Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—¿No dices que tu jefe cayó?
—Siempre se establece una doble vía por si pasan cosas así.
—Dame esa llave, yo iré a buscar tu correo y que Dios nos proteja.
—No quisiera causarle más molestias.
—¡No digas estupideces y dame la maldita llave!
Partió el cura a cumplir su cometido y Knut, agotado por los acontecimientos de la noche anterior, se recostó en el camastro y cayó en un atormentado sueño.
No supo cuánto tiempo había transcurrido, pero al despertar la luz se colaba por el ventanuco de la sacristía, tenía hambre y al principio extrañó el lugar. Miró la hora en su reloj de pulsera. Las manecillas marcaban las cuatro de la tarde. Se levantó y, acercándose al pequeño lavabo en el que el sacerdote se aviaba antes de decir la misa, orinó y se mojó la cara. Unos pasos recios sonaron en el pasillo. Karl miró la puerta con aprensión. Era Poelchau que asomó su rostro con tiento pensando que aún descansaba.
—¿Ya estás despierto? Me he asomado hace dos horas y descansabas como un bendito. He pensado que daba igual, estamos en manos de Dios.
—¿Había mensajes? —inquirió ignorando el piadoso comentario del cura.
Poelchau metió la mano en el bolsillo de su sotana.
—Dos —respondió—. Y algún dinero que alguien, devoto de san Tarsicio, había depositado. Lo he metido en otro cepillo, los caminos del Señor son infinitos y todos llegan a Roma.
El sacerdote sacó de su cartera dos sobres y se los entregó.
—Si no le importa, voy a leerlos ahora. Éste —señaló uno de ellos—, es de mi contacto, y éste otro no sé de quién puede ser. No conozco a ningún Eric.
El
U.BOOT. 285,
tras siete largos meses de navegación, surcaba las aguas, ya a muy pocas millas del fin de su viaje. Al cabo de dos días debería llegar a Kiel. Las pérdidas alemanas en buques de superficie habían sido cuantiosas. El Führer, por la propaganda negativa que ello implicaba, no por otra cosa, era reacio a dejar salir a los «acorazados de bolsillo»
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de sus bases. El 27 de mayo de 1941 en el golfo de Vizcaya había perdido el
Bismarck.
El almirantazgo británico no perdonó al poderoso y modernísimo buque el inmenso agravio inferido a su orgullo al haber hundido al gran crucero de combate
Hood,
uno de los buques insignia de la marina británica, y haber inferido graves heridas al
Prince of Wales.
Fue tal el empeño del Almirantazgo por vengar la afrenta inferida a la Royal Navy que la consigna dada a todos los buques de la zona fue una lacónica orden, concisa y directa: «Hundir el Bismarck.» Saltándose el procedimiento que obligaba en todo momento a considerar y valorar el parte meteorológico que, por cierto, aquella semana anunciaba que una galerna terrorífica se abatiría sobre el canal. Un afortunado torpedo alojado entre el codaste y el timón del acorazado alemán, lanzado por un pequeño avión del portaviones
Ark Royal,
le obligó a navegar en círculo ininterrumpidamente. Se hundió, enhiesta la bandera de combate y disparando los cañones de 381 milímetros de las baterías de estribor hasta agotar el último obús, mientras el
Rodney
y el
King George
lo machacaban sin piedad. En tanto el
Prinz Eugene,
su crucero escolta, después del primer combate, se refugiaba en Brest.
El hecho provocó una herida incurable en el amor propio del Führer y un mazazo terrible en su enfermiza megalomanía, dando al traste con los planes que el gran almirante Roeder tenía para la Kriegmarine.
Eric se dirigía a su base con el ánimo encogido. Las últimas noticias recibidas sobre el paradero de Hanna le mataban. El tema del desarrollo de la guerra, que él podía juzgar por los datos que llegaban a través del éter, le hacían ser pesimista acerca del resultado final de la contienda y entendía que si se pudiera lograr una paz honrosa con los aliados para que su patria pudiera dedicar todo el esfuerzo bélico y todos sus recursos para batir al enemigo del Este, quizás aún cupiera alguna esperanza.
Algo en aquella espera le compensaba. Podía presumir de que el comandante Otto Schuhart era su amigo. El Sabio le había cobrado afecto y, cosa insólita, hasta hablaba con él, veladamente, de política, siempre claro está que estuvieran solos, cosa que acontecía únicamente cuando, navegando en superficie, lo hacía subir a la torreta. En cierta ocasión le preguntó si estaba afiliado al partido nazi y antes de que respondiera le aclaró que él personalmente se sentía únicamente alemán y que como tal, su obligación, como hombre y como comandante de una nave de guerra, era hundir cuantos barcos enemigos se pusieran en el visor de su periscopio al alcance de sus torpedos. Prefería el mar a la tierra y se lamentaba explicándole que él era un marino, no una estrella de la UFA
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, que estaba harto ya, antes de pisar tierra, de las recepciones oficiales que el ministro de propaganda Joseph Goebels se ocupaba invariablemente de montar, siempre ante las cámaras de los noticiarios, mostrando a todos aquellos comandantes que regresaban victoriosos.
