos y experiencias. «Entonces seremos capaces de regalar eso mismo a los demás. Sanando a una persona podemos sanar a la Madre Tierra.»
Después de siete años de trabajo, luchas y lágrimas, me alegró tener un buen motivo para hacer una celebración. Una luminosa tarde de julio de 1990, supervisé la magnífica inauguración oficial del Centro Elisabeth Kúbler-Ross, acontecimiento que en realidad había comenzado hacía veinte años, cuando sentí el primer impulso de poseer una granja. Aunque ya veníamos utilizando las instalaciones para los seminarios, por fin habían terminado los trabajos de construcción.
Al contemplar los edificios, las cabañas, e incluso la bandera de Estados Unidos ondeando fuera del Centro, una parte de mí no podía creer lo que veía. Ese sueño había resistido mi divorcio, adquirido impulso cuando comencé Shanti Nilaya en San Diego y sobrevivido milagrosamente a mi crisis de fe con B. y mi batalla con la gente de la localidad, que habrían preferido que esta vieja, a la que llamaban amante del sida, cogiera el primer autobús que saliera de la ciudad.
Después de la bendición, impartida de modo conmovedor por mi viejo amigo Mwalimu Imara, hubo música country y espirituales negros, y suficiente comida casera para alimentar a los quinientos amigos que habían acudido, algunos desde lugares tan remotos como Alaska y Nueva Zelanda.
También hubo mucha conversación y puesta al día con ex pacientes y familiares. Fue un día maravilloso que renovó mi fe en el destino. Es cierto que no podían estar presentes todas las personas a las que había asistido en mi vida y de las que tanto había aprendido, pero sólo hacía dos meses había recibido un inolvidable recordatorio de todas ellas, y de por qué podía considerarme afortunada. Decía:
Querida Elisabeth:
Hoy es el Día de la Madre y en este día tengo muchas más esperanzas de las que tenía hace cuatro años. Ayer regresé de Virginia, donde he asistido al seminario «La vida, la muerte y la transición», y siento la necesidad de escribirte para decirte cómo me ha afectado.
Hace tres años murió mi hija Katie, a los seis años, de un tumor cerebral. Poco después mi hermana me envió un ejemplar de la historia de Dougy, y las palabras que escribiste en esa hoja informativa me conmovieron profundamente. El mensaje de la oruga y la mariposa continúa dándome esperanzas y fue muy importante para mí escuchar tu mensaje el jueves pasado. Gracias por estar ahí y hablar con nosotros.
Sería muy difícil enumerar todos los dones recibidos durante esa semana, pero sí quiero concretarte algunos de los dones que recibí de la vida y la muerte de mi hija. Gracias a ti, entiendo más lo que significaron la vida y muerte de mi hija. Durante toda su vida nos unieron lazos muy especiales, pero esto lo vi con más claridad durante su enfermedad y muerte. Ella me enseñó muchísimo cuando murió y continúa siendo mi maestra.
Katie murió en 1986, después de una batalla de nueve meses contra un tumor maligno en el tronco encefálico. A los cinco meses de enfermedad perdió la capacidad de caminar y de hablar, pero no de comunicarse. La gente se sentía muy confundida cuando la veía en ese estado semicomatoso y cuando yo afirmaba que la niña y yo no parábamos de charlar. Ciertamente yo continué hablando con ella y ella conmigo. Insistimos en que le permitieran morir en casa, e incluso la llevamos a pasar unos días en la playa dos semanas antes de su muerte. Esos días fueron importantísimos para nosotros; había también sobrinas y sobrinos pequeños que durante esa semana aprendieron mucho sobre la vida y la muerte. Sé que recordarán durante mucho tiempo cómo nos ayudaron a cuidar de ella.
Katie murió a la semana de haber regresado a casa. Ese día comenzó como de costumbre, dándole sus medicamentos y comida, bañándola y conversando con ella. Esa mañana, cuando su hermana de diez años se iba a la escuela, Katie emitió unos sonidos (hacía meses que no lo hacía), y yo comenté que le había dicho «Adiós» a Jenny antes de que se marchara a la escuela. La noté muy cansada y le prometí que ya no la movería más ese día. Le dije que no tuviera miedo, que yo estaría con ella y que estaría muy bien. Le dije que no tenía por qué aferrarse a mí, y que cuando muriera se sentiría segura y rodeada por personas que la amaban, por ejemplo su abuelo, que había muerto hacía dos años. Le dije que la echaríamos mucho de menos, pero que estaríamos bien. Después me senté con ella en la sala de estar. Esa tarde, cuando volvió Jenny de la escuela, la saludó y después se fue a otra habitación a hacer sus deberes. Algo me dijo que fuera a ver a Katie y comencé a limpiarle el tubo por donde se alimentaba, que estaba goteando. Cuando la miré vi que se le ponían blancos los labios. Hizo dos inspiraciones y dejó de respirar. Le hablé; ella cerró y abrió los ojos dos veces, y murió. Yo sabía que no podía hacer nada, fuera de abrazarla, y eso hice. Me sentí muy triste, pero también con mucha paz. En ningún momento se me pasó por la mente practicarle la reanimación, cosa que sé hacer. Gracias a ti, entiendo por qué. Sabía que su vida acabó cuando tuvo que acabar, que había aprendido todo lo que vino a aprender, y que había enseñado todo lo que vino a enseñar. Ahora paso la mayor parte del tiempo tratando de comprender todo cuanto me enseñó durante su vida y con su muerte.
