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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (5 page)

BOOK: La ruta prohibida
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Aquellas dudas me condujeron a un camino que entonces ni siquiera imaginaba. En cuestión de semanas, apilé decenas de piezas de un fenomenal rompecabezas histórico. Descubrí a todo un elenco de autores que defendían que esas representaciones probaban que mucho antes de Colón desembarcaron en América una o varias órdenes religiosas, caballeros templarios e incluso apóstoles bíblicos que recorrieron el continente de norte a sur… ¡predicando!.

¿Eran las teorías de un grupo de chiflados?. ¿O tal vez tras sus tesis se escondía algo digno de ser investigado?.

El enigma de los protoevangelizadores

El hombre que abrió el camino a semejantes ideas fue Jacques de Mahieu, un economista francoargentino autor de varias obras consagradas a demostrar que vikingos primero y templarios después, explotaron las ricas minas de plata del Nuevo Mundo. Lo cierto es que nadie le había prestado demasiada atención hasta la aparición en escena del mapa de Vinlandia.

Según De Mahieu, los primeros colonos europeos dejaron sus huellas en explotaciones mineras de todo el continente. Ése fue el caso de los vikingos que extrajeron plata de Santos y Parnaiba, en Brasil, y la intercambiaron con los templarios durante los siglos XII y XIII. Para De Mahieu eso explicaba por qué los caballeros de los mantos blancos establecieron el puerto principal de su flota en La Rochelle (Francia), en pleno océano Atlántico, y no en Marsella o en cualquier otro fondeadero del Mediterráneo, que era el gran mar comercial de su tiempo. Y también cómo se las ingeniaron para inundar Europa occidental «con una moneda de plata cuyo origen ha permanecido siempre en el misterio, pero que la tradición popular de Normandía situaba más allá del océano. En buena lógica se impone una conclusión —escribió—: el Temple importaba la plata de América».
[23]

¿Fue, pues, uno de esos templarios el modelo que inspiró la figurilla barbuda de Carabuco?.

Al trabajar sobre una leyenda prehispánica paraguaya, De Mahieu me puso tras otra interesante pista. A decir suyo, la divinidad barbuda local que culturizó Paraguay hacia el año 1250 de nuestra era, y a la que los indios describieron como un varón vestido con hábitos blancos, fue un monje cristiano. A él se deben, asegura, topónimos geográficos tan importantes como Santa Cruz de la Sierra en Bolivia donde se conoció a aquel extranjero con el sobrenombre de Gnupa. Un personaje que, por cierto, también pasó por Carabuco, el pueblo del «monje» de piedra.

Pero las sorpresas no terminaron ahí. A mi regreso de Bolivia, visité el santuario de Loyola, en Guipúzcoa, sede de una importante biblioteca que alberga más de treinta mil volúmenes de los siglos XV al XVIII. Mientras examinaba en sus fondos ciertas cartas que san Ignacio intercambio con su compañero de andanzas Francisco de Borja, accedí a un extraño volumen,
Historia y magia natural
,
[24]
escrito por el jesuita gaditano Hernando Castrillo en 1692. En su capítulo diecisiete, bajo un epígrafe titulado
Si la noticia de la fe ha llegado a los fines de la América
, el buen padre aportaba datos que, casi milagrosamente, casaban con la historia de «mi» monje boliviano.

Con aplomo temerario, Castrillo afirmaba que algunos apóstoles de Jesús, fieles a su mandato de extender la noticia de la redención por todo el mundo, se aplicaron tanto en su tarea que llegaron incluso a las costas de América. De su épico relato se desprende, además, que el verdadero héroe de aquella saga fue el apóstol escéptico Tomás. Al parecer, avergonzado por haber metido sus dedos en las llagas del Mesías desconfiando de su resurrección, Tomás huyó a Paraguay donde no sólo se dio a conocer como Pay Zumé, sino que anunció a los indígenas la llegada de los jesuitas… ¡quince siglos antes de fundarse la orden!.

Tan descarada propaganda a punto estuvo de hacerme cerrar el libro. Por suerte, me contuve: entre tanto despropósito, su obra incluía también datos dignos de consideración. Refería, por ejemplo, el relato de un indio bautizado como don Fernando, de 120 años de edad, que en 1600 relató a los jesuitas cómo sus antepasados conocieron a «un hombre de grande estatura, vestido casi al modo y traje de ellos, blanco, que predicaba dando voces que adorasen a un solo Dios, y reprendía los vicios, y que llevaba consigo una cruz, la cual levantó en el pueblo llamado Carabuco, y que a su vista enmudecieron los ídolos y no dieron más respuesta».
[25]

Como aquellos ídolos, también yo me quedé sin habla: ¡Carabuco!. ¡Otra vez!.