El día antes de llegar a puerto, le pidió una dirección y un teléfono por si tenía que contactar con él, fuera de los canales oficiales. A Eric le extrañó la petición, pero no tuvo inconveniente de facilitarle ambas cosas aunque antes de dárselas aclaró:
—Yo le daré mi dirección en Berlín, pero ya sabe mi comandante que todo está programado e iré a donde me ordenen, los lugares de descanso no los escogemos nosotros.
Schuhart le respondió misterioso:
—A veces las circunstancias obligan a cambiar los planes.
Su corazón pegó un brinco pero se contuvo. A lo mejor se le ofrecía la ocasión de poder hacer en persona lo que por el momento imaginaba que tendría que resolver telefoneando.
Le embargaban las ansias de llegar, hasta el extremo de que la misma comezón le impedía conciliar el sueño, de manera que prefería tener guardia antes que meterse en su litera y empezar a dar vueltas sobre sí mismo, pues otra cosa no era posible. Cada noche sacaba de su cartera la foto de Hanna y la besaba. En cuanto llegara, contactaría con Sigfrid para aclarar qué era lo que había ocurrido, dónde estaba Hanna y ver de buscar cualquier influencia para sacarla de donde fuera. Y si fuera necesario recurriría a su padre, cuyo ascendiente en el Reich era inmenso, ya que toda la producción de la región de Essen pasaba por sus manos y conocía y trataba a todos los jerifaltes del partido. Tener noticias de su amor era su primera y gran prioridad.
La nave ya había arribado a puerto. Los barcos allí atracados hacían sonar sus sirenas y la dotación de la nave, formada sobre la estrecha cubierta del
Astilla de acero,
correspondía a los saludos de las otras tripulaciones agitando las gorras en tanto los niños de las Juventudes Hitlerianas ubicados en los pantalanes laterales y comandados por sus jefes de centuria, agitaban, frenéticos, sus gallardetes mientras, en una plataforma construida exprofeso, una banda de música tocaba los himnos.
El submarino desapareció de la vista de todos al adentrarse en un túnel excavado en la roca que, protegido por seis metros de hormigón armado para evitar posibles daños en los bombardeos, alojaba en su interior los muelles de atraque y los diques de reparaciones. En ese refugio inexpugnable se iba a ocultar el submarino. Finalmente las maniobras y operaciones para amarrar la nave finalizaron. Una nube de operarios fue tomando posesión de la misma y Schuhart repartió entre su tripulación unos permisos controlados que obligaban a sus hombres a descansar en unos determinados lugares teniendo en cuenta su estado civil, su graduación, sus apetencias y sus aficiones. Los motivos que justificaban tal medida eran de variada índole. En primer lugar, al estar casi todos juntos eran fácilmente controlables, y en caso de necesidad podrían ser trasladados a bordo sin demora; en segundo, así tendrían las visitas familiares restringidas, con lo cual se conseguía que las filtraciones sobre las misiones llevadas a cabo fueran mínimas y finalmente les podrían proporcionar cierto tipo de diversiones basadas en grandes dosis de alcohol y de mujeres que les hicieran olvidar y les compensaran de las privaciones y peligros vividos, servidas en bandeja y sin limitaciones.
La oficialidad tenía las mismas ventajas pero en mayor grado. A los casados se les permitía ver a sus hijos un día a la semana y a las esposas se las invitaba a compartir el permiso con sus maridos. Todos eran alojados en pabellones de la armada integrados en acuartelamientos de los que no podían salir. Allí se les agasajaba, se les montaban fiestas, bailes, distracciones y deportes. Canchas de tenis, gimnasios, piscinas, todo estaba a su disposición. En invierno, a los aficionados a la nieve, se les alojaba en centros arrendados o incautados a particulares que en tiempos de paz hubieran explotado las estaciones de esquí. Todas las tardes, durante un par de horas, se les daban conferencias que versaban sobre las novedades que se iban a encontrar al regreso a bordo de su nave, referidas a nuevos sistemas de navegación, detección del enemigo y armamento. En aquella ocasión, aunque todo eran bulos y suposiciones, se intuía que el permiso iba a ser largo, en base a que habían llevado una meritoria y larga misión de muchos meses y que el barco necesitaba urgentes e importantes reparaciones. Este supuesto se lo confirmó a Eric su comandante la mañana del tercer día luego de abandonar la nave.
La tripulación había partido en unos autocares que les habían venido a buscar el día anterior. Quedaban en el hotelito de la base el comandante, el segundo, el contramaestre, su amigo Winkler y él.
