Read La rueda de la vida Online
Authors: Elisabeth Kübler-Ross
Los niños, un chico de ocho años y una chica de seis, me esperaban en Zúrich. Antes de recogerlos pasé por mi casa para descansar un poco, tomar un refrigerio y coger nuevas mudas de ropa. Si hubiera estado mi madre, tal vez me habría evitado problemas posteriores, pero no había nadie en casa. Olvidando la prohibición de mi padre dejé una nota con un breve saludo y una explicación de mis planes.
En la estación, el jefe del Servicio de Voluntarios de Zúrich añadiría una nueva tarea a mi misión; me pidió que fuera a Praga a comprobar las condiciones en que se encontraba un orfanato. A pesar del riesgo, acepté. Y cualquier temor que hubiera sentido acerca de los posibles peligros se desvaneció durante el viaje tranquilo y sin incidentes hasta Varsovia. Una vez allí, y pese al dominio comunista, entregué los niños a sus padres y después me dediqué a curiosear por la ciudad hasta avanzada la noche. Me sorprendió agradablemente ver caras sonrientes, flores en los mercados y muchos más alimentos que los que había visto allí hacía dos años.
Praga presentaba una imagen muy diferente. Antes de atravesar las barreras levantadas en las afueras de la ciudad uno debía someterse a un minucioso y humillante registro; tuve que desnudarme, como si fuera una delincuente. Los desagradables guardias incluso me robaron el paraguas y otras pertenencias. Fue la primera vez en todos mis viajes que pasé miedo. En cuanto a la ciudad, guardo un mal sabor de negatividad y desconfianza de todos los lugares que visité. Tiendas vacías, caras tristes y ni una sola flor a la vista. Habían ahogado todo el espíritu.
El orfanato resultó ser una pesadilla. Se me partió el corazón de pena por los niños que vivían allí. Su situación era repugnante; sucios, mal alimentados y, lo peor de todo, desprovistos por completo de cariño. En todo caso, yo no podía hacer nada. Los policías no se apartaron de mí durante toda la visita, y por último me dijeron claramente que no era bienvenida allí.
Aunque me sentí furiosa, no era ninguna tonta. No había manera de combatir contra el potente ejército checo y ganar. Pero tampoco no iba a huir derrotada. Antes de salir del orfanato vacié mi mochila y regalé toda mi ropa, zapatos, mantas y todo lo demás que llevaba. Durante el corto viaje de regreso a Zúnch pensé que ojalá hubiera podido hacer más en Praga, pero me consolé con la vislumbre de esperanza que quedaba en Varsovia.
«Jejdje Polsak nie ginewa»
, entoné en voz baja. «Polonia aún no está perdida. No, Polonia aún no está perdida.»
Como todos los hijos, siempre me emocionaba volver a casa después de un viaje, particularmente de ése. Cuando llegué a la puerta del apartamento, que no era capaz de contener los exquisitos efluvios de las deliciosas comidas de mi madre, oí una animada conversación en medio del ruido de platos y fuentes. La voz más alta, que hacía muchísimo tiempo que no oía, me hizo brincar de alegría; era la de mi hermano. Ernst llevaba años viviendo en Paquistán y la India. Nuestra comunicación había sido por correo y muy superficial, lo que convertía su excepcional visita en algo muy especial. Pensé que tendríamos muchísimo tiempo para charlar y ponernos al día y para ser una familia completa como en los viejos tiempos.
Pero mis pensamientos resultaron ser sólo ilusiones. Mientras permanecía allí preguntándome cómo estaría Ernst después de tanto tiempo, repentinamente se abrió la puerta. Allí estaba mi padre, que me había visto por la ventana, impidiéndome el paso. Estaba furioso.
—¿Quién es usted? —me preguntó muy serio—. No la conocemos.
Supuse que iba a sonreír y decirme que era una broma, pero me cerró bruscamente la puerta en las nances. Comprendí que había descubierto dónde había estado. No recordaba la nota escrita a toda prisa, pero entendí que me castigaba por ser desobediente. Oí alejarse sus pasos por el parqué y después, silencio. Dentro de casa se reanudó la conversación, aunque menos animada que antes, y ni mi madre ni mis hermanas acudieron a rescatarme. Conociendo a mi padre, me imaginé que les había prohibido acercarse a la puerta.
Si ése era el precio que tenía que pagar por hacer lo que me parecía correcto y no lo que se esperaba de mí, entonces no tenía otra opción que ser tan dura o más que mi padre. Pasados unos momentos de angustia, finalmente me fui caminando sin rumbo por la
Klosbachstrasse
hasta llegar a la pequeña cafetería de la estación de tranvías, donde había un lavabo y podría comer algo. Pensé que podría dormir en mi laboratorio, pero el problema era que no llevaba ninguna muda de ropa; la había regalado toda en Praga.
