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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (7 page)

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Sin embargo, aunque esta teoría se admitiese, quedaría sin resolver el misterio de cómo llegaron unas observaciones astronómicas tan remotas a oídos del más grande poeta griego de todos los tiempos.

Y eso sí que es un misterio.

CAPÍTULO 8

Las puertas templarias

Que nadie crea que las metáforas cósmicas terminaron en tiempos de Homero. De hecho, toda nuestra cultura está sembrada de ellas. Y rastrearlas se ha convertido en una de mis obsesiones.

Los lectores de mis novelas saben ya que mi favorita se gestó en la Europa de las cruzadas. Y como todo enigma que se precie, éste también nació al calor de una serie de dudas razonables. Por ejemplo: ¿acaso puede una locura mística colectiva explicar por qué en menos de dos siglos, y sólo en Francia, se construyeron 2.136 abadías románicas?.
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¿O por qué en ese mismo país se gesto, como de la nada, un nuevo estilo arquitectónico más sutil, matemático y bello que los precedentes, con el que se levantaron nada menos que 96 catedrales?. ¿De dónde salieron tantos y tan bien formados constructores?.

Los enigmas que rodean la aparición del arte gótico —esa suerte de
art-got
de piedra manejado sólo por un puñado de maestros surgieron durante la construcción del primero de sus templos: la catedral de Chartres. Ésta se terminó de levantar en el año 1220. Fue la única del nuevo estilo edificada de un tirón, la única en la que nunca faltó ni mano de obra, ni' arquitectos, ni dinero. Y todo en una ciudad que a principios del siglo XIII jamás superó los quince mil habitantes.

Sin embargo, hasta una fecha tan reciente como 1965 tantas incógnitas parecían no haber llamado la atención de nadie.

Ese año un escritor francés llamado Louis Charpentier se detuvo en esta ciudad ubicada a noventa kilómetros al sudoeste de París, y se dio de bruces con el misterio. Era 21 de junio. Aquel día un grupo de vecinos se arremolinaba en un rincón de la nave derecha del templo, a la espera de un prodigio. «Quédese», le dijeron. «Aquí va a ocurrir algo».

¡Y vaya si ocurrió!.

A las doce en punto, el primer rayo del sol de mediodía atravesó un pequeño orificio circular practicado en el vitral de San Apolinar e iluminó la única piedra del enlosado que parecía fuera de lugar. El haz de luz, blanco inmaculado, marcaba así, con solemnidad, el inicio del verano en el que Estados Unidos comenzó a bombardear Vietnam.

Hoy, cuatro décadas más tarde, el prodigio astronómico sigue repitiéndose con puntualidad y es toda una atracción turística.

Ese «milagro de la luz» sobrecogió tanto a Charpentier que se prometió recoger en un solo libro sus numerosos misterios. Acababa de descubrir que aquel templo no sólo se diseñó como un reducto para el espíritu; también era un reloj de precisión.

El enigma de la catedral de Chartres
se publicó al año siguiente, convirtiéndose en un clásico de la
Historia oculta
que todavía se reedita. De hecho, basta leerlo para comprobar que el prodigio luminoso presenciado por Charpentier fue sólo un pretexto para dar a conocer sus teorías sobre el arte gótico.

Yo mismo he visto varios de esos «milagros de la luz» en otros recintos sagrados europeos. Sin ir más lejos, cada equinoccio de primavera o de otoño, un rayo de sol del mediodía ilumina durante ocho minutos un capitel de la ermita de San Juan de Ortega, en el Camino de Santiago burgalés. El altorrelieve alumbrado muestra la misteriosa fecundación de la Virgen, y recoge el momento en el que otro «rayo divino», uno similar al que Fra Angélico inmortalizó en su célebre tabla
La Anunciación
, encintó a María. Un rayo que, gracias al «primitivo» arquitecto del lugar, aún cobra vida año tras año impactando sobre Nuestra Señora y marcando a su vez el cambio de estación.

Charpentier sabía bien que iglesias Y catedrales actuaron como calendarios durante la Edad Media. Fueron marcadores de fiestas y cosechas para un tiempo en el que no existía un modo mejor de medir el tiempo. Y esa práctica se extendió hasta el siglo XVIII, con la popularización de los relojes mecánicos en las torres de las iglesias. Curiosamente, la misma fecha en la que, según algunos estudiosos, se «ajustó» el «reloj solar» de Chartres.
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En efecto: el célebre «milagro de la luz» que tanto sorprendió a Charpentier, y que cientos de visitantes siguen celebrando cada solsticio de verano por todo lo alto, no fue pergeñado en el año 1220, sino en 1701. Yo mismo caí en la trampa de Charpentier al creerlo parte de la sabiduría oculta del medioevo.
[38]
Mea culpa
. Hoy sabemos que durante el primer año de siglo XVIII el entonces canónigo de la catedral, Claude Estienne, mandó perforar el vitral de San Apolinar para instalar ese llamativo «meridiano» astronómico. No sabemos con qué propósito lo hizo. Tal vez quiso honrar la memoria de los constructores originales de Chartres, hábiles astrónomos como los de San Juan de Ortega. Pero lo cierto es que con el tiempo, y por influencia de la entusiasta pero poco informada descripción que hiciera Louis Charpentier en su libro, aquel
milagroso
marcador de solsticios se tomó por un logro medieval ajeno a las posibilidades tecnológicas de la época.