El teléfono de la habitación que compartía con Oliver sonó y su amigo descolgó el auricular. Eric, al ver que se cuadraba, intuyó que la voz que sonaba a través del hilo era la de su comandante.
—Sí, mi comandante, ahora mismo se lo paso.
Oliver le entregó el teléfono a la vez que decía en un murmullo: «El jefe.»
—Sí, mi comandante. Acudo ahora mismo.
Depositó el negro auricular en la horquilla y respondiendo a la interrogadora mirada de su amigo, aclaró:
—El Sabio, que acuda a su cuarto inmediatamente.
—¿Qué quiere ahora?
—Te lo explicaré a la vuelta.
Eric tomó su gorra de plato y luego de observarse de refilón en la luna del armario ropero y estirarse el azul jersey de cuello de cisne, salió en dirección de la habitación del Sabio.
Subió dos pisos y, atravesando el pasillo donde se ubicaban los cuartos de los jefes, llegó a la puerta del de Schuhart y tocó con los nudillos en tanto emitía la reglamentaria voz:
—¿Da usted su permiso?
—Pase, Klingerberg.
El asistente le abrió la puerta, dirigiendo después la mirada a su jefe por ver si debía quedarse o retirarse.
—Espere afuera. Si le necesito ya le avisaré.
Tras el preceptivo «A sus órdenes» partió el muchacho dejando a ambos hombres frente a frente.
Eric se cuadró ante su jefe, gorra en mano.
La estancia constaba de dos piezas. La primera era un discreto despacho amueblado sobriamente. Un tresillo de reducidas dimensiones y una mesa equipada de un modo convencional. En la paredes, fotos y cuadros, todos ellos de temas marinos. La habitación era impersonal dado que la habitaban los comandantes de los submarinos en ocasión de su arribada a puerto o bien en los casos que debían vigilar las reparaciones de sus naves. Tras una puerta supuso Eric que se encontraría el dormitorio y el aseo. Schuhart había dado carácter a la estancia colocando en ella fotos de su mujer y de sus dos hijos.
—Siéntese, Eric, la conversación que vamos a mantener a lo mejor se alarga un poco y desde ahora todo lo que le diga fuera del servicio será estrictamente confidencial.
Eric se sentó en la silla que estaba frente al despacho en tanto que su superior lo hacía tras la mesa.
—Señor, puede contar con mi absoluta discreción.
—Está bien. Desde el primer día que subió usted a bordo intuí que había tenido la fortuna de enrolar a un buen alemán.
Eric se rebulló inquieto.
—Gracias, señor, por su lisonjera opinión que espero merecer.
—La primera condición que distingue a un jefe es la perspicacia para clasificar a su tripulación, y yo presumo de ser un fino catador de hombres.
—La verdad, señor, no sé adónde quiere ir a parar.
—Ya llegaremos, tómeselo con calma. Usted me dijo en una ocasión que no pertenecía al partido. ¿Lo recuerda?
—Ciertamente, mi comandante, y recuerdo que me habló usted de que su misión era hundir barcos enemigos.
—Exacto. Fue el día que avizoramos aquel convoy y hundimos dos mercantes y un buque escolta.
Ambos hombres se miraron a los ojos y Schuhart dio una vuelta de tuerca sin descubrir su flanco.
—¿Cómo es que usted, Klingerberg, no pertenece al partido siendo su padre uno de los industriales que más íntimamente colabora con ellos?
Eric nadó y guardó la ropa.
—Mi padre tiene su punto de vista y yo el mío. Sirvo a Alemania, señor, y por lo menos, antes de que los nazis llegaran al poder, se suponía que éramos una democracia. Mi obligación estriba en obedecer a quien haya ganado las elecciones porque es quien detenta la autoridad que el pueblo ha otorgado a un hombre, a una idea o a un partido.
—Entiendo, teniente, pero percibo que no está muy conforme con la manera que tiene esta gente de llevar las cosas.
Eric se enrocó
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.
—Imagino que igual que usted, mi comandante.
Schuhart abrió su mano de cartas y, clavando sus ojos grises veteados por una miríada de arrugas en los de su subordinado, dijo:
—Desde luego que no.
Un silencio momentáneo se abatió sobre ambos hombres y la atmósfera se tensó al punto que hubiera podido cortarse con un cuchillo.
Eric se jugó el todo por el todo.
—Tengo motivos para no estar conforme con lo que está ocurriendo.
—No es usted una excepción. Todos los tenemos.
—¿Y bien?
—Antes de incomunicarse en el paraíso artificial donde van a recluirle va a llevar a cabo una misión en Berlín tal como le dije. ¿Le gusta la idea?
A Eric le cambió la cara.
—Infinitamente, mi comandante. Iba a hacer unas gestiones algo delicadas a través del teléfono y del correo y ahora las podré hacer en persona.