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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (15 page)

BOOK: La ruta prohibida
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Rahn desapareció del mapa. Skorzeny falleció en Madrid en 1975 sin revelar qué buscó en los Pirineos franceses en 1944. Y Rosenberg, el mayor expoliador de obras de arte durante el III Reich, fue juzgado y fusilado en Nüremberg al final de la guerra. Ninguno de ellos habló más del Grial.

—Seguramente jamás se hicieron con él —añadió Lisa con gesto de alivio.

—Por suerte.

CAPÍTULO 19

El ajuar perdido de Dios

Faltaban sólo cinco días para Navidad, pero una
filtración
me hizo olvidar todos mis preparativos de fiesta. Sabía que el 20 de diciembre de 2005 Shimon Shetreet, antiguo ministro de Asuntos Religiosos de Israel, dejaría Barcelona tras una visita relámpago. El político había acudido a la Ciudad Condal durante veinticuatro horas para atender una conferencia en el Instituto Mediterráneo de la Cultura y ese día, sin falta, regresarla a Tel Aviv. A las siete de la mañana, en la puerta de su hotel, lo sorprendí subiéndose a un taxi.

¡Necesitaba hablar con aquel hombre!.

Una audiencia vaticana entre Shetreet y Juan Pablo II el 17 de enero de 1996 era la causa de mi determinación. Habían pasado casi diez años, cierto, pero a duras penas podía quitarme de la cabeza lo ocurrido. En aquel encuentro, mi «objetivo» y el entonces embajador israelí ante la Santa Sede Samuel Hadas formularon una singular petición al papa. «Sabemos que el Vaticano conserva en sus sótanos un símbolo que es de gran importancia para Israel —dijeron—. Es la Menorah, el candelabro de siete brazos que estuvo en el Templo de Jerusalén».

¿Cómo no iba a querer conversar con Shetrect a toda costa?.

—Está bien —aceptó sorprendido—. Puede acompañarme al aeropuerto. Responderé a sus preguntas en el tiempo que tardemos en llegar.

Era cuanto necesitaba. Acomodados en un confortable Mercedes, el ex ministro comenzó a desgranarme su historia.

—Nuestro gobierno supo que en 1995 tuvo lugar en la Ciudad del Vaticano una reunión de expertos sobre la Menorah. Creímos que hablaban de nuestra reliquia con tanta naturalidad porque debían conservarla en algún lugar, tal y como afirman algunas leyendas romanas.

¿Eso era todo?. Shimon Shetreet se encogió de hombros.

—Todo fue cuestión de oportunidad. Cuando nos enteramos de aquello, ya teníamos una audiencia fijada. Así que decidimos incluirlo en el orden del día junto a otros temas. Ya sabe, hablamos de los amigos judíos de Wojtyla que murieron en el holocausto, de temas diplomáticos, y entre asunto y asunto, mencionamos lo de la Menorah.

—¿Y cómo reaccionó Su Santidad?.

—¡Oh! —sonrió—. No reaccionó. Ni él, ni el secretario de Estado. Pero nuestra demanda se incluyó en los protocolos de la audiencia y trascendió a la opinión pública. Nos dijeron que averiguarían si tenían la Menorah por algún lado. Pero, después de una década, seguimos sin recibir noticias.

El candelabro robado

El encuentro entre el ministro Shetreet, el embajador Hadas y el papa tuvo una consecuencia inmediata: un programa de RAI-2, Sorgente di Vita, auspiciado por la comunidad hebrea de Roma, se empeñó en demostrar que la Menorah seguía oculta en algún lugar de la ciudad. Así, en su emisión del 21 de enero, Fausto Zevi, profesor de arqueología clásica de la Universidad de la Sapienza, recurrió al historiador judío Flavio Josefo (37-103 d. J.C.) para confirmar sus teorías. Según explicó Josefo en De bello iudaico, el Templo de Salomón y su ajuar fueron saqueados por última vez en el año 70 de nuestra era. El responsable fue el general Tito, que arrasó la colina artificial construida sobre el monte Moriah y se llevó los tesoros de Yahvé. «Probablemente en el templo no había solo una lámpara, sino al menos dos, quizá tres, de varias épocas: la asmonea del Primer Templo restaurado de los macabcos, Y la herodiana del Segundo Templo construido por Herodes el Grande durante la primera ocupación romana», declaró Zevi a RAI-2.

