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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (15 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Una vez, Simón McQueen saltó a lomos de un toro inmenso llamado Bollo, fue pisoteado delante de los asistentes al rodeo, que lo miraban con pasmo, y aun así se las ingenió para pellizcar en el trasero a la enfermera mientras se lo llevaban en camilla, sin dejar de canturrear una versión chapurreada de Tengo amigos en los bajos fondos. Una vez, Simón McQueen se metió en una pelea con una banda de cabezas rapadas y consiguió dejar inconscientes a tres antes de que le dieran un navajazo en el estómago y un pisotón en la cabeza. Simón había saltado de un avión, se había tirado desde el tejado de una iglesia luterana, había arrollado a un coche patrulla con su camioneta, pasado cuatrocientos kilos de marihuana por la frontera de México dentro de una vaca y nadado (por una apuesta) la mitad de la distancia entre San Francisco y la isla de Alcatraz antes de que la Guardia Costera lo sacara de la bahía y lo reanimara. Antaño, Simón había hecho todas estas cosas sin el más leve atisbo de miedo. Pero esa noche, tendido sobre la caja tres con sus Wranglers ceñidos, sus botas Tony Lama en peligro de extinción con espuelas plateadas y su Stetson negro echado sobre la cara, Simón McQueen estaba asustado: temía que uno de sus dos grandes secretos estuviera a punto de descubrirse.

Los otros Animales estaban contándose anécdotas sobre sus aventuras del fin de semana, exagerando sus juergas y sus ligues, mientras Clint juraba ante Dios que no sabían lo que hacían.

Simón se sentó, se echó hacia atrás el Stetson y dijo:

—Vosotros no sabríais distinguir un culo ni aunque os meara encima.

Los Animales se quedaron callados. Estaban intentando dar con una forma nueva y emocionante de decirle a Simón que se fuera a la mierda cuando Tommy entró por la puerta.

—¡Líder temerario! —exclamó Lash.

Tommy sonrió e improvisó un paso de claque.

—Caballeros —dijo—. Avance informativo: he tocado el rostro de Dios.

Simón se enfadó porque aquello lo distrajera de sus preocupaciones.

—¿Qué pasa? ¿Es que has ido a la calle Castro y te has pasado a la otra acera?

Tommy desdeñó el comentario con un ademán.

—No, Sime. Puedo llamarte Sime, ¿verdad? Veréis, anoche, sobre esta hora... —Comprobó su reloj—... había una pelirroja desnuda colgada del techo de mi nuevo loft, leyéndome a Kerouac. Si me muero ahora mismo, no habrá sido todo en vano. Estoy listo para ponerme a descargar. ¿Cómo es el camión?

—De los grandes —respondió Troy Lee—. Tres mil cajas. Pero la putada es que se ha roto el escáner. Tenemos que usar los libros de pedido.

A Simón, el comentario de Troy le sentó como un mal dolor de gases. Pensó en decir que estaba enfermo y marcharse a casa, pero sin su ayuda los Animales no podrían acabar de descargar el camión antes de que se hiciera de día. Un nudo de miedo se le formó en la garganta. No podía usar los libros de pedido. Simón McQueen no sabía leer.

—Pues vamos a ello —dijo Tommy.

Los Animales se pusieron manos a la obra con el ímpetu que normalmente reservaban para irse de juerga. Los cúteres silbaron, las pistolas de precios chasquearon y los cartones fueron amontonándose al final de los pasillos, en pilas que llegaban a la altura del hombro.

Además de descargar el enorme cargamento, tenían que reservar una hora para rellenar a mano las notas de pedido. Normalmente usaban un lector de códigos de barras para registrar los albaranes, pero como el escáner estaba averiado tuvieron que repasar un enorme libro de pedidos, compuesto por hojas sueltas, y anotar a mano todas las mercancías. A las cinco de la mañana tenían casi todo el género en las estanterías y Simón McQueen estaba pensando en dejar resbalar su cúter y hacerse un corte en la pierna para poder refugiarse en el botiquín. Pero aquello revelaría un secreto aún peor que su analfabetismo.

Tommy entró en su pasillo llevando el libro de pedidos.

—Más vale que empieces, Sime. —Le tendió el libro y un lápiz.

—Todavía me quedan cien cajas que vaciar —dijo Simón sin levantar la vista—. Que empiece otro.

—No, tú sección es la más grande. Venga, vamos. —Tommy le dio con el libro en el hombro.

Simón levantó la vista, dejó caer el cúter y cogió lentamente el libro. Lo abrió y se quedó mirando la página. Luego miró la estantería y volvió a mirar el libro.

Tommy dijo:

—No pidas muchos zumos, tenemos un montón en el almacén.

Simón asintió con la cabeza, miró el libro y luego la estantería de verduras que tenía delante.

Tommy dijo:

—Esa hoja no es, Simón.

—Ya lo sé —replicó Simón—. Estaba buscando la mía. —Pasó las hojas, se paró en la de preparados para hacer tartas y empezó a mirar la estantería de verduras. Notó la mirada de Tommy fija en él y deseó que aquel cabronazo enclenque y sabelotodo se largara y lo dejara en paz.

—Simón...

