Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—Pero ¿murió allí mismo?
—A los pocos días; el doctor Gómez Amonedo hizo lo que pudo; más que su sapiencia, lo mantuvo con vida el ansia de ver la boda de su hija.
Simón sintió que una palidez cadavérica invadía su rostro y temió que la misma delatara el estado interior de su espíritu ante la confirmación de la noticia que le había anticipado su padre. La llegada del criado con las viandas y bebidas encargadas por el rabí le ayudó a superar la angustiosa situación.
—La casa del gran rabino está cerrada, ¿acaso han partido todos hasta aliviar los días del duelo?
Ante su pregunta fue consciente de que la expresión de dom Ismael se tensaba y que sin ofenderlo iba a tratar de eludir quizá la respuesta.
—Nunca he mentido y jamás he defraudado la confianza que el gran rabino depositó en mí, únicamente os diré que ordenó en su testamento que la mansión fuera vendida y que su mujer e hija marcharan lejos de esta ciudad maldita, lo que no puedo decir es a dónde, en el caso de la hija porque no lo sé y en el caso de la esposa porque no debo.
Simón, ante tan diáfana respuesta entendió que debía dirigir sus indagaciones en otro sentido.
—Habladme de David, estoy dispuesto a acudir donde quiera que se halle, tantas son mis ansias por abrazarlo.
—A David lo obligamos a partir, no era bueno que se quedara en Toledo y vos deberéis hacer lo propio; de cualquier manera procuraré industriar los medios necesarios para que podáis dar un abrazo a vuestro amigo. Por otra parte, ignoro si los bellacos que os atacaron serían capaces de reconoceros, amén que no conviene, a los verdaderos instigadores del drama, mostrar su auténtica faz. Oficialmente el rey no puede permitir que alguien tome a su mano las atribuciones que únicamente competen a su autoridad, el obispo ya está agrandando el claustro de su catedral y han sido castigados una pléyade de desgraciados que, si bien fueron las manos que cometieron la tropelía, no fueron las cabezas pensantes que la diseñaron; ahora todos están contentos. Por cierto, creo que el bachiller que fue azotado en el patio de las prisiones del rey murió posteriormente en las mazmorras del obispo, los demás aún andan en ellas y va para largo.
—¿Por qué decís que debo partir?
—No conviene exacerbar los ánimos; el pueblo buscará un chivo expiatorio si intuye que tiene a mano alguien que represente para los cristianos un peligro latente; es mejor que vos y vuestro amigo, ese Sansón del que me habéis hablado, desaparezcáis un tiempo del desfile.
—Hablaré con los míos, rabí, y os comunicaré mi decisión.
Cuando el muchacho regresó a su casa, la luna iluminaba Toledo, que aparecía ante los ojos de Simón resplandeciendo por los remates, circunvalada por las curvas del Tajo, como una corona de rubíes dejada al desgaire junto a un rebenque de plata.
El Berlín Zimmer, ubicado en la conjunción de Fasanenstrasse con Joachimsthaler, era un palacete barroco cuya construcción databa de 1822. Constaba de dos plantas con cinco ventanales en cada fachada y una tercera abuhardillada cubierta por un tejado de pizarra, ornamentada en sus esquinas por cuatro gárgolas imitando las bocas de cuatro dragones. La entrada estaba situada bajo el frontón de un templete griego, a imitación de un pequeño Partenón, sostenido por dos columnas dóricas. La salida del edificio por su parte posterior daba a una terraza elevada rodeada por una balaustrada y que a su vez descendía en amplia escalinata de mármol a un parque de espesa vegetación con sicomoros, robles, arces, arbustos, parterres de flores y arriates que ocultaban sinuosos y estrechos caminos en cuyos recoletos y románticos rincones se ocultaban bancos de madera, junto a evocadoras estatuas griegas, y que confluían en una glorieta ubicada en la parte posterior. En su centro, un inmenso estanque de irregulares bordes en el que flotaban grandes nenúfares y en el que nadaban, majestuosas, cinco parejas de cisnes blancos y negros, una miríada de peces de colores y varios grupos de plateadas carpas. Todo el conjunto estaba circunvalado por un altísimo muro que impedía cualquier curiosa intromisión desde el exterior y ocupaba toda la manzana lindando con Kudamm por el este, Uhlandstrasse por el sur y por el oeste con Lietzenburger.
La semana anterior, Manfred, Karl y Fritz Glassen, otro de los componentes de la célula, se habían turnado controlando las salidas y entradas del edificio, y tras hacerlo vieron que el plan de Manfred era viable.
Manfred, que tenía grandes aptitudes histriónicas, se había hecho socio del Kleist-Casino y del Silhouete, dos de los locales más afamados y exclusivos de Berlín por la misma idiosincrasia de sus asociados, que se hallaban entre los más granado de la sociedad berlinesa. Prohombres del Régimen, grandes industriales, dirigentes del partido y hasta algún que otro jefazo de las SS.
Para ello tuvo que rellenar un escrito de inscripción, para lo cual contó con la inapreciable ayuda de Sigfrid, que buscó de entre sus deudores de póquer dos firmas de socios de los referidos centros que le sirvieron para falsificar dos avales, y entregar cuatro fotos de carné.