Aquellas cuatro sílabas habían resonado en mis oídos en dos lugares diametralmente opuestos del globo, separados por más de 11.000 kilómetros entre si, en cuestión de un mes. ¿había visto en La Paz el retrato —tal vez el único de su especie— del «monje blanco» que predicó a los antepasados de don Fernando?. ¿Tal vez el de ese Pay Zumé descrito por De Mahieu?.

Y de no ser ninguno de los dos, ¿a quién quiso retratar el anónimo artista que esculpió el monje del boliviano Museo Nacional de Arqueología?.

CAPÍTULO 5

Los viracochas

Aquella pregunta que vagó en mi mente durante semanas, tenía una respuesta. Era una contestación tan simple como enigmática, que había que encontrar en las crónicas de los primeros conquistadores: el monje de Carabuco era un viracocha. Un hombre blanco venido de ultramar mucho antes de 1492.

Ese dato se escondía en un sorprendente ensayo de Pierre Honoré,
[26]
un estudioso obsesionado por despejar algunos de los puntos más oscuros que nos legaron los primeros cronistas de Indias.

Honoré había prestado atención a algunas descripciones antiguas, como esta que Pizarro hizo de los incas al poco de establecer contacto con ellos en 1533:

La clase dirigente del imperio del Perú era de piel clara y pelo rubio oscuro, algo así como el color del trigo maduro. Los grandes señores y las damas eran en su mayoría blancos como los españoles. En aquel país encontré a una india con su crío que tenía la piel tan blanca que apenas hubiera podido distinguírsela de la gente blanca y rubia. De ellos se decía que eran hijos de los dioses.
[27]

¿Quiénes fueron esos hombres blancos de los Andes, que dominaron el lugar mucho antes del desembarco de Pizarro?. ¿De dónde habían salido?. ¿Fue por ellos que los incas tomaron por dioses a los primeros españoles que vieron, ¿Estaba en ese parecido la razón por la que se sometieron con tan poca resistencia a los recién llegados?.

Los encuentros con hombres blancos en la América precolombina no se dieron sólo en Perú. Incluso Colón describió en sus diarios a esos indios «tan blancos como podían ser en España»
[28]
y se asombró del parecido que tenían con algunos de sus compatriotas. ¿Se trataba de los remotos descendientes de alguna familia perdida hace siglos?.

En Perú, a Pizarro y los suyos los llamaron
viracochas
[29]
y los incas los agasajaron como si fueran dioses. Lo que al principio fue tomado como una fórmula de cortesía, pronto reveló su verdadero significado: la indumentaria, el porte y el color de la piel de los recién llegados recordaba a aquellos nativos el paso del dios culturizador Viracocha, cuyo culto se extendía entonces a lo largo de todo el Imperio del Sol.

A este respecto, y según explicó el cronista Garcilaso de la Vega «el Inca» en sus
Comentarios reales
, tiempo antes del desembarco de Pizarro, bajo el gobierno de Yáhuar Huácac; (1350-1410 d. J.C.), se produjo un hecho singular. El soberano inca, alertado por las señales que auguraban un negro final para el Tahuantinsuyu o gobierno imperial inca, decidió no sumar más conquistas a sus dominios. Su primogénito, un guerrero joven y temerario que ocuparía el trono como octavo rey inca, se opuso a aquella decisión ganándose su destierro a las fincas de pastoreo del monarca. Su castigo duró sólo tres años, al término de los cuales el príncipe regresó a Cuzco relatando algo que él mismo tuvo ocasión de presenciar y que sobrecogió a toda la corte:

Sólo, Señor, sabrás que, estando yo recostado hoy a mediodía (no sabré certificarte si despierto o dormido) debajo de una gran peña de las que hay en los pasos de Chita, donde por tu mandato apaciento las ovejas de Nuestro Padre el Sol, se me puso delante
un hombre extraño en hábito, y en figura diferente de la nuestra, porque tenía barbas en la cara de más de un palmo y el vestido largo y suelto que le cubría hasta los pies
[30]
[la cursiva es mía].

Aquel extraño se identificó como Viracocha y le previno de que la desunión de las diferentes provincias del Tahuantinsuyu conseguirían hacer caer el señorío de Cuzco. Al margen del vaticinio de «Viracocha Inca», lo que más me llamó la atención fue la descripción física del visitante.