Más tarde, el archivero diocesano de Chartres y máximo experto en sus vidrieras, el centenario Yves Delaporte (1879-1979), irritado por las oleadas de peregrinos que acudían cada 21 de junio a «su» templo, llegó a decir del
prodigio
que «no era más interesante que ver llegar el tren de Paris a Mans a los andenes de Chartres a la hora prevista en los horarios de la estación».
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Pero Delaporte no fue justo con Charpentier y sus seguidores. El archivero olvidó mencionar que antes de la moderna ejecución de ese truco luminoso, los canteros de los siglos XII y XIII alcanzaron otras proezas científicas admirables. Tal vez incluso de mayor calado que la curiosidad del agujero practicado en un vitral para anunciar la llegada del buen tiempo.

Chartres fue diseñada, de eso estoy seguro, como una metáfora cósmica. Y siempre he estado dispuesto, contra viento y marea, contra las descalificaciones de los críticos a Charpentier y a sus ideas, a reunir todos los indicios que lo prueben.

El primer templo a la Virgen

Veamos uno de ellos: Chartres fue levantada hacia 1220 y consagrada de inmediato a Nuestra Señora. Su proyecto supuso toda una revolución para la época. Y el artífice no fue otro que Bernardo de Claraval,
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el impulsor de la Orden del Temple y principal ideólogo de los cambios que en ese momento se introdujeron en Europa.

Fue así como el culto a la Virgen cobró un protagonismo inédito en la historia del cristianismo. Sólo en el condado de Champaña, bajo control del conde Hugo, señor a su vez de los primeros templarios, se erigieron un conjunto de catedrales cuya disposición sobre el mapa recordaba la forma del rombo central de la constelación de Virgo. Se trataba, sin duda, de un tributo simbólico, invisible a ojos de los no iniciados en ese
secreto
, a la Virgen. Y Charpentier, fiel a su estilo, subrayó el problema con una precisión quirúrgica: «Si superponemos a las estrellas los nombres de las ciudades donde se hallaban esas catedrales, la
Espiga de la Virgen
(estrella
Spica
) sería Reims;
Gamma
, Chartres;
Zeta
, Amiens;
Epsilon
, Bayeux… En las estrellas menores encontramos Évreux, Étampes, Laon, todas las ciudades con Nuestra Señora de la buena época».
[41]

Para Charpentier, la «buena época» fue la de los primeros templos góticos, de formas sencillas y puras. Apareció en escena sin grandes pretensiones hacia 1130 y rápidamente alcanzó su apogeo. «Lo extraordinario», escribió, «es que, de pronto, se encuentra a bastantes maestros de obras, artesanos y constructores para emprender, en menos de cien años, más de ochenta inmensos monumentos».
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Ésa fue la buena época. Pero se apagaría siglo y medio más tarde —y con ella los maestros que la impulsaron—, dando paso a un gótico recargado y ajeno a la pureza de formas y espíritu del original.

El problema, claro, me fascinó. ¿Cómo era posible que en plena Edad Media un grupo de constructores decidiera marcar sobre una superficie de 33.600 kilómetros cuadrados, parecida al Principado de Asturias, el perfil de una constelación?. ¿Y para qué?. Obsesionado por lo que estaba descubriendo, recogí cuanta información pude y terminé escribiendo una novela que titulé Las puertas templarias, para explicarme del mejor modo posible semejante enigma.

Para ser justo, tampoco aquí le encajaron todas las piezas a Charpentier. Varias estrellas importantes de Virgo —como
Beta Virginis
— quedaban sin correspondencia catedralicia. Sin embargo, y pese a esos desajustes menores, lo que más me sorprendió fue descubrir que esa obsesión por imitar el cielo sobre la Tierra era muy antigua… ¡y en absoluto cristiana!.

Otro ejemplo bastará para demostrarlo: en la frontera entre Armenia y Turquía, el pueblo de los yezidis —hoy en peligro de extinción por las persecuciones a las que viene siendo sometido por el islamismo integrista— sostiene que en el pasado existieron siete torres, construidas sobre Níger, Sudán, los Urales, el Turkestán, Liberia, Irak y Siria, cuya disposición imitaba a la Osa Mayor. Según ellos, marcaban importantes lugares de poder, verdaderas puertas de acceso de las «energías satánicas» a la Tierra. Por desgracia, no queda mucho de estas construcciones y resulta imposible comprobar si su distribución sobre Asia y África recordaba o no la forma de esa constelación. Pero lo importante para ellos nunca fue el prodigio de ingeniería y orientación que una obra así supondría, sino que, en palabras del historiador francés Michel Lamy, «se suponía que estas torres estaban situadas en unos lugares en los que la comunicación con las fuerzas subterráneas era posible».
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¿Pretendieron eso los constructores de catedrales?. ¿Abrir puertas de acceso a una realidad trascendente?.

