Read La rueda de la vida Online
Authors: Elisabeth Kübler-Ross
Esos recorridos quedaron impresos para siempre en nuestras almas.
En lugar de dirigirme a casa, donde con toda seguridad ya habría llegado la noticia de mi encontronazo con el pastor R., me metí a gatas en un lugar secreto que había descubierto en los campos de detrás de casa. Para mí ése era el lugar más sagrado del mundo. En el centro de un matorral tan espeso que, aparte de mí, ningún otro ser humano había penetrado allí jamás, se alzaba una enorme roca, de un metro y medio de altura más o menos, cubierta de musgo, líquenes, salamandras y horripilantes insectos. Era el único sitio donde podía fundirme con la naturaleza y donde ningún ser humano podría encontrarme. Trepé hasta lo alto de la roca. El sol se filtraba por entre las ramas de los árboles como por las vidrieras de una iglesia; levanté los brazos al cielo como un indio y entoné una oración inventada por mí dando gracias a Dios por toda la vida y por todo cuanto vive. Me sentí más cerca del Todopoderoso de lo que jamás me podrían haber acercado los sermones del pastor R.
De vuelta al mundo real, mi relación con el espíritu fue sometida a debate. En casa mis padres no me hicieron ninguna pregunta respecto al incidente con el pastor R.; yo interpreté su silencio como apoyo. Pero tres días después el consejo de la escuela se reunió en una sesión de urgencia para debatir el asunto. En realidad, el debate sólo concernía a la mejor manera de castigarme. No les cabía la menor duda de que yo había actuado mal.
Afortunadamente, mi profesor favorito, el señor Wegmann, convenció al consejo de que me permitieran dar mi versión del incidente. Entré muy nerviosa. Una vez que comencé a hablar miré fijamente al pastor R., que estaba sentado con la cabeza inclinada y las manos entrelazadas, presentando la imagen misma de la piedad. Después me dijeron que volviera a casa y esperara.
Transcurrieron lentísimos varios días, hasta que una noche el señor Wegmann se presentó en casa después de la cena. Informó a mis padres de que se me eximía oficialmente de asistir a las clases del pastor R. Nadie se molestó ni disgustó. La levedad del castigo implicaba que yo no había actuado mal. El señor Wegmann me preguntó qué pensaba. Le contesté que me parecía justo, pero que antes de decirlo oficialmente deseaba que se cumpliera una condición más. Quería que a Eva también se la eximiera de la clase. «Concedido», contestó el señor Wegmann.
Para mí no había nada más semejante a Dios ni más inspirador de fe en algo superior que la vida al aire libre. Los ratos culminantes de mi juventud fueron sin duda los pasados en una pequeña cabaña alpina en Aniden. Mi padre, que era un guía inmejorable, nos explicaba algo de cada flor y árbol. En invierno íbamos a esquiar. Todos los veranos nos llevaba a arduas excursiones de dos semanas, en las que aprendíamos el modo de vida espartano y una estricta disciplina. También nos permitía explorar los páramos, las praderas y los riachuelos que discurrían por los bosques.
Pero todos nos preocupamos cuando mi hermana Erika perdió el entusiasmo por esas excursiones. A partir de los doce años se le hizo cada vez más desagradable salir de excursión.
Cuando llegó el momento de emprender nuestra excursión escolar anual de tres días, en la que nos acompañaban varios adultos y una profesora, se negó rotundamente a participar. Eso debería haber constituido una indicación de que le ocurría algo grave. Habiendo hecho largas excursiones con mi padre, con muy poco alimento o comodidades, estábamos bien entrenadas para esas acampadas. Ni siquiera Eva ni yo entendíamos cuál podría ser su problema. Mi padre, que no toleraba el comportamiento de «mariquita», sencillamente impuso su ley y la obligó a ir.
Fue un error. Antes de salir para la excursión Erika se quejó de fuertes dolores en la pierna y la cadera. El primer día de excursión cayó enferma y entre un padre y una profesora la llevaron de vuelta a Meilen, donde la hospitalizaron. Ése fue el comienzo de años de sufrimiento a manos de médicos y hospitales. Aunque tenía paralizado un lado y cojeaba con la otra pierna, nadie logró establecer un diagnóstico. Sufría tan fuertes dolores que muchas veces, cuando volvíamos a casa de la escuela, Eva y yo la oíamos gemir en el dormitorio. Naturalmente eso nos hacía andar de puntillas por la casa y mover tristemente la cabeza por la pobre Erika.
Puesto que no lograban diagnosticar su dolencia, muchas personas pensaron que eso era histeria o simplemente una manera de librarse de los deportes y actividades físicas. Muchos años después, la tocóloga que asistiera a mi madre en nuestro nacimiento, se impuso la tarea de descubrir su enfermedad, que finalmente resultó ser una cavidad en el hueso de la cadera. Ahora se sabe que lo que tenía era poliomielitis combinada con osteoartritis. En aquel tiempo eso era difícil de diagnosticar. El doloroso tratamiento a que la sometieron en uno de los hospitales especializados en cirugía ortopédica consistió en obligarla a caminar a largas zancadas por una escalera mecánica.