¿Era alguna de ellas la Menorah original?.

El valor del candelabro de los siete brazos es similar al de la célebre Arca de la Alianza. En el capitulo 25 del libro del Éxodo se lo describe como «un portalámparas de oro puro (…), batido, con su base, su tallo, sus cálices, sus globos y sus lirios saliendo de él». Según la misma fuente, Moisés vio por primera vez los planos de este objeto durante su encuentro con Yahvé en el monte Sinaí. Allí, de hecho, aprendió cómo fabricar el Arca, el candelabro y otra misteriosa reliquia conocida como «mesa de Salomón». Pero ¿cómo había resistido la Menorah los saqueos de Jerusalén anteriores a Tito?. ¿Y cómo logró esconderse de la voracidad de Nabucodonosor, que saqueó e incendió el Templo de Yahvé en el 587 a. J.C.?.

Paradójicamente, la respuesta a estas dudas llevaba casi dos mil años a la vista de todo el mundo. ¡En Roma!.

Las pistas de Tito

A su regreso de su triunfal expedición a Tierra Santa, Tito ordenó levantar dos arcos de triunfo que conmemoraran su gesta. Uno se alzó en una de las curvas del Circo Máximo, pero desapareció en la Edad Media. El otro, conocido como
Arcus ad Septem Lucernas
, puede admirarse todavía en el antiguo Foro de Roma, al inicio de la Vía Sacra. El nombre ya anuncia su secreto: el Arco de las Siete Luminarias.

Justo allí, en una de sus paredes interiores, pueden distinguirse los altorrelieves que narran la campaña militar de Tito y su regreso a Roma. Una procesión de soldados de piedra entra en la Ciudad Eterna llevando a hombros su cuantioso botín de guerra; las trompetas de plata del Templo —las
Hazozeroth
—, la
mensa aurea
… ¡y el candelabro de los siete brazos!. No hay duda: la Menorah había sido trasladada a Roma en tiempos de los césares.

Pero, de ser ciertas las sospechas de Shetreet, ¿cómo llegó siglos después a manos del Vaticano?.

—¿Sabe? —sonrió otra vez el ex ministro dentro del taxi que nos llevaba al aeropuerto de El Prat—. Todavía hoy me encuentro con periodistas como usted que me hacen esa pregunta. Y siempre les respondo lo mismo: ¿por qué no buscan en la historia de los papas?. ¿No sabe que algunos se esforzaron mucho por hacerse con el candelabro?.

Esta vez, Shetreet no me sorprendió. Conocía bien la historia a la que se refería. En 1750 el papa Benedicto XIV rastreó el paradero de la codiciada reliquia en las inmediaciones de la basílica de San Pedro. Envió a un grupo de hombres al Puente Fabricio, junto a la isla Tiberina, para que dragaran el río en busca de un candelabro de 1,5 metros de altura, hecho de oro puro. El pontífice conocía bien la leyenda que aseguraba que durante uno de los transportes de la Menorah desde el Templo de Júpiter Capitolino, ésta se desequilibró y cayó al Tíber. Otra leyenda afirma que esa caída no fue tan azarosa como pudiera parecer. Ante la llegada de los bárbaros en el siglo VI, el papa Gregorio Magno decidió arrojarla al río y evitar así su profanación. Y allá debe de seguir. De hecho, Procopio de Cesarea en su obra
De bello gotico
es el único que confirmó de algún modo ese extremo al asegurar que Gregorio sacrificó muchas riquezas arrojándolas a las aguas.

—Como supondrá, los intentos por dragar el Tíber han sido numerosos —me explica Shetreet—. Pero ninguno ha logrado dar con un gramo de oro, ni con uno solo de los brazos del sagrado candelabro.