Se da además la significativa circunstancia de que, siglos antes, los antiguos egipcios pusieron en práctica exactamente la misma idea. Creyeron que su país era un reflejo perfecto del cielo, acuñando así la máxima hermética de «así como es arriba es abajo». En realidad, el término «hermético» se acuñó después, pero recoge fielmente la pasión de los antiguos por edificar «reflejos» del firmamento nocturno. Fueron los griegos quienes bautizaron como Hermes Trismegisto al dios Toth egipcio, el responsable del conocimiento; aquel que, según la tradición, explicó a los habitantes del Nilo que su país era tina suerte de eco de las maravillas que contemplaban en su negra bóveda celeste.

De hecho, una de las teorías más populares para explicar la orientación de las pirámides es que éstas imitaban, como las catedrales harían más tarde, la situación de ciertas estrellas del firmamento nocturno. Pero no la de unas estrellas cualesquiera, sino aquellas llamadas por sus milenarios textos religiosos
El Duat
. Bajo ese nombre se conoció en Egipto a los tres astros que integran el cinturón de Orión —nosotros las llamamos «las tres Marías»—. Los egipcios creían que eran la puerta simbólica por la que el faraón accedía a los reinos del más allá. Las pirámides, por tanto, fueron «modelos» en piedra de esa entrada; lugares de iniciación en los que el gobernante de Egipto se preparaba para el viaje más importante de su existencia: el de su muerte.

¿Inspiraron tan remotas creencias a los constructores de las catedrales francesas?.

Cristianismo egipcio

Christian Jacq, egiptólogo y novelista de reputación internacional, es también autor de varios libros sobre el significado oculto de las catedrales. En algunos de ellos subraya las nada sutiles conexiones que existen entre la fe de los faraortes y la que alimentó a los diseñadores de los primeros templos góticos. Los de la «buena época», que diría Charpentier. Esas coincidencias van desde los pequeños detalles hasta el significado profundo de ciertos ritos. Jacq enunció varios, muy evidentes. «En los papiros egipcios —escribió— se dibujaba con tinta roja los primeros jeroglíficos de un capítulo. Encontramos la misma práctica en las obras litúrgicas cristianas de las que conocemos las "rúbricas", es decir "las rojas".
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Y si a detalles así le sumamos los evidentes paralelismos iconográficos existentes entre las estatuas de Isis y el niño Horus en el regazo, con las de María y el pequeño Jesús (la típica Virgen románica, vaya), o la coincidencia entre el «Juicio Final» pintado en papiros egipcios con aquellos representados en los frontis de todas las catedrales góticas, incluyendo las españolas de Burgos o León, los paralelismos con Egipto se hacen insalvables.

Hubo —y he aquí el gran misterio— una tradición que relacionó el culto a las estrellas con la veneración a diosas femeninas, que nació junto al Nilo y que impregnó la cristianísima Edad Media europea. Conociendo este dato, tal vez ahora sí podamos resolver este viejo enigma, extraído de un texto de inspiración egipcia conocido como
Tabula smaragdina
:

Cielo arriba,

cielo abajo;

estrellas arriba,

estrellas abajo;

todo lo que está encima, debajo se muestra.

Feliz aquel que el acertijo resuelva
.
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¿Alguien se atreve?

CAPÍTULO 9

La ascensión de Chartres

He estado muchas veces en Chartres. Me gustan sus calles empinadas, sus restaurantes al aire libre, sus casas señoriales y, sobre todo, merodear alrededor de su imponente catedral. La vida allí es muy diferente a la de París. Y aunque Chartres supera ya los cuarenta mil habitantes, su ritmo vital todavía parece el de un pueblo. La mayoría de sus vecinos se conocen, se saludan por la calle y están al día de lo que hace cada familia. Si alguien quisiera pasar desapercibido allí, la capital del departamento de Eure-et-Loire sería uno de los peores sitios del mundo para hacerlo.

Ni que decir tiene que ésa, desde luego, no era mi intención. jamás me incomodó saberme vigilado desde los visillos de las casas que rodean la catedral. Ni la de sentir la mirada de todo un bar en la nuca. Y aquella tarde de verano de 2004 no estaba dispuesto a perder esa despreocupación. Almorcé en La Reine de Saba, un confortable restaurante emplazado a pocos metros del pórtico sur del templo, con la intención de pasar las siguientes dos horas de sol en su interior fresco y oscuro. El camarero me miraba de reojo. Ya me había visto allí antes cargado de mapas y croquis extraños. Esa vez llevaba conmigo mi fiel cuaderno de notas con los versos de la
Tabula smaragdina
bien anotados en él. ¿Qué mejor lugar que la primera catedral gótica de Francia, reflejo terrestre tal vez de la estrella
Gamma Virginis
, para tratar de resolverlos?, pensé.

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