La ruta prohibida

Read La ruta prohibida Online

Authors: Javier Sierra

BOOK: La ruta prohibida
10.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

¿Y si Colón hubiera pisado América por primera vez siete años antes de su «viaje oficial»? ¿Y si algunas de las reliquias más importantes del Templo de Salomón estuvieran hoy en poder del Vaticano? ¿Qué sucedería si descubriéramos que Las Meninas de Velázquez ocultan un oscuro secreto astrológico? ¿O que no fue la Virgen quien se apareció en Fátima?

El autor que ha cautivado a millones de lectores en todo el mundo repasa algunos hitos de esa Historia que todos creíamos conocer y nos sorprende con misterios que llevan siglos aguardando a ser desvelados. Sierra comparte con el lector su investigación, sus fuentes muchas veces inaccesibles y otras desconocidas, y hace de La ruta prohibida una obra inigualable.

Javier Sierra

La ruta prohibida

ePUB v1.3

Mezki
01.12.11

© Javier Sierra, 2007

© Editorial Planeta S. A- 2007

Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

Primera edición: agosto de 2007

Depósito Legal: M. 29.135-2007

ISBN: 978-84-08-08271-2

Composición: Foinsa-Ediflim, S. L.

Impresión y encuadernación: Mateu Cromo Artes Gráficas, S. A.

Printed in Spain - Impreso en España

A mis padres, que jamás me prohibieron transitar por ruta alguna.

Y a Eva, que ahora las recorre conmigo.

INTRODUCCIÓN

Por qué escribo este libro

La Santa Sión, la «madre de todas las iglesias», estaba en mi destino aquella mañana de mayo. De eso ya no albergaba duda alguna. Hacía más de una década que no pisaba Jerusalén y haber llegado precisamente allí, sorteando el dédalo de sus callejuelas estrechas y empinadas, me las había despejado todas. Sin embargo, estar de pie frente a un santuario tan antiguo me hacia sentir raro, intranquilo. Una placa verde que rezaba
Tumba del rey David
en tres idiomas tenia la culpa. Me había hecho recordar que tras las paredes encaladas de Has Zyyon se escondía la fuente de la que había manado
La cena secreta
.

¿Cómo no me había dado cuenta antes? ¿Por qué no había visto ninguna indicación, señal en el mapa de mano ni aviso que me anticipara aquel encuentro?

Dos años habían pasado desde que diera por terminada la investigación para esa novela publicada hoy en cuarenta países y, sin embargo, saberme así, de repente, tan cerca de la habitación en la que empezó todo me producía escalofríos. Los cruzados habían bautizado esa estancia como la «sala de los misterios».
[1]

Creían que era una especie de imán para los que buscaban iluminar su alma. Y estaba a punto de creérmelo.

—¿Va todo bien, Javier?

El suave acento de la escritora cubana Zoé Valdés me recordó que no estaba solo. La miré de reojo. Tenerla a mi lado, plantada frente al descuidado patio de aquel edificio del barrio judío, no hizo sino aumentar mi inquietud. ¿Qué hacia ella allí? Por suerte, mi turbación duró poco. Su compañía tenía una explicación. Casualmente los dos nos habíamos conocido en la orilla opuesta del Mediterráneo, en Torrevieja, en septiembre de 2004, durante el fallo de su importante premio anual de novela. En aquella ocasión ambos habíamos presentado obras a concurso. Ella lo ganó con una fábula de inspiración china titulada La eternidad del instante, mientras que mi Cena secreta quedaba finalista con una historia que había nacido a sólo unos pasos de donde ahora nos encontrábamos. Era el destino. ¡Debía de serlo!.

Ver a Zoé junto a mi, vestida de blanco inmaculado como Leonardo da Vinci, y a punto de entrar conmigo en uno de los sanctasanctórums más apreciados de la cristiandad, se me antojaba la más extraña de las coincidencias.

—¿Estás bien? —insistió.

Creo que no le respondí. Los dos acabábamos de escaparnos de un congreso de escritores y traductores que en esos días celebraba el vigésimo aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas entre España e Israel. Necesitábamos tomar aire, despegarnos de la paternal vigilancia de las autoridades hebreas y vagar a nuestro antojo por las calles de la ciudad vieja. Nuestra fuga nos había llevado justo a la puerta de atrás de la iglesia de Nuestra Señora del Monte Sión. Y aquello, ahora estaba seguro, no podía ser por azar.