Entré en la cafetería y pedí algo para comer. No me cabía duda de que mi madre estaría dolida con mi padre, pero le sería imposible hacerle cambiar de opinión. Ciertamente mis hermanas podían haberme ayudado, pero las dos tenían su propia vida. Erika se había casado, y Eva estaba prometida con Seppli Bucher, campeón de esquí y poeta. Era evidente que yo estaba sola y todo era un lío. Pero no sentí ningún pesar. Muy a tiempo recordé un poema que tenía colgado mi abuela encima de la cama para huéspedes, donde había pasado muchas noches cuando era niña. Más o menos traducido, decía:
Cuando crees que ya no puedes más
siempre aparece
(como salida de la nada)
una lucecita.
Esta lucecita
renovará tus fuerzas
y te dará la energía
para dar un paso más.
Estaba tan agotada que empecé a quedarme dormida apoyada en la mesa. De pronto desperté sobresaltada al oír mi nombre; levanté la vista y vi a mi amiga Cílly Hofmeyr que me hacía señas desde el otro lado de la cafetería. Vino a sentarse a mi mesa. Cilly era una prometedora logoterapeuta que se graduó en el hospital cantonal; coincidió al mismo tiempo que yo obtenía el título de técnica de laboratorio. Desde entonces no nos habíamos visto, pero ella seguía siendo la misma chica simpática y atractiva que yo recordaba. En seguida me contó lo mucho que deseaba mudarse del apartamento de su madre e independizarse.
Resultó que llevaba semanas buscando apartamento y sólo había encontrado uno asequible para sus medios. Era un ático sin ascensor, al que se ascendía por una escalera de noventa y siete peldaños, pero daba al lago de Zúrich y la vista era maravillosa; además tenía agua corriente y estaba muy bien situado en cuanto a medios de transporte. La única pega era que el dueño sólo lo alquilaba si el arrendatario accedía a alquilar también una habitación que estaba separada del resto por el pasillo.
Eso la decepcionaba, pero a mí me pareció perfecto.
—¡Cojámoslo! —exclamé, incluso antes de explicarle la situación en que me encontraba.
Al día siguiente firmamos el contrato de alquiler y nos mudamos. A excepción de un precioso y enorme escritorio antiguo, mis muebles procedían del Ejército de Salvación. Cilly, que se dedicaba a la música con mucho talento, logró meter, no sé cómo, en su apartamento un piano de media cola. Esa tarde fui a casa aprovechando que no estaba mi padre, y le expliqué a mi madre dónde estaba viviendo, sin olvidar contarle lo de la preciosa vista que tenía desde mi ventanuca. También me llevé ropa y la invité a visitarme con mis hermanas.
Aunque mis cortinas eran unas sábanas viejas, mi nuevo hogar era un nido acogedor. Cilly y yo teníamos invitados casi todas las noches. Sus amigos de la orquesta de cámara de la localidad nos proveían de música maravillosa, y mi colección de universitarios extranjeros, nostálgicos de su hogar, nos proveía de conversación intelectual. Un estudiante de arquitectura turco nos llevaba su propia cafetera de cobre y halva para postre. Mis hermanas me visitaban con frecuencia. No era una casa preciosa, como la de mis padres, pero yo no la habría cambiado por nada del mundo.
En otoño de 1950 me dispuse a hacer lo necesario para entrar en la Facultad de Medicina. Me pasé todo el año siguiente trabajando durante el día en el laboratorio con el profesor Amsler y estudiando por la noche para el Matura. El programa de estudios incluía desde trigonometría y Shakespeare hasta geografía y física. Lo normal eran tres años de preparación, pero con mi acelerado ritmo de trabajo estuve preparada en sólo doce meses.
Cuando llegó el momento, llené la solicitud, pero no tenía los 500 francos suizos para la matrícula. Mi madre no podía ayudarme, porque habría tenido que pedirle ese dinero a mi padre. Por un momento mi situación pareció no tener solución. Pero entonces mi hermana Erika y su marido Ernst me prestaron el dinero que habían ahorrado para una nueva cocina: exactamente 500 francos.
Las pruebas para el Matura tuvieron lugar durante los primeros días de septiembre de 1951. Fueron cinco días completos de exámenes intensivos, entre los cuales había también trabajos escritos. Para aprobar, el promedio de la suma de todas las notas tenía que superar un cierto mínimo. No tuve dificultad en los exámenes de física, matemáticas, biología, zoología y botánica, pero el de latín fue un desastre. Lo había hecho tan bien en todos los demás que el catedrático de latín se mostró muy apenado cuando tuvo que suspenderme. Afortunadamente yo había tomado en cuenta eso cuando preparé mi estrategia de estudios. No tenía la menor duda de que había aprobado.
La notificación oficial me llegó por correo la víspera del cumpleaños de mi padre. Aunque todavía no habíamos hablado, le preparé un regalo especial, un calendario en el cual escribí en las respectivas fechas: «Feliz cumpleaños» y «Aprobé el Matura». Se lo dejé en casa esa tarde, y al día siguiente lo esperé fuera de su oficina para ver su reacción. Sabía que se sentiría orgulloso.