El ex ministro tenía razón. En los años cincuenta, la comunidad hebrea de Roma con la ayuda de ricos judíos americanos, trató de dragar el río. Pero su proyecto no prosperó. Más cerca se estuvo unos años antes, en 1938, cuando Michele de Benedetti presentó al Consejo Superior de Bellas Artes de la ciudad su particular idea de búsqueda y la Sociedad Italiana para Trabajos Marítimos se ofreció a llevar a término el difícil filtrado del Tíber… Entonces estalló la segunda guerra mundial y el beneplácito de Mussolini no bastó para que se iniciara el rastreo.

—Juan Pablo II fue un papa amigo del pueblo judío —dijo Shetreet al descender del taxi—. Si hubiera encontrado la Menorah. en sus almacenes, nos la hubiera devuelto. De eso estoy bastante seguro. Tal vez aún esté en el Tíber, junto a la Mesa de Salomón. ¿Por qué no la busca usted?.

Apreté su mano agradecido. Seguramente la Menorah siga en Roma, le dije, pero la Mesa de Salomón anda por España. El político, sorprendido, me miró de hito en hito.

—¿Está usted seguro?.

—La próxima vez que nos veamos, le contaré esa historia —prometí.

Pienso cumplir con mi palabra en las páginas que siguen.

CAPÍTULO 20

La escurridiza Mesa del rey Salomón

—¿Lleva usted una Biblia encima?.

El guardia de seguridad no bromeaba. ¿Me estaba preguntando si llevaba un ejemplar de las Sagradas Escrituras en lugar de cachearme en busca de armas?. ¿Era eso normal?. Le seguí el juego algo desconcertado y mientras abría mi mochila y la inspeccionaba con cuidado, negué con la cabeza.

—¿No se pueden introducir Biblias en la explanada de las mezquitas?.

El vigilante, hombre adusto acostumbrado a tratar con turistas despistados, me dio entonces una larga explicación. No me la esperaba.

—Señor, esto es Jerusalén —dijo—. Y la explanada a la que quiere entrar fue antiguamente la colina del Templo de Salomón. Si lleva una Biblia con usted, un libro que cuenta en detalle cómo fue aquel lugar, nosotros, los musulmanes, lo entendemos como un intento de proselitismo en un suelo que es sagrado.

Y añadió:

—Hace ya seis años que está prohibido introducir cualquier tipo de material religioso ajeno al Islam. Debe cumplir las normas o dar media vuelta y regresar por donde ha venido.

Sonreí. Por suerte, aquella mañana de mayo no llevaba un ejemplar encima, pero juré buscarlo nada más abandonar el recinto. A fin de cuentas, pocos lugares cuentan con el privilegio de haber sido descritos con tanto detalle en un texto de más de tres mil años de antigüedad. La Biblia allí es un mapa. Y de ningún recinto tenemos tanta información sobre su mobiliario y objetos de culto como del Templo de Salomón. El segundo libro de Crónicas da sus medidas y suntuosas características, mientras que en el Éxodo encontramos todos los detalles de su ajuar. Gracias a ellos sabemos que Yahvé pidió a Moisés que hiciera todos sus «muebles santos» de oro y piedras preciosas. Sus descripciones —a las que hay que sumar las del libro de Reyes, el Deuteronomio o el de Jeremías— coinciden a la perfección con las que Flavio Josefo, el historiador judío del siglo I, da para el Tabernáculo que reconstruyó Herodes nueve siglos después de Salomón. Ningún historiador moderno lo pone en duda: aquellas piezas sagradas, entre las que estaba la Menorah o candelabro de siete brazos y el Arca de la Alianza, existieron. Y eran un tesoro de un valor incalculable.

El propio Josefo fue pieza clave para que el Estado de Israel reclamara recientemente al Vaticano la devolución de parte de los tesoros saqueados del Templo. Ocurrió en 1996, tal y como expliqué en el capitulo anterior. En mi mente, pues, retumbaban aún los argumentos que me diera en Barcelona el ex ministro de Asuntos Religiosos Shimon Shetreet.

