La rueda de la vida (13 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

BOOK: La rueda de la vida
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—Un pequeño dolor de estómago —me contestó—. El doctor dice que tengo úlcera.

Conociendo a mi cuñado, mi intuición me dijo que ese hombre de montaña fuerte y relajado no podía tener úlcera; así pues, me puse muy pesada y diariamente le preguntaba sobre su estado, e incluso fui a hablar con su médico. A éste le sentaron mal mis dudas respecto a su diagnóstico. «Todos los estudiantes de medicina sois iguales —se mofó—, creéis que lo sabéis todo.»

Yo pensaba que Seppli estaba gravemente enfermo, y no era la única; Eva sentía temores similares. Angustiada, veía debilitarse la salud de su marido. Para ella fue un gran alivio poder hablar del asunto, incluso cuando yo planteé la posibilidad de que se tratara de cáncer. Llevamos a Seppli al mejor médico que yo conocía, un médico rural de cierta edad que también impartía algunas clases en la universidad, que realmente «escuchaba» a los pacientes y tenía una excelente reputación por sus diagnósticos certeros. Después de un breve reconocimiento, confirmó nuestras peores sospechas y sin pérdida de tiempo programó una operación para la semana siguiente.

Tuve que contestar centenares de preguntas en mis exámenes, pero ninguna se parecía a las que yo tenía en mi cabeza. Eva no era muy fuerte, de modo que yo llevé a su marido al hospital. El cirujano ya me había invitado a estar presente durante la operación. Con Eva habíamos acordado que si el resultado era grave yo la llamaría y le diría «Yo tenía razón». El resto dependería del destino. En cuanto a Seppli, que sólo tenía veintiocho años y llevaba menos de uno casado, afrontaba ese desgraciado giro del destino con la misma elegancia con que practicaba el esquí alpino.

Yo intenté hacer lo mismo cuando entré en el quirófano. Fue terrible el papel de observadora, pero no quité los ojos de Seppli en ningún momento, ni siquiera cuando el cirujano hizo la primera incisión. Una vez abierto el estómago, fue más terrible aún. Primero vimos una pequeña úlcera en la pared interior. Después el cirujano movió la cabeza. Seppli tenía el estómago lleno de densos tumores malignos. No había nada que hacer.

—Lo siento, pero tenías razón en tus corazonadas —comentó el cirujano.

Mi hermana aceptó la noticia en dolorido silencio.

—No se podía hacer nada —le expliqué.

Hablamos de nuestra sensación de impotencia, de nuestra rabia, sobre todo con el primer médico de Seppli que ni siquiera consideró la posibilidad de que fuera algo grave cuando, si se hubiera intervenido a tiempo, quizás hubiera podido salvarle la vida.

Mientras Seppli dormía en la sala de recuperación, me senté en su cama y lo vi en mi imaginación en el hermoso coche antiguo tirado por caballos que los llevó a él y a Eva por la ciudad, hacía menos de doce meses, desde nuestra casa hasta la capilla tradicional para bodas.

En aquella ocasión el mundo parecía estar en orden. Mis dos hermanas estaban casadas, todo el mundo estaba tremendamente feliz y yo esperaba dirigirme al altar en un futuro no muy lejano. Pero al mirar a Seppli comprendí que no se puede contar con el futuro. La vida está en el presente.

Cuando despertó, Seppli aceptó su estado sin hacer ninguna pregunta; escuchó a su médico decirle exactamente lo que necesitaba oír mientras yo le apretaba la mano, como si mi fuerza lo fuera a sanar. Hacerse esas ilusiones es normal, pero no es realista. Al cabo de varias semanas volvió a casa, donde mi hermana le proporcionó cuidados, cariño y comodidad durante los últimos meses de su vida.

Un precioso día de otoño de 1957, los siete años de arduo trabajo dieron su fruto.

—Ha aprobado —me dijo el examinador jefe de la universidad—. Ya es médica.

Mi celebración fue agridulce; estaba deprimida por Seppli, y además me sentía decepcionada porque en el último momento fracasó el proyecto de irme a trabajar seis meses en la India como cirujano; la mala noticia me llegó tan tarde que yo ya había regalado toda mi ropa de invierno. Pero si no hubiera ocurrido eso, probablemente no me habría casado con Manny.

Nos amábamos, pero no éramos la pareja perfecta. Para empezar, él se oponía a mi viaje a la India. Quería que nos fuéramos a Estados Unidos cuando él terminara su último semestre, y mi opinión de Estados Unidos era bastante mala gracias al detestable comportamiento de los estudiantes que había conocido.

Pero cuando se torcieron mis planes, decidí arriesgarme. Elegí a Manny y un futuro en Estados Unidos.

Lo irónico fue que los funcionarios de la embajada de Estados Unidos rechazaron mi solicitud de visado; gracias al lavado de cerebro realizado por el macartismo, suponían que cualquier persona que, como yo, hubiera viajado a Polonia tenía que ser comunista. Pero ese argumento dejó de tener vigencia cuando Manny y yo nos casamos en febrero de 1958. Celebramos una breve ceremonia civil, en gran parte para que Seppli pudiera actuar de padrino antes de que fuera demasiado tarde. Al día siguiente ingresó en el hospital. Tal como fueron las cosas, no habría podido asistir a la boda más espléndida y formal que habíamos pensado celebrar en junio cuando Manny terminara sus estudios.