En un estudio de ese relato conducido por la historiadora mexicana María Luisa Rivera, se apuntaba a que ese Viracocha «pudo ser un náufrago, ya que son famosos los viajes que navegantes italianos, portugueses, españoles y holandeses hicieron en la Edad Media y parte de la moderna por las costas africanas». La estudiosa añadía que el «náufrago» en cuestión «habría informado al sacerdocio y, en particular, al joven futuro Inca de la existencia de otra remota cultura y le habría explicado, asimismo, ciertos aspectos fundamentales de la misma».
[31]

La idea del navegante varado, aunque poderosa, pronto se me hizo insuficiente. ¿Un solo náufrago predicando en Cuzco, en Carabuco o en Paraguay?. ¿Un entregado cristiano dispuesto a convertir a pie a medio imperio andino?.

Quien haya visitado las sierras de Cuzco sabe que esa tarea es imposible para un solo hombre. No. Si de europeos se trataba, detrás de tanto «Viracocha barbudo» debía de existir toda una organización… Tal vez toda una tribu.

CAPÍTULO 6

La tribu más perdida

Ésta es una de esas historias que merece la pena ser contada.

Cuando los españoles llegamos a América, lo hicimos con la cabeza llena de sueños. Algunos conquistadores ávidos de aventuras creyeron haber descubierto en ella el paraíso terrenal. Otros buscaron, entre sus manglares y cerros, los restos de El Dorado, las siete ciudades de oro de Cibola o la fuente de la eterna juventud. Y los más doctos, los que arribaron al Nuevo Mundo con la cabeza más fría, pronto se ocuparon de urdir teorías para explicar cómo era posible que aquellas tierras estuvieran pobladas por culturas tan desarrolladas, con pequeñas familias integradas por hombres y mujeres de piel blanca y aspecto occidental.

Fray Bartolomé de las Casas,
El Apóstol de los Indios
, fue el primero en poner sus sospechas por escrito: aparte de los blancos, aquellos indios de nariz aguileña, pelo moreno, que no reconocían a Jesús como el mesías… ¿no podrían ser descendientes de alguna de las diez tribus perdidas de Israel de las que hablaba la Biblia?.

Ahí nació un mito.

La búsqueda de esas tribus es equiparable a la
quête
del Santo Grial, del Arca de la Alianza o del Preste Juan. Fábulas de raigambre bíblica que estimularon la imaginación colectiva de Occidente durante siglos. Las crónicas de Indias están llenas de referencias a esos judíos perdidos, Juan de Torquemada llega incluso a poner en boca de Las Casas que el topónimo de Cuba procedía de la palabra hebrea «casco». O que el rió Yuna, el segundo más importante que cruza la actual República Dominicana, tomó su nombre indígena del profeta Jonás. Otros, como el obispo Diego de Landa que recogió sus propias teorías en su Relación de cosas del Yucatán (1566), abundan en tesis parecidas, e impelieron a frailes como Diego Durán a decir que los aztecas descendían de alguna de las tribus judías perdidas, pero que con el tiempo derivaron sus sacrificios de carneros a Yahvé a sus rituales de muerte para humanos.

Tantos sueños, claro, llenaron mi cabeza de torpes ideas sobre lo que ocurrió en América antes del desembarco de Colón en 1492. Y empecé a ver —como Simon Wisenthal, el célebre
cazanazis
judío— extrañas coincidencias por todas partes. ¿Recibió Colón información del Nuevo Mundo de las comunidades hebreas que acababan de expulsar los Reyes Católicos de España?. ¿Conocían esos expulsados la existencia de tierras en ultramar?. ¿Fue casual que el último día de permanencia de los judíos en la península Ibérica fuera el 2 de agosto de 1492, veinticuatro horas antes de que Colón zarpara del puerto de Palos hacia el Nuevo Mundo?.

Una roca judía en Nuevo México

En marzo de 1994, justo antes de visitar Bolivia, me detuve dos semanas en Nuevo México con aquel galimatías hirviendo en la cabeza. Había oído el rumor de que, en medio del desierto, a unos 30 kilómetros de un pueblo llamado Los Lunas, existía una roca que me demostraría que, en efecto, una de las tribus perdidas de Israel había puesto pie en América mucho antes que los españoles. En aquella época no existía aún Internet, y el único modo que tenía de comprobar aquella información era presentándome en el lugar. No lo dudé ni un minuto.

No puedo decir que dar con ella resultara sencillo. La «roca de las inscripciones», como hoy la llaman los lugareños, es una piedra de 70 toneladas que descansa en la vertiente más escarpa da de una solitaria loma rojiza. Cuando la encontré, no estaba señalada por ningún indicador. No aparecía en los mapas. En ningún restaurante de carretera o gasolinera habían oído hablar de ella. Y lo único que tenía claro era que me estaba adentrando en una propiedad privada, sin permiso, con el sol a punto de desaparecer tras el horizonte, en busca de algo que no sabía si iba a poder encontrar. Pero el riesgo, como casi siempre, mereció la pena.

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