Allí, desnudo con una toalla en la cintura, sudando en los bancos de madera de la sauna primero, y después arreglándose en los vestuarios, había entablado conversación con varios de los individuos que frecuentaban aquellos parajes, tomando buena nota tanto de su amanerada forma de hablar como de su manera de vestir hasta el punto que, ensayando en el espejo de su casa, no pudo impedir las carcajadas de Helga que creía que todo era una artimaña para congraciarse con ella mostrándose ocurrente y divertido tras el enfado por su tardanza la noche de la conferencia en el Schiller.
En tanto Karl Knut y Fritz Glassen, ayudados por dos especialistas del PC habían preparado el material, Sigfrid había dispuesto, con su habitual habilidad, una carta con el sello de las acererías Meinz firmado por el apoderado que acostumbraba a alquilar el palacete, cuya rúbrica había sido suministrada por uno de los miembros de su célula que trabajaba en el departamento de contabilidad de las fábricas
A las nueve de la mañana del día del evento, un pequeño descapotable conducido por un Manfred atildado y compuesto exageradamente según el modelo aprendido, y seguido por una camioneta de reparto en cuyos laterales se podía leer en letras azules, «INSTALACIONES DE AUDIO Y TELEFONÍA ROCHER», se detenía en la puerta del palacete.
Manfred se apeó del vehículo y con paso de bailarín subió los tres peldaños del templete, observado por un indiferente portero, que acostumbrado a ver por allí a personajes amanerados y atildados de aquella guisa, ubicado en su garita, leía el periódico, absolutamente de vuelta de cuanto pasara en aquel recinto que se alquilaba para las más diversas actividades, ya que ya nada podía rebasar su capacidad de asombro. Al mismo tiempo, Karl Knut y Fritz Glassen, otro de los conjurados miembros del PC experto en sonido, descendían de la camioneta y abriendo la compuerta de detrás, comenzaban a descargar una serie de cajas.
El portero detuvo a Manfred intuyendo que era el responsable de la descarga.
—¿Qué están haciendo? Llévese el coche y diga a éstos que carguen en la camioneta lo que están descargando y circulen, aquí no se puede descargar.
—¡Uy, qué modos, por Dios! ¿No le han enseñado a informarse?
Un individuo con aspecto de conserje vestido con un uniforme azul marino que en la bocamanga de la chaqueta llevaba un galón dorado más ancho que el portero, y que en aquel momento asomaba por la puerta con unos papeles en la mano, interpeló:
—¿Qué pasa aquí?
—Nada, señor, estos individuos, que parece están descargando algo y hay un visible aviso prohibiendo la carga y descarga.
El plan previsto basaba su eficacia en la sencillez y contaba con la natural sumisión del buen pueblo alemán ante alguien que tuviera el aplomo de expresarse con una cierta autoridad. Manfred, controlando sus nervios, habló, entre sardónico y autoritario:
—«Estos individuos», como usted dice, tienen mucho trabajo en otro lugar y se marcharán gozosos a hacerlo siempre y cuando tengan la amabilidad de informar a Herr Staler —que tal era el nombre del apoderado de las industrias Meinz— que no se ha montado el sonido para el discurso que hay en los postres porque unos bedeles celosos de sus prerrogativas lo han impedido.
El conserje, recogiendo velas y lanzando una furibunda mirada al portero, argumentó:
—Nada se nos ha dicho al respecto, compréndalo; si tiene el pase y la bondad de explicarme cuál es su trabajo, gustoso colaboraré en facilitárselo, para eso estamos, ¿no es verdad, Archivald?
El otro, aliviado de que su superior le hubiera librado de su responsabilidad, se refugió en la caseta sin nada añadir.
—Excúseme, señor, si tiene la bondad de explicarme el motivo de su visita... —añadió el subalterno obsequioso.
—Herr Staler ha encargado a mi empresa el montaje del sonido para esta noche.
—Pero señor, debo decirle que hay un excelente equipo que funciona siempre que hay alguna fiesta, y no es por decirlo pero hacemos muchas al cabo del mes, y se oye perfectamente por todo el palacete y también por el jardín.
—Me consta, pero no es lo que pretende Herr Staler.
El hombre dudaba y quería asegurarse de que la decisión que tomara fuera la correcta. Manfred se dio cuenta y procedió a aclarar sus dudas exagerando sus afectados modales.
—Pues mire, resulta que al acabar la cena van a haber unos parlamentos desde la presidencia y antes de que dé comienzo la celebración propiamente dicha Herr Staler pretende que la palabra salga desde donde esté ubicado el orador para dar más presencia y relevancia al acto, ¿me comprende?
—No del todo, señor.
Manfred simuló ponerse nervioso.
—¡Odio explicar cosas a personas legas en la materia! ¡Por Dios, qué aburrimiento, siempre lo mismo! A partir de ahora voy a presentar dos facturas de honorarios, una por trabajar y otra por explicarme.
El otro, entre mosca y receloso, comentó:
—Comprenda que yo me limito a cumplir con mi obligación como hace usted con la suya, señor.
