La Saga de los Malditos (55 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Sevilla, 1385

Mucha agua había pasado bajo los puentes desde que los Ben Amía habían abandonado Toledo. Al año siguiente de su partida, falleció la reina y el monarca se halló en una situación precaria al respecto de la nobleza debido a las diferencias con el reino de Portugal y a la incursión de la armada de Castilla en aguas del Támesis, lo que requirió una captación de ingresos en menoscabo de la popularidad de la corona que se sumó a su protectora actitud al respecto del problema judío. El arcediano de Écija, Ferrán Martínez, pese a los buenos oficios del cardenal arzobispo de Sevilla Pedro Gómez Barroso, que con frecuencia lo reprendió por sus prédicas
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, y las repetidas amonestaciones reales,
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continuaba con sus soflamas incendiarias atribuyendo a los judíos todos los males que acosaban al reino y censuraba al monarca por no obedecer las directrices del pontífice que, desde el IV concilio de Letrán, imponía el confinamiento de los semitas en aljamas cerradas; ahora con horarios de entrada y salida fijos y la obligación —cosa que ya habían hecho los califas cordobeses— de llevar en sus ropajes un distintivo que los diferenciara claramente de los cristianos y, en su día, también de los islámicos
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. Consistía el tal símbolo en una marca circular no menor de un palmo de color amarillo y un gorro picudo cual si fuera un cuerno
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con la autorización de eximirse de esta obligación cuando emprendieran viaje a fin de que los bandidos que frecuentaban los caminos y asaltaban a los viajeros y los almogávares
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que vivían y merodeaban por las fronteras, no los distinguieran, ya que fuere por su trabajo de recaudadores de impuestos o por sus oficios de comerciantes adinerados, frecuentemente manejaban oro y plata, y acostumbraban a moverse llevando en sus alforjas suculentas sumas de dinero. Otro argumento que esgrimió el arcediano y que le sirvió en sus escritos de plataforma legal y excusa para desobedecer al monarca y a la vez justificar sus acciones, fue que él se limitaba a sostener en sus prédicas lo mismo que el papa legitimaba, y que eran las actitudes que coadyuvaban a justificar los entusiasmos de aquellos que querían destruir el judaísmo. Dicha bula fue promulgada por Gregorio XI el
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de octubre de 1375 y en ella conminaba al entonces monarca reinante, Enrique II, a prestar apoyo al «converso» Juan de Valladolid en su activo proselitismo antisemita, a la vez que censuraba su protección a los hebreos y le ordenaba poner en marcha las leyes de segregación. Este clima de odio no era nuevo y periódicamente se reproducían los incidentes, ya fuere porque se les atribuyeran los orígenes de todas las desgracias, cual fue el brote de peste negra que asoló la península y causó la muerte en 1348 a Alfonso XI, imputándoles el envenenamiento de las aguas, valiendo este pretexto de subterfugio al populacho enfebrecido para asaltar los
calis
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de Barcelona y Valencia, o bien porque se les acusara de atraer la maldición de los destrozos que pudiera desencadenar la naturaleza, como inundaciones o carestía de víveres por cosechas desastrosas, con la subsiguiente hambruna, e inmediata acusación que los tildaba de acaparadores de alimentos y explotadores del pueblo. Ya en 1328, fray Pedro de Olligoyen reunió a miles de seguidores en Navarra y los convenció de que la única solución del problema judío pasaba por asaltar la aljama y dar a elegir a sus habitantes entre bautismo y muerte. Y de esta manera arrasó Estella, Funes, Tudela, Pamplona, Tafalla y Viana, saqueando y asesinando por doquier.

La aljama sevillana estaba delimitada, de una parte, por un muro que enlazaba con la muralla general que arrancaba del alcázar e iba hasta muy cerca de la puerta de Carmona; y por la otra el límite lo fijaba el muro interior que seguía por Borceguinería, Clérigos Menores y Soledad hasta llegar a San Nicolás, cruzaba por delante de esta iglesia y continuaba por Toqueros hasta la plaza de Las Mercedarias; de allí seguía por la calle del Vidrio, y por la callejuela de La Armenta entraba en el barrio de los Tintes, que atravesaba, para terminar, de nuevo, en la muralla de la ciudad. A lo largo del recorrido se abrían varias puertas, la principal era la puerta de Las Perlas, que en tiempos moros se llamó Bab El Chuar, y la puerta de Minjoar, en el muro interior, y también un postigo que se abría donde desembocaba la calle de la Pimienta. Finalmente, como salida de la judería hacia el centro de la ciudad, existía una puerta de hierro en la Borceniguería.