—Lee a los historiadores. Ellos son los que dicen que el tesoro de Salomón se escondió en Roma —me dijo.

Y así lo hice.

Un tesoro disperso

En su obra
La guerra de los judíos
, Josefo describió el botín que las legiones de Tito se llevaron tras su incursión en Israel. «Entre la gran cantidad de despojos, los más notables eran los del Templo de Jerusalén, la mesa de oro, que pesaba varios talentos, y el candelabro de oro…», escribió.

Poco podía imaginar que su crónica marcaría el inicio de una «caza del tesoro» que lleva veinte siglos seduciendo a caudillos militares, escritores, políticos y científicos. Gentes que han seguido las pistas de ese ajuar hasta la península Ibérica.

Y lo curioso es que siempre les sobraron razones para venir aquí a buscarlo.

Veamos: la última vez que se vio reunido el ajuar de Salomón fue en Roma, justo antes de que Alarico, rey de los godos, saqueara la ciudad eterna en el 410 d. J.C. El historiador bizantino Procopio de Cesarea lo explicó en su
Historia de las guerras
. Según él, el caudillo bárbaro «escapó con los tesoros de Salomón, el rey de los hebreos, espectáculo muy digno de verse» e instaló aquel botín en Tolosa, su capital en Francia. Pero en el año 507 su sucesor Alarico II tuvo que huir del avance de los francos y se trajo consigo aquellas riquezas a España. Al parecer, a Toledo.

Allí, en la margen derecha del Tajo, se gestaron las leyendas que terminarían convirtiéndose en un imán irresistible para otros cazadores de tesoros: los musulmanes. Fueron éstos los que entraron en la península Ibérica en el 711 en busca de las riquezas de Salomón, atraídos por fábulas que hablaban de un «Palacio de los Cerrojos» en el que se habían depositado aquellos objetos. Al parecer los godos habían escondido su botín en un recinto al que cada nuevo monarca añadía una nueva cerradura que lo blindara. Dentro descansaba la llamada Mesa de los Panes de la Proposición o Mesa de Salomón. Y Muza, el primer caudillo árabe que entró en la península Ibérica, dio con ella. «Cuando vio estos objetos —explica el cronista árabe pseudo Ben Qutaiba— los puso inmediatamente bajo la custodia de personas de confianza, elegidas por él, y los ocultó a ojos de los suyos, pues tal era el valor de estos y otros preciosos objetos encontrados al tiempo de la invasión de España por los Musulmanes, que no hubo un solo hombre en el ejército que pudiera (ni aún aproximadamente) apreciar su valor».
[74]

Tariq, el lugarteniente de Muza, ciego de codicia, consiguió arrebatarle su caza al caudillo, e incluso llegó a arrancar uno de los pies de oro a la Mesa en un arrebato jamás explicado. Lo cierto es que, de creer a los cronistas, en el transcurso de sus intentos por ocultar su tesoro de la ferocidad de su señor, éste terminaría por perderse de vista… hasta hoy.

¿Qué era en verdad la Mesa?

Los documentos medievales árabes y cristianos que citan este asunto entran en tantas contradicciones, que con frecuencia parecen referirse a diferentes tipos de mesas. La Biblia también es confusa al respecto. Hubo una mesa para los panes que se ofrecían a Yahvé, pero otra, conocida como Mar de Bronce, era una especie de semiesfera de unos 5 metros de diámetro, pulida como un espejo, que descansaba sobre las figuras de doce bueyes.

Para complicar más las cosas, autores como el bereber Ajbar Machmua, describieron en el siglo VIII que la Mesa que llegó a España era de esmeralda verde y tenia 365 patas. Su descripción, alejada de los detalles bíblicos, bien puede referirse a otro objeto. Un «artefacto» que Washington Irving describió en sus
Crónicas moriscas
(1829) como «tallada sobre una sola y enorme esmeralda» y que «tenía poderes maravillosos», Tal vez esos poderes remiten a la idea árabe de que la Mesa era una suerte de «espejo mágico» en el que podía verse «la imagen de los siete climas del Universo» (sic).

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