Creían que si hacía suficiente ejercicio dejaría de «fingirse enferma».
A mí me causaba una terrible frustración ver lo que tenía que sufrir. Afortunadamente, una vez que establecieron el diagnóstico y le administraron el tratamiento adecuado, pudo ir a estudiar en un colegio de Zúrich y llevar una vida productiva y libre de dolor. Pero yo siempre pensé que un médico competente, atento y afectuoso habría hecho muchísimo más para sanarla. Incluso le escribí cuando ella estaba en el hospital contándole mi intención de convertirme exactamente en ese tipo de médico.
Lógicamente, el mundo necesitaba curación y pronto la necesitaría aún más. En 1939 la maquinaria bélica nazi estaba comenzando a poner en marcha su fuerza destructora. Nuestro profesor, el señor Wegmann, oficial del ejército suizo, nos preparó para el estallido de la guerra. En casa mi padre recibía a muchos hombres de negocios alemanes que hacían comentarios sobre Hitler y sobre los rumores que corrían acerca de judíos acorralados en Polonia y supuestamente asesinados en campos de concentración, aunque nadie sabía de cierto qué estaba ocurriendo. Pero las conversaciones sobre la guerra nos asustaban e inquietaban.
Una mañana de septiembre mi ahorrativo padre llegó a casa con una radio, un aparato que en nuestro pueblo era un lujo, pero que de pronto se convirtió en necesidad. Todas las noches a las siete y media, después de cenar, nos reuníamos alrededor de la enorme caja de madera a escuchar los informes sobre el avance de los nazis alemanes en Polonia. Yo estaba de parte de los valientes polacos que arriesgaban la vida para defender su patria y lloraba cuando explicaban cómo morían mujeres y niños en Varsovia en la primera línea de batalla. Hervía de rabia cuando oía que los nazis estaban matando judíos. Si hubiera sido hombre habría ido a luchar.
Pero era una niña, no un hombre, así que en lugar de ir a pelear le prometí a Dios que cuando tuviera edad suficiente viajaría a Polonia a ayudar a esas gentes valientes a derrotar a sus opresores. «Tan pronto pueda, tan pronto pueda, iré a Polonia a ayudar», musitaba.
Mientras tanto odiaba a los nazis, y los odié aún más cuando los soldados suizos confirmaron los rumores de la existencia de campos de concentración para judíos. Mi padre y mi hermano vieron a soldados nazis situados a lo largo del Rin ametrallando a un río humano de judíos que trataban de cruzar para encontrar refugio.
Pocos llegaron vivos al lado suizo. A algunos los cogieron vivos y los enviaron a campos de concentración. Muchos murieron y quedaron flotando en el río. Las atrocidades eran demasiado grandes y demasiado numerosas para quedar ocultas. Todas las personas que yo conocía estaban horrorizadas.
Cada emisión de noticias de la guerra era para mí un desafío moral. «¡No, jamás nos vamos a rendir! —gritaba mientras escuchaba a Winston Churchill—. ¡Jamás!» En pleno furor de la guerra aprendimos el significado de la palabra sacrificio. Los refugiados entraban a raudales por las fronteras suizas. Hubo que racionar los alimentos. Mi madre nos enseñó a conservar huevos para que duraran uno o dos años. Nuestro terreno cubierto de césped se convirtió en huerta para cultivar patatas y verduras. En el sótano teníamos tantos alimentos en lata que parecía un supermercado moderno.
Me enorgullecía saber sobrevivir con alimentos cultivados en casa, hacerme el pan, preparar conservas de frutas y verduras y prescindir de los antiguos lujos. Era sólo un pequeño aporte al esfuerzo bélico, pero el hecho de ser autosuficientes me producía una nueva sensación de confianza, y después esas habilidades me resultarían muy provechosas.
Si comparábamos nuestra existencia con las condiciones en que se encontraban los países vecinos, teníamos muchísimo que agradecer. En el plano personal vivíamos relativamente tranquilos.
A los dieciséis años mis hermanas se estaban preparando para la confirmación, que era un gran acontecimiento para un niño suizo. Estudiaban en Zúrich con el pastor Zimmermann, famoso pastor protestante. Mi familia lo conocía desde hacía mucho tiempo y existía entre ellos un cariño y un respeto mutuos. Cuando se acercaba la fecha de la ceremonia les dijo a mis padres que había soñado con celebrar la confirmación de las trillizas Kübler, lo cual era una sutil manera de preguntar: «¿Y Elisabeth?»
Yo no tenía la menor intención de pertenecer a la Iglesia, pero el pastor me pidió que le manifestara todas las quejas y críticas que tenía contra ella. Se las dije una por una, desde el pastor R. hasta mi creencia de que ningún Dios, y mucho menos mi concepto de Dios, podía estar contenido bajo ningún techo ni ser definido por ninguna ley o norma creada por el hombre.
—¿Por qué entonces voy a pertenecer a esa Iglesia? —le pregunté en tono interesado.