Mientras tanto acepté un puesto temporal en Lagenthal, donde acababa de morir un médico rural venerado por la población, dejando a su esposa e hijo sin ingresos ni cobertura médica. La mayor parte del dinero que yo ganaba era para ellos, pero tenía todo lo que necesitaba y eso era suficiente. Igual que el médico que me precedió, a mis pacientes sólo les enviaba la factura una vez, y si alguno no podía pagar, no me preocupaba por eso. Casi todos daban algo. Si no podían pagar con dinero, aparecían con cestas a rebosar de frutas y verduras; incluso me llevaron un vestido hecho a mano que me sentó como hecho a medida. El día de la madre recibí tantas flores que mi consulta parecía una sala funeraria.

El día más triste que pasé en Langenthal fue también el más ocupado. Desde el momento en que abrí la puerta por la mañana, la sala de espera estuvo llena. Cuando estaba poniendo puntos de sutura en la herida de la pierna a una niña, recibí una llamada de Seppli; su voz era tan débil que más parecía un susurro. Era casi imposible hablar con él mientras la niñita lloraba sobre la camilla con la pierna a medio coser. Seppli sólo quería pedirme una cosa: que fuera a verlo inmediatamente. Apenada, le expliqué que no podía, ya que la sala de espera estaba atiborrada de pacientes y todavía tenía que cumplir las visitas domiciliarias. Tenía programado ir a verlo dentro de dos días. Tratando de hablar en tono optimista le dije que entonces nos veríamos.

Lamentablemente, no pudo ser así, y estoy segura de que por eso me llamó Seppli, urgiéndome que fuera a verlo una última vez. Como la mayoría de los moribundos que han aceptado la inexorable transición de este mundo al otro, sabía que le quedaba muy poco del precioso tiempo para despedirse. Murió a primera hora de la mañana siguiente.

Después de su funeral, a veces salía a caminar por los ondulantes campos de Langenthal; aspiraba el aire fresco perfumado por las coloridas flores de primavera, mientras pensaba que Seppli estaba en algún lugar por allí cerca. Solía hablar con él hasta sentirme mejor. Pero jamás me perdoné el no haber ido a verlo ese día.

Sabía muy bien que no debe hacerse caso omiso de la sensación de urgencia de un enfermo moribundo. En el campo, la atención a los enfermos era una tarea compartida. Siempre había algún familiar, fuera abuelo, abuela, padre, madre, tía, prima, hijo, o alguna vecina, que ayudaba a cuidar de una persona enferma. Lo mismo ocurría en el caso de enfermos muy graves o moribundos; todo el mundo participaba: amigos, familiares y vecinos. Simplemente se entendía que las personas se ayudan entre sí. De hecho, mis mayores satisfacciones en mi calidad de médico principiante no las recibí en la clínica ni en las visitas domiciliarias sino en las visitas a pacientes que necesitaban una persona amiga, palabras tranquilizadoras o unas pocas horas de compañía.

La medicina tiene sus límites, realidad que no se enseña en la facultad. Otra realidad que no se enseña es que un corazón compasivo puede sanar casi todo. Unos cuantos meses en el campo me convencieron de que ser buen médico no tiene nada que ver con anatomía, cirugía ni con recetar los medicamentos correctos. El mejor servicio que un médico puede prestar a un enfermo es ser una persona amable, atenta, cariñosa y sensible.

14. La doctora Elisabeth Kübler-Ross

Era una mujer adulta, una médica en ejercicio y estaba a punto de casarme, pero mi madre me trataba como a una niña pequeña. Me llevó al peluquero a que me arreglaran el cabello, me llevó a una especialista en maquillaje y me obligó a hacer todas esas tonterías femeninas que yo apenas toleraba. También me decía que no me quejara por ir a Estados Unidos, ya que Manny era un hombre inteligente y guapo con el que muchas mujeres desearían casarse. «Probablemente quiere que le ayudes a preparar sus exámenes finales», me decía.

Esa pulla fue una muestra de inseguridad por su parte. Quería que yo apreciara lo que tenía. Pero yo ya me sentía afortunada.

Después de que Manny aprobara los exámenes, y sin mi ayuda, nos casamos. Fue una gran celebración. Mi padre fue el único que no lo pasó en grande. Impedido por la fractura de cadera que había sufrido hacía unos meses, no pudo mostrar su agilidad y majestuosidad en la pista de baile, y eso lo deprimió. Pero lo compensó con creces mediante su regalo de bodas, una grabación de algunas de sus canciones favoritas cantadas por él mismo acompañado brillantemente al piano por Eva.

