Read La rueda de la vida Online
Authors: Elisabeth Kübler-Ross
Un día se presentó una mujer embarazada a la que se le había formado un tumor del tamaño de un pomelo. Se lo abrimos, sacamos el pus y nos esmeramos en eliminar el quiste. Cuando la hubimos tranquilizado diciéndole que el bebé estaba muy bien, se levantó y se fue a casa.
La resistencia de aquella gente no tenía límites. Su valentía y voluntad de vivir me causaron una profunda impresión. A veces atribuía el elevado índice de recuperación a esa sola determinación. Comprendí que la esencia de su existencia, y de la existencia de toda criatura humana, era simplemente continuar viviendo, sobrevivir.
Para alguien que en otro tiempo había escrito que su objetivo era descubrir el sentido de la vida, ésa fue una profunda lección.
La prueba más difícil se me presentó una noche cuando Hanka y Danka estaban fuera; habían ido a atender unas urgencias en pueblos cercanos y yo estaba a cargo de la clínica.
Era mi primer vuelo a solas. Y en qué circunstancias: se nos habían agotado todas las provisiones médicas. Si ocurría algo, tendría que improvisar. Por suerte el día estuvo tranquilo y la noche se presentaba seductoramente agradable. Me enrollé en mi manta pensando: «Ah, nada me va a despertar esta noche. Por una vez voy a disfrutar de una buena noche de sueño.»
Pero pensar eso me trajo mala suerte. Alrededor de la medianoche oí algo que me pareció el llanto de un niño pequeño. Me negué a abrir los ojos, tal vez era un sueño. Y si no era un sueño, ¿qué? Los pacientes solían llegar a cualquier hora, incluso por la noche. Si los atendía a todos, jamás habría dormido ni un momento, así que fingí que dormía.
Pero volví a oírlo. Era el lloro de un niño pequeño, un gemido suplicante, impotente, que no cesaba; después una inspiración ronca, una dolorosa inspiración de aire.
Reprendiéndome por ser tan blanda, abrí los ojos. Tal como lo temía, no estaba soñando.
Iluminada por la suave luz de la luna llena, había una campesina sentada a mi lado. Se había envuelto en una manta. Ciertamente los gemidos no provenían de ella. Cuando me incorporé, volví a oír el ronco vagido y vi que acunaba a un niño pequeño en los brazos. Lo observé lo mejor que pude mientras trataba de mantener los ojos abiertos; sí, era un niño. Después miré a la madre. Ella me pidió disculpas por despertarme a aquellas horas, pero me explicó que había caminado desde su pueblo tan pronto como se enteró de que había unas señoras doctoras que ponían bien a las personas enfermas.
Le toqué la frente al pequeño, que tendría unos tres años. Ardía de fiebre. Observé ampollas alrededor de la boca y en la lengua, y señales de deshidratación. Síntomas de una cosa: fiebre tifoidea. Desgraciadamente era muy poco lo que yo podía hacer. No teníamos medicamentos. Se lo expliqué con un encogimiento de hombros.
—Nada —le dije—. Lo único que puedo hacer es invitarla a la clínica y preparar una taza de té caliente.
Agradecida, me acompañó al interior de la clínica. Mientras su hijo se esforzaba por respirar, me miró fijamente como sólo una madre sabe mirar. Callada, triste, suplicante, con unos ojos negros que reflejaban profundidades inimaginables de aflicción.
—Tiene que salvarlo —me dijo con naturalidad. Yo negué con la cabeza, en actitud resignada.
—No, tiene que salvar a mi último hijo —insistió. Entonces, sin el menor estremecimiento de emoción, explicó—: Es el último de mis trece hijos. Todos los otros murieron en Maidanek, el campo de concentración. Pero éste nació allí. No quiero que muera, ahora que hemos salido de allí.
Aun en el caso de que esa pequeña clínica hubiera sido un hospital totalmente equipado, había pocas probabilidades de salvar al niño. Pero no quise parecer una idiota impotente. Esa mujer ya había soportado suficientes crueldades. Si de alguna manera había logrado aferrarse a una esperanza mientras toda su familia era asesinada en las cámaras de gas, entonces yo también tenía que apelar a todas mis fuerzas.
Así pues, me devané los sesos durante un rato e ideé un plan. Había un hospital en Lublin, una ciudad que estaba a unos 30 kilómetros de distancia. Aunque el campamento no podía proporcionar medios de transporte, podíamos caminar. Si el niño sobrevivía al trayecto, tal vez podríamos convencer al personal del hospital de que lo admitieran.
El plan era arriesgado. Pero la mujer, sabiendo que era la única opción, cogió al niño en sus brazos y me dijo: —De acuerdo, vamos.
Durante 30 kilómetros hablamos y nos turnamos para llevar al niño, que no estaba nada bien. A la salida del sol llegamos a las altas puertas de hierro del enorme hospital de piedra. Estaban cerradas con llave, y un guardia nos dijo que no admitían a más pacientes. ¿Habíamos caminado los 30 kilómetros para nada? Miré al niño que por momentos perdía y recuperaba el conocimiento. No, ese esfuerzo no sería en vano. Tan pronto divisé a alguien que parecía ser médico, moví los brazos para llamarle la atención. De mala gana el médico tocó al niño, le tomó el pulso y llegó a la conclusión de que no había esperanzas.