—¡Ya sé lo que te pasa!. —Una sonrisa franca iluminó el rostro de Zoé al leer el cartel verde—. ¡Aquí está el lugar en el que se celebró la última Cena! ¡Justo encima de la tumba del rey David!

Un familiar escalofrío cruzó en zigzag mi espalda. Si. Era el destino. Zoé estaba en lo cierto.

Allí mismo, en la cresta del cerro de Sión, aguardaba lo poco que aún queda de una iglesia cruzada y de cierta sala adjunta en la que, según la tradición, Jesús celebró su banquete de despedida. Mi amiga cubana observó mi reacción, incapaz de resolverme dos pequeños interrogantes: ¿qué hacíamos precisamente allí los dos?. ¿Era casual que Zoé, a la que consideraba de algún modo la madrina de La cena secreta, estuviera a mi lado en Jerusalén para ver por primera vez ese recinto?.

Le recordé entonces que el monte Sión había sido el lugar que inspiró a Leonardo la obra cumbre de su carrera, La última Cena. Y aunque el genio toscano jamás puso un pie en ese enlosado, lo cierto es que lo recreó hasta en sus más pequeños detalles. Da Vinci se lo imaginó a su aire, sin pensar por un instante que la habitación de la última Cena aún estaba en pie en el siglo XV. Despreocupado, obró el milagro de hacer creer a generaciones enteras de cristianos que el
cenacolo
era una estancia rectangular, con tres ventanas y techo plano y de paredes cubiertas por bellos tapices…

Pero semejante visión, como era de esperar, no coincidía en nada con aquella
verdad
histórica.

¡Qué importaba!

Zoé ascendió con frenesí los escalones que conducían al interior de la Santa Sión, como si todavía tuviera tiempo de admirar las lenguas de fuego que también allí dicen que iluminaron el entendimiento de los Doce. Por desgracia, un solo vistazo bastó para mudarle el rostro. Su ilusión se evaporó de golpe. Estábamos en una sala vacía, de aspecto gótico; un escueto rectángulo de techo abovedado sostenido por viejas columnas de mármol, sin nada que delatara la solemnidad que plasmara en su obra el sabio más célebre del Renacimiento. En el muro sur, el nicho practicado en la mampostería indicaba que la estancia había sido utilizada como mezquita. Y una inscripción en árabe lo confirmaba: estaba fechada sólo veintisiete años después de que Leonardo terminara de pintar para la familia Sforza
La última Cena
, y recordaba que el sultán otomano Sulcimán el Magnífico había conquistado aquel lugar para el culto islámico. En el colmo de las paradojas, un piso más abajo descansaba la supuesta tumba del rey David. Aquella que anunciara el letrero que Zoé, y yo habíamos dejado atrás.

—¡Esto es Jerusalén en estado puro…! —murmuraba un sacerdote católico unos pasos más allá, dirigiéndose a un grupo de peregrinos en perfecto español—. Judios, musulmanes y cristianos veneran todos las mismas piedras. Aunque ellas —advirtió muy serio— no son importantes. Su valor descansa en lo que representan, no en lo que son.

Nos quedamos un rato más al fresco, apoyados en una de las columnas de la sala. Ni dejándonos llevar por la imaginación más desbocada hubiera sido posible identificar ese recinto con el comedor del siglo I en el que cenaron Jesús y sus discípulos. Tuve una sensación parecida cuando estudié el mural de Leonardo. La suya era una sala conventual, una mera prolongación del refectorio del monasterio de Santa Maria delle Grazie recreada para dar sensación de familiaridad a la mirada del visitante, pero carente de valor documental alguno.

—¿Sabes qué pienso? —murmuró Zoé: en cuanto el sacerdote abandonó el recinto seguido de sus parroquianos. Me encogí de hombros aguardando su propia respuesta. Que deberías escribir un libro en el que explicaras qué ocurrió de verdad en lugares como éste. Despejarías el origen de tus novelas y nos ayudarías a saber qué hay de ficción y de verdad en ellas.