En lugar de tratar de hacerme cambiar de opinión, el pastor Zimmermann defendió a Dios y la fe alegando que lo que importaba era cómo vivía la gente, no cómo rendía culto.
—Cada día hay que intentar hacer las opciones más elevadas que Dios nos ofrece —me dijo—.
Eso es lo que de verdad determina si una persona vive cerca de Dios.
Estuve de acuerdo, de modo que a las pocas semanas de nuestra conversación el sueño del pastor Zimmermann se hizo realidad. Las trillizas Kübler estuvieron en un estrado bellamente decorado dentro de su sencilla iglesia mientras él, gigantesco frente a nosotras, recitaba un versículo de la Epístola de san Pablo a los Corintios: «Ahora permanecen estas tres cosas, la fe, la esperanza y el amor; pero la mayor de ellas es el amor.» Después nos miró, fue poniendo la mano sobre la cabeza de cada una de nosotras al tiempo que pronunciaba una sola palabra, una palabra que nos representaba.
Eva era la fe. Erika la esperanza. Y yo el amor.
En un momento en que el amor parecía ser tan escaso en el mundo, lo acepté como un regalo, un honor y, por encima de todo, una responsabilidad.
Cuando acabé la enseñanza secundaria en la primavera de 1942, ya era una joven madura y seria. Albergaba pensamientos profundos. En mi opinión, mi futuro estaba en la Facultad de Medicina; mi deseo de ser médica era más fuerte que nunca; me sentía llamada a ejercer esa profesión. ¿Qué mejor que sanar a las personas enfermas, dar esperanza a las desesperadas y consolar a las que sufrían?
Pero mi padre seguía al mando, de modo que la noche en que decidió el futuro de sus tres hijas no se diferenció en nada de aquella tumultuosa noche de hacía tres años. Envió a Eva al colegio de formación general para señoritas y a Erika al gymnasium de Zúrich. En cuanto a mí, volvió a asignarme la profesión de secretaria-contable de su empresa. Demostró conocerme muy poco explicándome la maravillosa oportunidad que me ofrecía.
—La puerta está abierta —me dijo.
No traté de ocultar mi desilusión y dejé muy claro que jamás aceptaría semejante condena a prisión. Yo tenía un intelecto creativo y reflexivo y una naturaleza inquieta. Me moriría sentada todo el día ante un escritorio.
Mi padre perdió la paciencia rápidamente. No tenía el menor interés en discutir, mucho menos con una niña. ¿Qué puede saber una niña?
—Si mi oferta no te parece bien, puedes marcharte y trabajar de empleada doméstica —bufó.
Se hizo un tenso silencio en el comedor. Yo no quería batallar con mi padre, pero todas las fibras de mi cuerpo se negaban a aceptar el porvenir que me había elegido. Consideré la opción que me ofrecía. Ciertamente no quería trabajar de empleada doméstica, pero quería ser yo la que tomara las decisiones respecto a mi futuro. —Trabajaré de empleada doméstica —dije. En cuanto hube pronunciado esa frase mi padre se levantó y fue a encerrarse en su estudio dando un portazo.
Al día siguiente mi madre vio un anuncio en el diario. Una mujer francófona, viuda de un adinerado catedrático de Romilly, ciudad junto al lago de Ginebra, necesitaba una empleada que le llevara la casa, cuidara a sus tres hijos, sus animalitos y su jardín. Conseguí el puesto y me marché a la semana siguiente. Mis hermanas estaban tan tristes que no fueron a despedirme. En la estación tuve que arreglármelas para transportar una vieja maleta de cuero que era casi tan grande como yo.
Antes de separarnos, mi madre me regaló un sombrero de ala ancha que hacía juego con mi traje de lanilla y me pidió que reconsiderara mi decisión. Aunque yo ya estaba muerta de nostalgia por mi hogar, era demasiado tozuda para cambiar de opinión. Ya había tomado mi decisión. Lo lamenté tan pronto me bajé del tren y saludé a mi nueva jefa, madame Perret, y a sus tres hijos. Había hablado en suizo alemán. Ella se ofendió inmediatamente. —Aquí sólo hablamos en francés —me advirtió—.
Empieza en este mismo instante.
Madame era una mujer corpulenta, alta y muy antipática. En otro tiempo había sido el ama de llaves del catedrático, y cuando murió la esposa de éste se casó con él. Después murió el catedrático, y ella heredó todo lo suyo, a excepción de su agradable carácter.
Ésa fue mi mala suerte. Trabajaba a diario desde las seis de la mañana hasta la medianoche, y tenía medio día libre dos fines de semana al mes. Comenzaba encerando el suelo, después sacaba brillo a la plata, salía a hacer la compra, cocinaba, servía las comidas y ordenaba las cosas por la noche. Normalmente Madame deseaba tomar té a medianoche. Por fin me daba permiso para retirarme a mi pequeño cuarto. Por lo general me quedaba dormida antes de posar la cabeza en la almohada.
Pero si Madame no oía el ruido de la enceradora a las seis y media, casi me echaba abajo la puerta a golpes. «¡Es hora de empezar!»