Karl intervino simulando calmar a Manfred.
—Entiéndelo, él no tiene por qué saber en qué consiste tu trabajo, ¡un poco de paciencia!
—Empiezo de nuevo: la palabra tiene que salir desde donde está situado el orador, con el sonido general que tienen instalado, un convidado que tenga un altavoz más próximo a su espalda vería mover los labios al disertante y lo oiría por su culo, y eso que he nombrado no me negará que se ha de emplear para otros menesteres más gratos, ¿no es cierto?, ¿me he explicado bien o ha pasado un carro?
—Creo que lo he entendido —respondió el otro violentísimo—. ¿Me hace el favor de mostrarme la autorización?
—Está usted en su perfectísimo derecho.
Manfred extrajo del bolsillo la carta con la firma del apoderado de las industrias Meinz y se la entregó al hombre, que poniéndose una leontinas comenzó a leer.
El texto no dejaba lugar a dudas, la empresa Rocher quedaba contratada para montar un equipo de sonido de refuerzo, amplificadores, altavoces, mesa, micrófonos, etcétera, expreso para palabra y ubicado precisamente detrás de la presidencia. El hombre, luego de leer el texto, vaciló un momento. La comprobación del documento era irrealizable ya que en sábado no habría nadie en las oficinas de las industrias Meinz y los sellos y la firma eran los de siempre. Decidió no arriesgar su puesto por hecho tan fútil. Volvió a quitarse las gafas. Reivindicando su autoridad y salvando la faz de su compañero, dijo:
—Todo está claro, pero, sintiéndolo, aquí no se puede descargar, tienen que ir por detrás.
—¿Ve como todo puede arreglarse hablando? —arguyó Karl.
Manfred, que conocía el paño, pensó que no podía perder la ventaja adquirida cediendo a la pretensión del hombre.
—¡Lo que me faltaba! ¡Ahora debo entrar por la puerta de servicio como si fuera un pastelero! ¡Vámonos, que hagan su discurso con un canuto! ¿¡Pero con quién se ha creído que está tratando!? ¡Yo soy Teodor Katinski —el nombre lógicamente era inventado—, uno de los mejores decoradores de esta jodida ciudad y me largo! ¡Quieres complacer a un amigo y te tratan como una mierda!
Al otro no se le pasó por alto lo de «amigo».
—Es que ya está montado todo y hemos retirado las fundas de las alfombras, es por eso, señor Katinski, que le he rogado que si no le importaba fuera por la puerta del jardín.
—¡No! ¡Usted no me ha rogado, usted me ha mandado a la puerta de servicio y no se lo acepto!
El conserje se vino abajo definitivamente.
—Por favor, le ruego me excuse, pero no dude que ha sido un malentendido, pasen por aquí mismo. —Entonces, volviéndose hacia la garita del portero, chilló—: ¡Archivald, llama a cocinas que suban dos hombres a ayudar a los señores!
El portero tras los cristales tomó el telefonillo y se puso a hablar.
El grupo fue entrando en el palacete. El barullo y la confusión que armaban los distintos industriales que montaban la recepción era tremendo, cada uno iba a lo suyo arrimando el ascua a su sardina, las discusiones por invadir el terreno del otro eran incesantes, los floristas luchaban a brazo partido por ocupar las mejores peanas para colocar sus flores, los restauradores querían paso franco para camareros y lugares apropiados para las mesas de rango y los encargados de la decoración interior bregaban con adornos, cintas y oropeles.
Al cabo de dos horas la camioneta y el descapotable abandonaban el palacete. Tras la larga mesa de la presidencia lucían dos grandes altavoces colocados sobre los correspondientes trípodes y disimulados por dos altos ramos de flores que tapaban el ligero tic-tac que salía del de la izquierda.
La fiesta comenzó a las ocho con puntualidad germánica. Los invitados fueron entrando en grupos más o menos juntos y mirándose con curiosidad festiva. La puerta estaba discretamente vigilada por miembros de la Gestapo vestidos de paisano con negros abrigos largos de cuero, que los delataban, quizás aún más que si hubieran ido de uniforme, y que controlaban las invitaciones pidiendo a muchos de los asistentes sus acreditaciones. Los invitados eran de muy diversa condición y se diferenciaban tanto por su edad como por su aspecto. Uniformes, hombres maduros elegantemente vestidos con ternos de alto precio, jovencitos de aspecto exagerado y cabellos tintados y todos en su conjunto emanando una seguridad impropia de aquellos tiempos en los que el Estado perseguía a los homosexuales, como personas que estuvieran por encima del bien y del mal. Lo cierto era que pese al recuerdo de la Noche de los Cuchillos Largos, en la que el Führer hizo asesinar a Ernst Rhöm en plena orgía y pese a las leyes que castigaban el vicio contra natura, éste había florecido de tal manera, entre la influyente clase política e industrial, que, en el Berlín de la preguerra, todos se conocían y los nombres de muchos de ellos estaban en boca del pueblo e inclusive eran veladamente aludidos por los cómicos que en los Kabarets, hacían las delicias del respetable.