—Ya tenemos enfermos en camas puestas en los cuartos de baño —explicó—. Puesto que este niño no va a poder salvarse, no tiene sentido admitirlo.
Repentinamente me convertí en una mujer agresiva y furiosa.
—Soy suiza —le dije moviendo el índice bajo su nariz—, caminé e hice autostop para venir a Polonia a ayudar al pueblo polaco. Atiendo yo sola a cincuenta pacientes diarios en una diminuta clínica en Lucima. Ahora he hecho todo este trayecto para salvar a este niño. Si no lo admite, volveré a Suiza y le diré a todo el mundo que los polacos son la gente más insensible del mundo, que no sienten amor ni compasión, y que un médico polaco no se apiadó de una mujer cuyo hijo, el último de trece, sobrevivió a un campo de concentración.
Eso dio resultado. A regañadientes, el médico estiró los brazos para coger al pequeño y accedió a admitirlo, pero con una condición: la madre y yo teníamos que dejarlo allí durante tres semanas.
—Pasadas tres semanas el niño o bien va a estar enterrado o estará lo suficientemente recuperado para que se lo lleven—dijo.
Sin detenerse a pensar, la madre bendijo a su hijo y se lo entregó al médico. Había hecho todo lo que era humanamente posible, y yo noté su alivio cuando el médico y el niño entraron en el hospital. Cuando los perdimos de vista, le pregunté:
—¿Qué desea hacer ahora?
—Volver con usted a ayudarla —contestó.
Se convirtió en la mejor ayudante que he tenido en mi vida. Hervía mis tres preciadas jeringas en un pequeño cazo, lavaba las vendas y las ponía a secar al sol, barría la clínica, ayudaba a preparar las comidas e incluso sujetaba a los pacientes cuando había que practicarles alguna incisión. De intérprete a enfermera o cocinera, no había función que no desempeñara.
Una mañana al despertar comprobé que había desaparecido.
Al parecer, durante la noche se había ido a hurtadillas sin dejar ni una nota ni despedirse. Me sentí al mismo tiempo desconcertada y desilusionada. Pero varios días después comprendí lo sucedido. Habían transcurrido las tres semanas desde que lleváramos al niño al hospital de Lublin.
Inmersa como estaba en el trabajo diario, yo no había llevado la cuenta, pero ella había contado cada día.
Pasada una semana, al despertar después de una noche bajo las estrellas, encontré un pañuelo en el suelo junto a mi cabeza. Estaba lleno de tierra.
Imaginándome que se trataría de una de esas cosas supersticiosas que ocurrían todo el tiempo, lo coloqué en un estante de la clínica y lo olvidé, hasta que una de las mujeres del pueblo me instó a soltar los nudos y mirar dentro. Claro, junto con la tierra encontré una nota dirigida a la «doctora Pañi». La nota decía: «De la señora W., cuyo último de sus trece hijos usted ha salvado, tierra polaca bendita.»
Ah, o sea que el niño estaba vivo.
Una gran sonrisa me iluminó la cara.
Volví a leer la última línea de la nota: «Tierra polaca bendita.» Entonces lo comprendí todo.
Después de marcharse a medianoche, esa mujer había caminado los 30 kilómetros hasta el hospital y recogido a su hijo, vivo y recuperado. Desde Dublín lo llevó a su pueblo, recogió un puñado de tierra de su casa y buscó a un sacerdote para que la bendijera. Dado que los nazis habían exterminado a la mayoría de los sacerdotes, estoy segura de que tuvo que caminar bastante para encontrar uno. Ahora esa tierra era especial, bendecida por Dios. Después de dejarme su regalo se volvió a casa. Cuando comprendí todo esto, esa pequeña bolsita se convirtió en el más preciado regalo que había recibido en mi vida. Y aunque en esos momentos no tenía forma de saberlo, pronto me salvaría también la vida.
Yo hablo de amor y compasión, pero la mayor enseñanza sobre el sentido de la vida la recibí en mi visita a un sitio donde se cometieron las peores atrocidades contra la humanidad.
Antes de marcharme de Polonia asistí a la ceremonia de inauguración de la escuela que habíamos construido. Desde allí viajé a Maidanek, uno de los infames laboratorios de muerte de Hitler. Algo me impulsó a ir a ver con mis propios ojos uno de esos campos de concentración; tenía la impresión de que verlo me serviría para entenderlo.
Ya conocía de oídas ese lugar. Allí fue donde mi amiga polaca perdió a su marido y a doce de sus trece hijos. Sí, sabía muy bien lo que era.
Pero verlo personalmente fue diferente.
