La Saga de los Malditos (111 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Llegaron en una hora y media a la orilla del río.
Peludo
ladraba la imagen de la luna rielando en el agua. El fanal de popa de la galera estaba prendido y un vigía desde la cofa oteaba la orilla.

Apenas llegados, la chalupa se apartó del casco y vino a su encuentro. Varios fueron los viajes a realizar entre la orilla y la nao para que los pasajeros y sus enseres estuvieran a bordo.

Al cabo de dos horas y siendo negra noche, luego que la mitad del precio convenido por el pasaje estuviera, a buen recaudo, en su cofre, Dracón ordenó levar anclas. El rezón salió del limo del fondo arrastrando en la cadena algas y fango.

La nao comenzó a moverse lentamente río abajo. Los niños, Sara y Myriam estaban recogidos bajo el camarote del fenicio. En cubierta la tripulación andaba atareada entre cabos, drizas, lonas y yerros. El contramaestre daba las órdenes precisas para que el casco se deslizara seguro entre los traidores bajíos del Guadalquivir. Seis echaba una mano a la escasa tripulación y, acodados en la aleta de popa sobre el castillo y al costado del gobernalle que estaba en manos del fenicio, Esther y Simón veían cómo los centelleos de las luces de la orilla se iban haciendo pequeños en la distancia y un horizonte de esperanza se abría ante ellos. Al cabo de seis horas y ya de madrugada, el cabeceo de
El Aquilón
les indicó que habían entrado en mar abierto.

Stazione Termini

Y llegó el viernes. Manfred salió de su pensión con mucho tiempo por delante, no fuera a ser que algo se interpusiera en su camino y llegara tarde a su importantísima cita. La ciudad había cambiado. Desde que Hitler había liberado a su amigo el Duce, mediante la arriesgada acción llevada a cabo por un grupo de comandos al frente de los cuales iba el coronel Otto Skorceni, rescatándolo del gran Sasso mediante un avión cigüeña y planeadores, los neofascistas sacaban pecho y copiaban los métodos coactivos del invasor alemán. Ya no eran los palurdos milicianos de los camisas negras los que apalizaban a los infelices que caían en sus garras y les daban a beber aceite de ricino sino que ahora, las roturas de huesos, los tormentos basados en impedir el descanso o que hicieran las funciones naturales del cuerpo humano, las amenazas sobre las injurias que inferirían a sus mujeres e hijas caso de que no delataran a sus correligionarios, los electrodos aplicados en los sitios más dolorosos e íntimos de una persona, estaban a la orden del día. Los cuartos de tortura del palacio Braschi y de la pensión Jaccarino funcionaban día y noche. Las orgías de Bardi, de Pollastrini, de Franiquet y de Koch eran famosas entre la población romana. Eso sí, con la aquiescencia de Caruso, el comisario general, que en tanto atendieran a sus periódicas demandas de gente para fusilar deportar o robar, la forma en que se hiciera le era indiferente. La Via Tasso era la maestra de la Via Romagna y los torturadores de aquella casa, donde existió en otro tiempo el Instituto de Cultura Alemán, fueron los maestros de los rufianes de la pensión Jaccarino. De no haber sido por los alemanes, los restos de las ratas
del fascio
jamás se hubieran atrevido a salir de sus escondrijos, pero ahora, aupados al poder por sus invasores, acosaban a sus compatriotas en un nauseabundo contubernio y, saliendo de las tinieblas, atacaban a una población mísera. Así, vistiendo el uniforme de la milicia, con puñal y mosquetón, e inclusive el de las SS, malhechores salidos de las cárceles e ignorantes y achulados muchachitos extraídos del más inmundo magma social, se vengaban con saña de los ciudadanos de Roma que salían de sus casas agobiados por la humana necesidad de buscarse el sustento.

Por las radios volvieron a salir las cloqueantes apelaciones y los enfáticos embustes. Los periódicos, confiados a los ambiciosos colaboracionistas, eran una doliente carnavalada de mentiras. El director del
Messaggero,
Bruno Spampanato, publicaba día a día notas encomiásticas de Maeltzer, comandante militar de Roma, justificando los fusilamientos en masa y clamando, con una prosa histérica, por el castigo de cualquiera que se atreviera a opinar en contra de aquellos asesinos
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La circulación de los romanos era caótica. Al edicto publicado prohibiendo el uso de bicicletas, había respondido el pueblo colocando en las suyas una ruedecilla de bicicleta de niño que no tocaba al suelo. De esta manera, al ser un triciclo, se escaqueaban de la norma
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Acostumbrado al disciplinado comportamiento de los berlineses, aquel anárquico proceder de vehículos a motor y bicicletas, gritos irritados de conductores y aparcamientos en los lugares más inverosímiles, no dejaba de asombrar a Manfred. Los coches oficiales, que portaban en su guardabarros delantero un banderín que indicaba la procedencia y el rango del usuario, se mezclaban con las motocicletas con sidecar, con las ambulancias, y con los camiones del ejército, formando una ingobernable barahúnda. Muchos de los taxis romanos lucían en su parte posterior unos curiosos cilindros de hierro que, cual gigantescas calderas, consumían una variada cantidad de materias cuya combustión obraba las veces de carburante tradicional. Leña, carbón, cáscara de avellana y variantes en vez de gasolina o gasóleo. Esto hacía que, una vez sí y otra también, las averías fueran frecuentes y la caótica circulación se viera agravada por cualquier detención que, en según qué momentos y calles, producía monumentales atascos.