Inmediatamente después de que muriera, y aún hasta hoy día, experimenté una oleada de energía y sentí deseos de escribir. Escribí durante varios días, y continúan sorprendiéndome la cantidad de energía y los mensajes que recibo.
En cuanto murió me llegó el mensaje de que tengo una misión en mi vida, que vivir significa acercarse y dar a los demás. «Katie vivirá eternamente, como todos nosotros. Hemos de compartir con los demás la esencia de lo que es más valioso. Amar, compartir, hablar, enriquecer la vida de otras personas, acariciar y recibir caricias, ¿hay otra cosa que esté a la altura de estos momentos?»
Así pues, a partir de la muerte de Katie me he embarcado en una nueva vida; comencé un curso de orientación que terminé en diciembre, empecé a trabajar con personas enfermas de sida, y a comprender cada vez más mis lazos espirituales con Katie y con Dios.
También me gustaría contarte un sueño que tuve varios meses después de la muerte de Katie. Este sueño me pareció muy real, y cuando desperté comprendí que era muy importante. Tu charla del jueves pasado me hizo ver con más claridad aún su significado:
En el sueño llegaba junto a un riachuelo que me separaba de otro lugar. Me di cuenta de que tenía que ir a ese lugar. Vi un puente muy estrecho que cruzaba el riachuelo. Mi marido estaba conmigo y me siguió durante un rato; después tuve que llevarlo en brazos por el puente.
Cuando llegamos al otro lado, entramos en una casa. Había allí muchos niños, cada uno llevaba una tarjeta con su nombre y dibujos. Vimos a Katie, y entonces comprendimos que ésos eran todos los niños que habían muerto y que teníamos permiso para hacerles una corta visita. Nos acercamos a Katie y le preguntamos si podíamos abrazarla. «Sí —nos dijo—, podemos jugar un rato, pero no puedo marcharme con vosotros.» Le dije que ya sabía eso. Estuvimos allí un rato y jugamos con ella, pero después tuvimos que marcharnos.
Desperté con la clara sensación de que había estado con Katie esa noche. Ahora sé que así fue.
Besos, M. P.
No había otra manera de considerarlo; estaba rodeada de asesinos, personas que habían cometido algunos de los peores crímenes contra seres humanos de los que yo tuviera noticia. Tampoco había forma de escapar; todos estábamos encerrados entre rejas en una cárcel de máxima seguridad de Edimburgo. Y lo que yo les pedía a esos asesinos era una confesión, pero no de los terribles crímenes que habían cometido, no; lo que les pedía era algo mucho más difícil, mucho más doloroso. Deseaba que reconocieran el dolor interior que los había llevado al asesinato.
Ciertamente era un método de reforma nuevo, pero yo pensaba que ni siquiera una condena a cadena perpetua podía servir para que el asesino cambiara, a menos que exteriorizara el trauma que lo había impulsado a cometer ese cruel delito. Ésa era también la teoría que respaldaba mis seminarios. En 1991 propuse a numerosas cárceles, muchas de Estados Unidos, organizar un seminario entre rejas y sólo esa cárcel escocesa aceptó mis condiciones: que la mitad de los participantes en el seminario fueran reclusos y la otra mitad funcionarios de la cárcel.
¿Resultaría? Basándome en mi experiencia, no me cabía duda. Durante una semana entera, vivimos todos en la cárcel, comimos la misma comida de los reclusos, dormimos en los mismos camastros duros, todos se ducharon en las mismas duchas (yo no, prefería apestar que congelarme) y estuvimos encerrados con llave por la noche. Al final del primer día ya la mayoría de los reclusos había explicado por qué habían sido encarcelados, e incluso a los más empedernidos les corrían las lágrimas por las mejillas. Durante el resto de la semana casi todos contaron historias de infancias marcadas por abusos sexuales y emocionales.