Después de la boda toda la familia fuimos a la Feria Mundial de Bruselas. Y después mis familiares nos despidieron desde el muelle cuando, junto con varios amigos de Manny que habían asistido a nuestra boda, mi marido y yo subimos a bordo del Liberté, el enorme transatlántico que nos llevaría a Estados Unidos. Ni las exquisitas comidas, ni el sol ni el baile en cubierta lograron calmar la tristeza que sentía al dejar Suiza y partir hacia un país por el que no sentía ningún interés. Sin embargo, me dejé llevar sin discutir, y por lo que escribí en mi diario, se ve que pensaba que era un viaje que tenía que hacer.

¿Cómo saben estos gansos cuándo es el momento de volar hacia el sol? ¿Quién les anuncia las estaciones? ¿Cómo sabemos los seres humanos cuándo es el momento de hacer otra cosa? ¿Cómo sabemos cuándo ponernos en marcha? Seguro que a nosotros nos ocurre igual que a las aves migratorias; hay una voz interior, si estamos dispuestos a escucharla, que nos dice con toda certeza cuándo adentrarnos en lo desconocido.

La noche anterior a nuestra llegada a Estados Unidos, en mi sueño me vi vestida de indio cabalgando por el desierto. En el sueño el sol era tan ardiente que desperté con la garganta seca y dolorida. Repentinamente también sentí sed de esa nueva aventura. Le conté a Manny que cuando era niña dibujaba escudos y símbolos indios y bailaba encima de una roca como un guerrero, a pesar de no haber visto nunca nada de la cultura aborigen de Estados Unidos. ¿Era una casualidad mi sueño? No me pareció probable. Curiosamente, eso me tranquilizó. Como una voz interior, me hizo percibir que lo desconocido podía ser en realidad como ir a casa.

Para Manny lo era. Bajo un fuerte aguacero, me señaló la Estatua de la Libertad. Miles de personas esperaban en el muelle para recibir a los pasajeros del barco. Allí estaban la madre de Manny, sordomuda, y su hermana. Durante años había oído hablar muchísimo de ellas. En ese momento sólo tenía muchas preguntas. ¿Cómo serían? ¿Recibirían bien a una extranjera en la familia? ¿A una mujer no judía?

Su madre era una muñeca cuya felicidad al ver a su hijo médico se manifestó en sus ojos con tanta claridad como si lo hubiera dicho con palabras. Su hermana fue otra historia. Cuando nos encontró, estábamos buscando nuestras quince maletas, baúles y cajas. Abrazó con fuerza a Manny; luego, esa mujer de Long Island que tenía una masa de hermosos cabellos muy bien peinados y vestía ropa nueva, me examinó el pelo empapado y la ropa mojada, que me daban el aspecto de haber venido nadando detrás del barco, y miró a su hermano como preguntándole: «¿Esto es lo mejor que lograste encontrar?»

Una vez pasado el control de aduana, donde retuvieron mi maletín médico, fuimos a cenar a casa de la cuñada de Manny. Vivía en Lynbrook, en Long Island. Durante la cena, cometí un pecado no intencionado al pedir un vaso de leche. Lo divertido es que yo jamás bebía leche y habría preferido una copa de brandy, pero creía que en Estados Unidos todos bebían leche; ¿acaso no era «el país de la leche y la miel»? Bueno pues, pedí leche. Mi marido me dio un fuerte pisotón bajo la mesa. Estábamos en una casa kosher
[1]
, me explicó.

—Tendrá que aprender a observar el kosher —comentó en tono sarcástico mi cuñada.

Después de la cena entré en la cocina, con la esperanza de estar un rato sola, y sorprendí a mi cuñada de pie junto al refrigerador mordisqueando un trozo de jamón. Al instante me puse de buen humor.

—No tengo la menor intención de observar el kosher —le dije—, y supongo que tú tampoco eres muy kosher.

Mi actitud mejoró un tanto cuando a las pocas semanas Manny y yo nos mudamos a nuestro apartamento. Este era pequeño, pero estaba muy cerca del hospital comunitario Glen Cove, donde los dos trabajábamos de residentes supervisados. Una vez que comenzó el trabajo me sentí notablemente más feliz, aunque el horario era agotador y el salario no nos alcanzaba para tener qué comer hasta fin de mes. Me encontraba muy a gusto al llevar una bata blanca y tener una lista de pacientes para ocupar mis pensamientos y energías.

Mis días comenzaban muy temprano. Preparaba el desayuno para Manny y después los dos trabajábamos hasta bien entrada la noche. Volvíamos a casa juntos, escasamente con las fuerzas suficientes para arrastrarnos hasta la cama. Todos los fines de semana estábamos de guardia en el hospital, atendiendo las 250 camas los dos solos. Mutuamente nos felicitábamos por nuestras fuerzas. Manny era un detective médico meticuloso y lógico; yo era intuitiva y tranquila, capaz de tomar rápidamente las necesarias decisiones en la sala de urgencias.

Rara vez teníamos tiempo para hacer algo que no fuera trabajo, y sí lo teníamos, no disponíamos de dinero. Había excepciones, eso sí. Una vez el jefe de Manny nos regaló entradas para el Ballet Bolshoi; fue una salida especial que nos entusiasmó. Nos pusimos nuestras mejores galas y cogimos el tren para Manhattan. Pero tan pronto como apagaron las luces yo me quedé dormida, y sólo desperté cuando bajaron por última vez el telón.

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