La miré sorprendido.

—¿El origen de mis novelas?.

—¡Pues claro!

Una franca sonrisa iluminó su rostro de luna antes de continuar:

—Sin ir más lejos, me gustaría saber cómo debió ser la verdadera habitación en la que se celebró la última Cena. Y de paso averiguar qué hay de cierto en los libros, lugares y personajes que citas en tus tramas.

Me quedé en silencio un minuto, pensando en aquello.

No era una mala idea. Sobre todo, naciendo a la sombra de la «sala de los misterios».

—Está bien —asentí. Estaba a punto de poner a prueba, una vez más, la perseverancia de la
fuerza oculta
que nos había conducido hasta allí—. Vamos a dejar que el destino lo decida. ¿Qué te parece?.

Dije aquello sin dar demasiada importancia a esas palabras y, desde luego, sin saber lo que se me estaba viniendo encima.

Sólo una hora más tarde —¡una hora!—, mientras Zoé y yo deshacíamos nuestros pasos y poníamos rumbo a la explanada del Muro de las Lamentaciones, esa
fuerza
a la que acababa de invocar terminó de hacer su trabajo. Ocurrió mientras buscábamos un lugar en el que refugiarnos del sol y tomarnos un refresco. Una llamada al teléfono móvil, de España, de Manuel Llorente, responsable de cultura del diario
El Mundo
, iba a darme un extraño espaldarazo. Hablando con el, surgió Lina idea que inmediatamente comprendí que era el libro que buscaba.

Al escucharme, a Zoé se le iluminó el rostro.

—Ahí lo tienes —aplaudió—. ¡Ahora si!. ¡Ya no puedes escapar a tu destino!.

Aquel día, en efecto, supe que este libro iba a ver la luz. Que se adelantaría a otros muchos proyectos y que serviría a mis lectores como
mapa de letras
para adentrarse en el peculiar universo de mis obsesiones históricas. Muchas —bueno es reconocerlo— nacen de la incomprensión de aquel niño que adoraba sus clases de geografía e historia, incluso las de religión, pero que siempre hacía preguntas de más a sus pacientes profesores. «¿Cómo se tardó tanto en descubrir América, si ya los romanos tenían barcos capaces de cruzar el Atlántico?». «¿Sigue sin saberse nada de las diez tribus perdidas de Israel que menciona la Biblia?». «¿Por qué no estudiamos las apariciones de Fátima en clase, si fueron tan importantes?».

Las respuestas insatisfactorias que recibí a cuestiones como aquéllas me juramentaron para buscarlas por mis medios.

Sé, además, que fue entonces cuando pedí a esa fuerza oculta, invisible, de la que un día hablaré como se merece, que me alertara siempre que hubiera una de esas respuestas cerca. Y lo ha hecho. A veces, clarificándome de un solo golpe de timón un viejo misterio; otras, las más, sembrando la semilla de enigmas a los que antes o después deberé enfrentarme como se merecen. Y algunas, como aquella mañana de mayo en Jerusalén, llevándome confiado hasta la puerta misma de un escenario histórico.

Este libro es, pues, fruto de todos esos empujones del destino. A él, y a mi curiosidad, se lo debo todo.

PRIMER DESTINO: AMÉRICA.

Cristóbal Colón no descubrió América: la redescubrió.

Thor Heyerdam,
Las expediciones Ra.
[2]

CAPÍTULO 1

La ruta prohibida

Tuve que leer dos veces aquella frase para convencerme de que era real. Me froté los ojos, incrédulo, y le eché un tercer vistazo. ¿Cómo era posible que en cinco siglos nadie hubiera reparado en aquello?. Frente a mí, en el corredor izquierdo de la imponente basílica de San Pedro, en Roma, el monumento funerario de Inocencio VIII mostraba orgulloso una inscripción profundamente anacrónica:
Novi orbis suo aevo inventi gloria
. «Suya es la gloria del descubrimiento del Nuevo Mundo».

Other books

The Best of Times by Penny Vincenzi
The Infidelity Chain by Tess Stimson
Soul of the Assassin by Larry Bond, Jim Defelice
Revenge Sex by Anwar, Celeste
Dead Time by Tony Parsons
Child of the Mist by Kathleen Morgan