Esther, en compañía de Sara, repasaba, en la galería descubierta de su quinta, desde la que dominaba el arenal del Guadalquivir, un brial color berenjena último regalo de Rubén para celebrar el nacimiento de su segundo hijo. Mentira le parecía que hubieran transcurrido ya cinco años desde su llegada a Sevilla y casi seis desde la infausta fecha que marcó un punto y aparte en su vida. El ama, ya achacosa, cosía frente a ella en tanto que con un ojo vigilaba las idas y venidas del pequeño Benjamín, que a sus cuatro años pululaba por el huerto intentando descubrir si dos hormigueros se comunicaban entre sí. Sara, que era feliz mientras tuviera una criatura que dependiera de ella, había volcado el caudal de sus cuidados maternales en aquel pequeño ser al que amaba con todas las fuerzas de su generoso corazón, y ahora que éste ya empezaba a reclamar su ración de independencia, podía dedicar sus cuidos y desvelos a aquella niña rosada y pequeña a la que habían impuesto el nombre de Raquel y que en aquel momento dormía feliz y saciada en el moisés de mimbre.

Esther recordaba y pasaba revista a todos los aconteceres que habían ido jalonando los tramos de su existencia a lo largo de aquellos años.

Arribaron desde Córdoba sin novedad remarcable y, apenas llegados, Rubén dedicó sus energías a instalarla como creía era su deber, intentando que no añorara las comodidades y lujos de los que había disfrutado anteriormente en la casa de su padre en lo que a ella le parecía un nebuloso pasado allá en la lejana Toledo. Rubén había demostrado ser un buen compañero amén de un hombre precavido; y, una vez puesta a buen recaudo la fortuna dejada por el gran rabino, se dedicó a presentarse a las correspondientes autoridades judías. Visitó en primer lugar la asamblea de los
muccademín
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, que lo remitieron a la de los
dayanim,
y en último lugar tuvo que presentarse al
nasi
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.

En cuanto llegaron sus enseres, se los recompró a Solomón Levi pagándole el plus acordado en el pacto y los guardó en un gran almacén vigilado día y noche y ubicado en la calle de la Pimienta e instalando a Esther —en tanto acondicionaba la hermosa almunia
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que habían adquirido, por excepción real, fuera de los límites de la aljama y junto al Guadalquivir— en la mejor posada de Sevilla, que era por aquel entonces el Mesón del Darro, en el que estuvieron viviendo cuatro meses y en donde ella perdió su flor y además quedó embarazada. Esther recordaba... Los primeros días andaba nerviosa y desazonada ya que esperaba cada noche que su marido acudiera a su tálamo pero al cabo de un tiempo dejó de preocuparse por ello ya que Rubén parecía ocupado en mil tareas que no eran precisamente cumplir con el débito conyugal. Se había presentado en la Yeshivá
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, sita en la conjunción de la calle de la Pimienta con el callejón del Agua, y nada más comenzar a dar las clases a los estudiantes de último curso, su fama de erudito y de estudioso de la Torá empezó a crecer inmediatamente; esto, y sin duda las muestras externas de su nivel económico a las que tan sensible era la comunidad hebrea, hizo que fueran aceptados inmediatamente en aquel cerrado círculo y seguidamente invitados a las reuniones de judíos notables que cada semana se encontraban en la casa de alguno de ellos para comentar los avatares políticos y los temas de religión en inacabables y porfiadas discusiones, a las que tan aficionados eran los de su raza y en las que los conocimientos de Rubén le auparon en poco tiempo a la máxima consideración entre sus iguales. En tanto que las esposas, en salones aparte, hablaban de las cuestiones propias de mujeres, que se resumían, según coligió Esther, en tres apartados: niños, guisos y temas de alcoba, en los que ella no participaba ya que temía ser preguntada y no estar lo preparada y ocurrente que se suponía debía estarlo una joven esposa. Cierta noche, y podía decir que impensadamente, su esposo se presentó en su cámara y algo en la expresión de su rostro le dijo que el día que desde jovencita había tantas veces comentado con sus amigas, había llegado. No estaba nerviosa, Rubén se había ganado su confianza y era su mejor amigo, el recuerdo de su amado Simón era lejano e inconcreto y aunque su presencia siempre la acompañaba, de tanto evocarlo, su semblante se aparecía como en una nebulosa. Llegó hasta el costado del gran lecho y, apartando el cobertor, recordaba que le preguntó sonriente y tímido: ¿Queréis aceptarme? Ella no respondió, se incorporó en el lecho y comenzó a quitarse la historiada camisa de dormir; nada fue como había soñado y en nada se pareció a las alocadas esperanzas y anhelos de juventud tantas veces comentados con sus amigas, podía decirse que ni siquiera le dolió; luego de desflorarla lo hizo dos veces más, sin embargo la sangre tantas veces anunciada no apareció. Rubén quedó tendido a su lado laxo y feliz, aquella iba a ser la primera mañana que amanecieran juntos, a las cinco todavía no se había dormido y volviendo la mirada observó a su esposo y sintió por él una especial ternura agradeciendo sus cuidados, su prudente actitud, su absoluta devoción y la paciencia infinita que había mostrado hacia su persona, se sintió vacía como mujer pero plena como esposa, ahora ya podría intervenir en las conversaciones de las casadas de más edad, y a la vez sintió un extraño afecto hacia aquel excelente hombre que ocuparía en su corazón, a partir de aquella noche, el hueco inmenso que había dejado en él su padre, el gran rabino. Cuando daban las seis en la campana de la espadaña del convento de los Terciarios de San Juan, antes de que la invadiera el sueño, su último pensamiento fue para Simón, cierta estaba que con él, «aquello» no hubiera sido así.