Las puertas de entrada a ese enorme recinto estaban derribadas, pero aún quedaban escalofriantes restos de su ominoso pasado donde murieron más de 300.000 personas. Vi las alambradas de púa, las torres de vigilancia y las muchas hileras de barracas donde hombres, mujeres y niños pasaron sus últimos días y horas. También había varios vagones de ferrocarril. Me asomé a mirar; la visión era horrorosa. Algunos estaban llenos de cabellos de mujer, que habrían sido enviados a Alemania para convertirlos en ropa de invierno. En otros había gafas, joyas, anillos de boda y esas chucherías que la gente lleva por motivos sentimentales. En el último vagón que miré había ropas de niño, zapatos de bebé y juguetes.
Bajé de allí estremecida. ¿Puede ser tan cruel la vida? El hedor procedente de las cámaras de gas, el inequívoco olor de la muerte que impregnaba el aire, me proporcionó la respuesta. Pero ¿por qué? ¿Cómo era posible eso?
Me resultaba inconcebible. Caminé por el recinto, llena de incredulidad. Me preguntaba:
«¿Cómo es posible que los hombres y mujeres puedan hacerse esto entre ellos?» Llegué a las barracas. «¿Cómo estas personas, sobre todo las madres e hijos, pudieron sobrevivir a las semanas y días anteriores a su muerte segura?» Dentro de las barracas vi camastros de madera, casi pegados unos con otros en cinco hileras a lo largo de la barraca. En las paredes estaban grabados nombres, iniciales y dibujos. ¿Qué instrumentos utilizaron para hacerlos? ¿Piedras? ¿Las uñas? Los observé más detenidamente y noté que había una imagen que se repetía una y otra vez. Mariposas.
Había dibujos de mariposas dondequiera que mirara. Algunos eran bastante toscos, otros más detallados. Me era imposible imaginarme mariposas en lugares tan horrorosos como Maidanek, Buchenwald o Dachau. Sin embargo, las barracas estaban llenas de mariposas. En cada barraca que entraba, mariposas. «¿Por qué? ¿Por qué mariposas?»
Seguro que debían de tener un significado especial, pero ¿cuál? Durante los veinticinco años siguientes me hice esa pregunta y me odié por no encontrar una respuesta.
Salí de allí impresionada por el horror de ese lugar. No entendía entonces que esa visita era una preparación para el trabajo de mi vida. En esos momentos sólo me interesaba comprender cómo es posible que los seres humanos puedan actuar tan sanguinariamente contra otros seres humanos, sobre todo con niños inocentes.
De pronto una voz interrumpió mis pensamientos, la voz clara, tranquila y reposada de una joven que me dio una respuesta. Se llamaba Golda.
—Tú también serías capaz de hacer eso —me dijo.
Sentí deseos de protestar, pero estaba tan sorprendida que no se me ocurrió qué decir.
—Si hubieras sido criada en la Alemania nazi —añadió después.
«¡Yo no!», deseé gritar. Yo era pacifista, me había criado en una familia honorable y en un país pacífico. Jamás había conocido la pobreza, ni el hambre ni la discriminación. Golda leyó todo eso en mis ojos.
—Te sorprendería ver todo lo que eres capaz de hacer —me contestó—. Si hubieras sido criada en la Alemania nazi, fácilmente podrías haberte convertido en el tipo de persona capaz de hacer eso.
Hay un Hitler en todos nosotros.
Yo deseaba comprender, no discutir, de modo que, como era la hora de comer, invité a Golda a compartir mi bocadillo. Tenía más o menos mi misma edad y era bellísima. En otro ambiente podríamos haber sido amigas, compañeras de colegio o de trabajo. Mientras comíamos me explicó cómo había llegado a formarse esa opinión.
Alemana de nacimiento, tenía doce años cuando la Gestapo se presentó en la empresa de su padre y se lo llevó. Jamás volvieron a verlo. Tan pronto como se declaró la guerra, el resto de su familia, con ella y sus abuelos, fueron deportados a Maidanek. Un día los guardias les ordenaron a todos ponerse en fila, tal como ellos habían visto hacer a tanta gente que jamás había vuelto. Los hicieron desnudarse y los metieron en la cámara de gas. La gente gritaba, lloraba, suplicaba y oraba, pero en vano; allí no había oportunidad de sobrevivir, ni esperanza ni dignidad. Los empujaron a una muerte peor que la de cualquier animal en el matadero. Golda, esta preciosa jovencita, fue la última que trataron de empujar al interior de la atiborrada cámara antes de cerrar la puerta y dar el gas. Por un milagro, por alguna intervención divina, no pudieron cerrar la puerta porque no cabía nadie más.
Había demasiada gente. Para cumplir la cuota diaria de muertos, los guardias simplemente la sacaron y la empujaron al aire libre. Puesto que ya estaba en la lista de muertos, supusieron que había sucumbido y jamás volvieron a llamarla para incorporarla a las siguientes filas. Gracias a ese excepcional descuido, salvó la vida.
Después tuvo poco tiempo para llorar la pérdida de su familia; la mayor parte de su energía la consumía en la tarea básica de continuar viva. Con dificultad se las arregló para sobrevivir al invierno polaco, encontrar suficiente alimento y evitar enfermedades como el tifus o incluso un simple resfriado; si enfermaba no iba a ser capaz de cavar pozos o quitar la nieve con palas, a consecuencia de lo cual la enviarían nuevamente a la cámara de gas.