No me equivoqué en mi corazonada. Aunque al principio no pareció alegrarse de verme, su mueca de desagrado se convirtió en una sonrisa. No era lo que se dice una disculpa, pero era la primera muestra de afecto que recibía de él en más de un año. Eso me bastó. El hielo continuó derritiéndose. Esa noche al volver del laboratorio, mis hermanas se presentaron en mi apartamento con un mensaje: «Padre quiere que vayas a cenar a casa.»
Ante una deliciosa comida, mi padre brindó por mi éxito. Lo principal era que todos estábamos nuevamente reunidos y por lo tanto celebramos muchas más cosas que mis resultados en el examen.
El psiquiatra que más influyó en mi trabajo con la muerte y los moribundos fue C. G. Jung. Cuando estudiaba primer año de medicina solía ver al legendario psiquiatra suizo dando largos paseos por Zúrich. Ese personaje, al parecer siempre sumido en profundas reflexiones, era una figura conocida en las aceras y los alrededores del lago. Yo sentía una misteriosa conexión con él, una familiaridad que me decía que nos habríamos entendido fabulosamente bien. Pero por desgracia jamás me presenté a él; de hecho, hacía lo imposible por evitar al gran hombre. En cuanto lo divisaba, me cambiaba de acera o tomaba otra dirección. Ahora lo lamento. Pero en ese tiempo pensaba que si hablaba con él me haría psiquiatra, y eso estaba muy al final de mi lista.
Desde el momento en que entré en la Facultad de Medicina, comencé a hacer planes para ser médica rural. En Suiza eso es lo normal, forma parte del trato. Los médicos recién titulados comienzan a ejercer la profesión en el campo. Es como un aprendizaje que introduce a los nuevos galenos en la medicina general antes de que se decidan por alguna especialidad como cirugía u ortopedia. Si les gusta la medicina rural, continúan ejerciéndola en el campo, que era lo que yo me veía haciendo dentro de siete años.
En todo caso, ese sistema era muy eficiente. Producía buenos médicos, cuya primera consideración era el enfermo, muy por delante de la paga.
Tuve un buen comienzo en la facultad; avanzaba como una bala en las materias básicas: ciencias naturales, química, bioquímica y fisiología. Pero mi primer encuentro con la anatomía casi me cuesta la expulsión de la facultad. El primer día observé que todos los alumnos que me rodeaban hablaban un idioma para mí desconocido. Creyendo que me había equivocado de sala me levanté para marcharme. El catedrático, profesor desconsiderado y apegado a la disciplina, interrumpió su disertación y me reprendió por perturbar la clase. Yo traté de explicárselo.
—No se ha confundido —me dijo—. Las mujeres deberían estar en casa cocinando y cosiendo en lugar de estudiar medicina.
Me sentí humillada. Más adelante me di cuenta de que un tercio de la clase eran alumnos procedentes de Israel, que estaban allí gracias a un acuerdo entre los dos gobiernos, y que el idioma extranjero que había oído era hebreo. Después tendría otro encontronazo con el mismo catedrático de anatomía. Cuando se enteró de que varios alumnos de primer año, entre los cuales estaba yo, en lugar de estudiar nos dedicábamos a reunir fondos para ayudar a un estudiante israelí que estaba en muy mala situación económica, expulsó al alumno que organizó la colecta y a mí me dijo que me fuera a mi casa y estudiara para modista.
Fue una lección dura, pero pensé que ese profesor había olvidado otra lección fundamental y decidí soltárselo, arriesgando así mi carrera futura:
—Sólo queríamos ayudar a un compañero en desgracia —le dije—. ¿No juró usted hacer lo mismo cuando recibió el título de médico?
Encajó bien mi argumento. Volvieron a admitir al compañero que había sido expulsado y yo continué ayudando a otros, generalmente a algún extranjero. Me hice amiga de varios alumnos indios. Uno tenía un amigo que había quedado parcialmente ciego a consecuencia de una mordedura de rata. Estaba hospitalizado en el departamento del doctor Amsler, donde yo continuaba trabajando cinco noches a la semana. Ese chico, que era de una aldea próxima al Himalaya, tenía miedo, estaba deprimido, y llevaba días sin comer.
Yo sabía por experiencia lo terrible que es estar enfermo lejos de casa. Así pues, conseguí que le prepararan alguna comida india condimentada con curry. También conseguí permiso para que alguno de sus amigos indios lo acompañara en su habitación fuera de las horas de visita mientras lo preparaban para operarlo. Pequeños detalles. Pero recuperó rápidamente las fuerzas.
En agradecimiento, recibí una invitación del entonces primer ministro Nehru a una recepción oficial en el consulado de la India en Berna. Fue una fiesta muy elegante celebrada al aire libre, en el jardín. Me puse un precioso sari que me habían regalado mis amigos indios. La hija de Nehru, Indira Gandhi, la futura primera ministra, me regaló un ramo de flores acompañado de una mención honrosa, aunque para mí significó muchísimo más su amabilidad personal. Durante la recepción me acerqué a su padre para pedirle que me firmara un ejemplar de su famoso libro The Unity of India (La unidad de la India).