Manfred llevaba encima su documentación y el carné correspondiente a la actividad que, a través de la influencia de Gertrud Luckner, le habían asignado en Caritas romana. Desde el 11 de septiembre, día en que los alemanes habían ocupado Roma, las detenciones se producían diariamente y las cárceles estaban llenas de patriotas que se había alzado contra el fascio, que era lo mismo que hacerlo contra Hitler.

El ulular de sirenas era continuo y ya fuere por una ambulancia o porque la alarma antibombardeos funcionara, el caso era que los ciudadanos de la Ciudad Eterna, y por ende del estado Vaticano, vivían en continuo sobresalto, en tanto el Santo Padre perseveraba porque su ciudad fuera considerada, por ambos bandos, como Ciudad Abierta, libre por tanto del acoso de las bombas. Eso hacía que los bombarderos largaran su mortal cargamento sobre las poblaciones vecinas y, como consecuencia, una inmensa multitud de desheredados se agolparan en las entradas de la Ciudad Eterna ocupando plazas y lugares públicos; e inclusive haciendo pastar a los pocos animales que habían traído consigo en parques y jardines
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El Vaticano, en un difícil equilibrio, instaba al pueblo a que no participara en acción alguna que redundara en perjuicio de sus compatriotas, ya que las amenazas del gobernador romano acerca de las represalias que se tomarían en caso de atentados eran terribles. Los bandos y avisos proliferaban, y raro era el día que una nueva proclama o un nuevo edicto no llamara la atención de los transeúntes. Estaba prohibido pasar por determinadas aceras, atravesar ciertas calles, llevar víveres, telefonear o telegrafiar fuera de Roma, pernoctar en casa ajena, entrar o salir de la capital sin el correspondiente salvoconducto; era peligroso llevar un paquete bajo el brazo, caminar apresuradamente, usar una barba crecida demasiado aprisa e inclusive usar gafas negras. Escuchar radio Bari o radio Palermo podía ocasionar la muerte. El toque de queda era a las nueve, luego se fue adelantando y las redadas de las milicias vaciando autobuses o entrando en las casas de un barrio, cerrado anteriormente, para llevarse a todos los varones de dieciséis a sesenta años, eran continuas. Eso sí, los alemanes, melómanos apasionados, iban a la ópera a disfrutar, cerrando los ojos, de las melodías de Verdi o de Wagner, lo cual no impedía que al día siguiente, al regresar a sus despachos, firmaran las correspondientes penas de muerte y reclamaran a la policía italiana cien o doscientos hombres para cavar zanjas en las carreteras batidas por el fuego o para cavar trincheras hacia el mar
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Caminando lentamente, pues tenía tiempo sobrado y la posibilidad de sufrir inconvenientes era menor, Manfred llegó hasta los aledaños de la gran estación. Los daños causados por el último bombardeo eran notables y los hombres, sin ayuda de máquinas, intentaban remediar en lo posible las principales deficiencias intentando que el tráfico ferroviario fuera lo más fluido posible. La inmensa estructura parecía el descarnado esqueleto de un inmenso dinosaurio, ya que en toda ella raro era el lugar donde todavía se conservara un cristal. Ascendió por la escalinata central y se dirigió al bar. Un inmenso rótulo anunciaba el lugar, y la gente se arremolinaba en su mostrador entreteniendo el tiempo de espera, callando únicamente los diálogos las veces que los altavoces anunciaban un retraso o una partida.

Enseguida divisó la trigueña melena de Angela y, al igual que la primera vez, pensó que la muchacha era un soberbio ejemplar de mujer, acrisolado por un sinfín de mezcla de razas y pensó que tal vez en otras circunstancias, y llevando una existencia normal, era el tipo de chica que le hubiera interesado. Ella así mismo lo divisó entre la gente y rápidamente, mediante una señal, lo invitó a acercarse. El velador estaba ubicado junto a la puerta de vaivén por donde entraban y salían los camareros con las bandejas llenas de consumiciones que la miseria de la guerra propiciaba. Agua, sifones y cafés clarísimos hechos de una achicoria infumable, lo cual demostraba que la auténtica pasión de los italianos era verse, hablar y comunicarse; esto era sin duda lo que les llevaba hasta allí, ya que el servicio era deleznable y lo que se podía consumir, misérrimo. Junto a Angela se hallaba un hombre que, a bote pronto, le calculó Manfred unos cuarenta años, no más. Era grande, cubría su cabeza con una gorra y de su rostro mal rasurado destacaba una mirada incisiva que parecía tener todo controlado. Manfred llegó hasta la mesa y, cuando ella se iba a levantar para recibirlo, el hombre la sujetó por el hombro.