La quinta era una antigua construcción de noble aspecto, cuadrada y maciza con casamatas en las esquinas cual si fuera una pequeña fortaleza, y almenas circunvalando la parte superior, de estilo mudéjar, dos pisos y amplias y ventiladas galerías. Los antiguos dueños la habían dotado de unas peculiaridades muy acordes con los gustos en boga en la península en tiempos del Califato. La discreción y lo recoleto de alguna de sus estancias, sobre todo aquellas que habían dedicado a sus mujeres, y lo recogido de los jardines, hacía que Esther gozara de mil y una posibilidad de observar la vida exterior sin ser vista y de pasear por algunos caminos que conducían desde el jardín del estanque hasta el huerto por sendas cubiertas de enramada, umbrías y olorosas. El jazmín, la rosa y la hierbabuena mezclaban sus fragancias provocando en Esther antiguos y aromáticos recuerdos que la transportaban a Toledo, pues ésta era la mixtura de efluvios que brotaban de los arriates del jardín de la casa de su padre y que excitaron su olfato desde su más tierna infancia.

Ni que decir tiene que, desde que se estableció en la almunia y se sintió en su casa, hizo instalar al final del caminal, que ella bautizó como paseo de la Huida, un esqueleto de madera y alambre que vino a ser la copia exacta del palomar de Toledo, y donde alojó a sus queridas palomas, la que trajo consigo en su huida, las que compró posteriormente en el zoco de la ciudad y finalmente las que se hizo traer desde los aledaños de Sevilla. El nombre del sendero lo decidió justificando su elección aduciendo el argumento que desde allí se sentía libre como un pájaro y que su pensamiento liberado podía volar independiente al igual que sus avecillas. El recuerdo del amado, en cuanto veía a
Volandero,
se hacía tan presente que el dolor le atenazaba las entrañas. Su heroica muerte, en aras de la salvación de su pueblo, había nimbado su imagen con la corona del martirio y su corazón lo había investido con los aromáticos aceites con los que los antiguos ungían, en las Olimpiadas, a los elegidos para la gloria.

Esther recordaba con una fijación casi dolorosa la tarde aquella que pensó que su egoísmo mantenía en prisión al símbolo de su pasión y que el hecho venía a ser algo parecido a cargar de cadenas, otra vez, el corazón del amado. Su sacrificio iba a consistir en quemar sus naves y dar la libertad a la divisa de su amor perdido.

Recordaba que escondió el mensaje, hecho un canutillo, en el bolsillo exterior del delantal que se ponía para cuidar el palomar, y cómo lo extrajo de él con mano temblorosa desenrollándolo para leerlo por última vez.

Bienamado Simón:

Volandero irá hacia donde vos estéis y dejará al hacerlo mi corazón sangrante. Jamás una mujer amó tanto a su hombre como yo amo vuestro recuerdo. Sin estar, seguís estando más presente que nunca y cada día que pasa aumenta el río desbordado de mi amor. Vos, Simón, seréis siempre el eje de mi mundo, mi vida caminará sin sentido, cual navío al que la tormenta en la noche no le permite ver los astros que le debieran conducir a puerto seguro e iré tanteando a ciegas los recuerdos que sembrasteis en mi alma el poco tiempo que un Dios, al que no comprendo, permitió que estuviera a vuestro lado. Para mí no existe la dicha en la tierra y únicamente espero que este tránsito sea breve para por siempre permanecer junto a vos en algún lugar, aunque mi alma tenga que hacerlo sobre la alfombra donde reposen vuestras sandalias.

Cuando, desde mi terraza, en las noches claras de estío, veo en el Guadalquivir el reflejo del cielo tachonado de estrellas, imagino que desde alguna de ellas podéis verme.

Siempre vuestra

Esther

La imagen se le vino a la memoria con la nitidez de algo que hubiera sucedido el día anterior. Se vio introduciéndose en el palomar y cómo el viejo
Volandero,
intuyendo que iba a cumplir la misión más importante de su vida, se abalanzó sobre ella aleteando cual si comprendiera sus congojas. Luego lo tomó en sus brazos.

Esther se oyó decir de nuevo:

—¡Quieto, compañero de fatigas! Ve y sé feliz, me has acompañado mucho tiempo en mi exilio y tienes derecho a compartir tu vida con quien tú quieras, hazme el favor de ser libre por los dos y perdona mi egoísmo; un último favor te voy a pedir: lleva mi mensaje hacia el cielo y quien quiera que lo recoja que sepa intuir que en él va el alma de una mujer enamorada.

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