—Angela, no te levantes, debo ver todo el rato al hombre que está en la puerta. Si me da el cante saldré por la cocina.

—Entiendo, perdona.

—No es nada. Solamente son precauciones.

Manfred, sin esperar que lo invitaran, se sentó en la silla libre que quedaba en el velador.

Angela hizo la introducción.

—Para lo que nos concierne, éste es Ferdinand y él —señaló al otro— es Antonello Trombadori, el jefe.

—De todas formas, si te pones en contacto conmigo, llámame Claudio, es mi nombre dentro de esto. Ya me ha dicho Angela quién te recomienda, de otra manera no habría venido. Conozco tu historia y, por lo que me han contado, eres un tipo de redaños. Tú quieres luchar contra toda esta mierda y a nosotros nos viene bien alguien como tú.

Manfred, tras escuchar el escueto saludo que denunciaba a una persona que tenía muy poco tiempo que perder y sobre la que se cernía el peligro, habló:

—Me alegra conocerte. Ciertamente, tengo motivos personales para proseguir aquí mi guerra; me alegro también de haberte conocido y tengo razones para fiarme de ti.

—Es bueno que en estos negocios ambas partes salgan beneficiadas y que el riesgo sea compartido. De esta manera se evitan indiscreciones porque el miedo, o mejor la prudencia, guarda la viña de los dos.

—Te has referido a «nosotros» cuando has dicho que os convengo. ¿Quiénes sois exactamente?

—Gentes que han luchado y luchan contra Mussolini y, lógicamente, también ahora contra sus amigos nazis.

—Los enemigos de mis enemigos son mis amigos. El hecho de que luchéis ahora contra los nazis porque son los padrinos de Mussolini me acerca a vosotros.

Angela, que hasta aquel momento había permanecido callada, habló:

—Los motivos son lo de menos. Los míos son otros. Lo que nos une son nuestros comunes intereses. Por favor, Claudio, cuéntale a Ferdinand lo que se está tramando en las altas esferas al respecto de los judíos de Roma.

—Me imagino que ya sabes que los alemanes exigieron a los judíos de Roma la entrega de cincuenta kilogramos de oro. La suma se pudo reunir con la colaboración del pueblo de Roma; el Vaticano, a través de su secretario general, ofreció prestar lo que hiciera falta entregando a los judíos la cantidad precisa, eso sí, a nivel de préstamo, sin tiempo límite para la devolución. En cambio el Santo Padre ofreció, si hubiera hecho falta, fundir los cálices de oro del Vaticano, pero los judíos no lo aceptaron y ahora se rumorea que quieren deportarlos a todos.

—Ya conozco esta historia porque la he vivido, y sin duda ahora se enfrascarán en un mundo de discusiones y no tomarán decisión alguna.

—No vas desencaminado. El presidente de la comunidad, Ugo Foa, y el principal rabino, Israel Zollí, tienen opiniones encontradas. Mientras el primero aboga por seguir la vida como si nada ocurriera, el segundo sostiene que, si no se marchan o se refugian donde los acojan, todo acabará en un baño de sangre
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—No conozco a ninguno de los dos, pero el gran rabino tiene razón. En Alemania ocurrió lo mismo y cuando se quisieron dar cuenta ya habían deportado a un millón y medio de personas.

Angela intervino:

—Yo únicamente sé que mi amiga Settimia Spizzichino
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hace dos noches que no duerme en casa.

—Entonces, ¿qué sugieres?

—Por lo pronto te voy a dar los planos que me ha facilitado un hombre que tengo dentro de la sección de alcantarillado del ayuntamiento de la ciudad.

—¿Qué debo hacer?

—Tú y Angela os estudiaréis las salidas y accesos de ciertas calles que están marcadas.

—Y eso, ¿para qué?

—Te voy a responder porque aún no nos conocemos, pero no se te olvide que soy yo el que da las órdenes.

—Pues entonces déjame pensar si me interesa. Ya estuve en Berlín a las órdenes de alguien y comprobé que el que manda también se puede equivocar. Si te interesa que colaboremos me tendrás que explicar las cosas que deba hacer, el cuándo y el cómo.

El otro pareció sorprendido.

—Es lógico, Antonello. —Habló Angela.

—Está bien, tus credenciales te avalan. Te explicaré lo que te concierna.

—Adelante, pues.

—Las cloacas son un buen lugar por dos razones: la primera, para planear alguna huida, y la segunda, para colocar alguna bomba, ¿está claro?

—Como la luz.

Pues entonces, iremos a los servicios y te entregaré un paquete que te esconderás en los pantalones y cuando tu y Angela os hayáis aprendido al dedillo los planos, ésta —señaló a la muchacha —se pondrá en contacto conmigo.

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