Simón levantó los ojos con expresión suplicante.

—Dame el libro —dijo Tommy—. Creo que esta noche voy a hacer yo los pedidos de todos. Así tendréis más tiempo para reponer. De todos modos, tengo que ir familiarizándome con la tienda.

—Puedo hacerlo —dijo Simón.

—Ya lo sé —contestó Tommy, cogiendo el libro—. Pero ¿para qué desperdiciar tu talento con estas chorradas?

Mientras Tommy se alejaba, Simón respiró hondo por primera vez esa noche.

—Flood —dijo alzando la voz—, cuando salgamos, a las cervezas invito yo.

Tommy no miró hacia atrás. —Ya lo sé —dijo.

A oscuras, de pie junto a la ventana del loft, Jody observaba al vagabundo que dormía en la acera, al otro lado de la calle, mientras mascullaba maldiciones. Vamos, cabrón, pensaba. Y al pensarlo sentía cierta tranquilidad por saber dónde estaba su enemigo. Mientras siguiera tumbado en la acera, Tommy estaba a salvo en la tienda.

Era la primera vez que sentía el impulso de proteger a alguien. Era ella quien siempre buscaba protección, un brazo fuerte en el que apoyarse. Ahora, ella era el brazo fuerte, al menos cuando se ponía el sol. Había acompañado a Tommy hasta el portal y esperado a que llegara su taxi para llevarlo al trabajo. Mientras veía alejarse el taxi pensó: Así debía de sentirse mi madre la primera vez que me dejó en el autobús del colegio. Aunque Tommy no lleve una Barbie en la cartera. Y de reojo observaba al vampiro tumbado en la acera, al otro lado de la calle.

Pasó horas j unto a la ventana, haciéndose una y otra vez las mismas preguntas sin dar con una solución a su problema y sin llegar a entender la conducta del vampiro. ¿Qué quería? ¿Por qué había matado a la anciana y la había dejado en el contenedor? ¿Intentaba asustarla, amenazarla, o pretendía hacerle llegar algún mensaje?

No eres inmortal. Pueden matarte.

Si iba a matarla, ¿por qué no lo hacía de una vez? ¿Por qué fingía ser un mendigo dormido, por qué la acechaba?

Tenía que encontrar refugio antes de que amaneciera. Si aguanto más que él quizá... ¿Quizá qué? No puedo seguirlo, o a mí también me pillará la luz del día.

Fue al dormitorio y sacó de su mochila el almanaque que le había regalado Tommy. El sol salía a las 6.12. Miró su reloj. Tenía una hora.

Esperó junto a la ventana hasta las seis en punto. Luego salió del loft para enfrentarse al vampiro. Al cruzar la puerta alargó automáticamente la mano para apagar la luz y entonces se dio cuenta de que no la había encendido. Si salgo de esta, se dijo, voy a ahorrarme una fortuna en facturas.

Dejó abierta la puerta de lo alto de la escalera, bajó los peldaños y entornó la salida de emergencia, utilizando como tope una lata de refresco que encontró en el descansillo. Quizá tuviera que volver a toda prisa y no quería entretenerse con llaves y cerraduras.

Le vibraban los músculos cuando se acercó al vampiro; el instinto de lucha o huida la recorría como un rayo líquido. Cuando le faltaban unos pasos para llegar, notó un olor desagradable, una peste a podrido que venía del vampiro. Se detuvo y tragó saliva.

—¿Se puede saber qué es lo que quieres? —preguntó.

El vampiro no se movió. Tenía la cara tapada con el cuello del abrigo.

Jody dio otro paso adelante.

—¿Qué se supone que tengo que hacer?

El olor era ahora más fuerte. Se concentró en las manos del vampiro, intentando percibir algún movimiento que la avisara de un ataque. No vio nada.

—¡Contéstame! —dijo con rabia. Se acercó y le apartó las solapas de la cara. Vio los ojos empañados y un hueso sabiéndole del cuello justo en el instante en que una mano le tapaba la cara y tiraba de ella hacia atrás.

Intentó alargar el brazo para arañar la cara de su agresor, pero él le volvió la cara hacia un lado. Abrió la boca para chillar y él le metió dos dedos en la boca. Jody le mordió con fuerza. Se oyó un grito y Jody se soltó.

Se volvió bruscamente hacia su atacante, lista para pelear, con los dedos cortados del vampiro aún en la boca.

Delante de ella, el vampiro se sujetaba la mano ensangrentada.

—Zorra —dijo. Y luego sonrió.

Jody se tragó los dedos y siseó:

—Que te jodan, gilipollas. Vamos. —Se puso en cuclillas y le hizo señas de que se acercara.

El vampiro seguía sonriendo.

—El sabor de la sangre de vampiro te ha envalentonado, polluela. Pero no te pases de la raya.

Su mano había dejado de sangrar e iba recubriéndose de una costra ante los ojos de Jody.

—¿Qué quieres?

El vampiro miró el cielo, que se estaba poniendo rosa. El día amenazaba con romper.

—Ahora mismo, encontrar un sitio donde dormir —dijo con mucha calma. Se arrancó la costra de los dedos y le arrojó un chorro de sangre a la cara—. Hasta que volvamos a vernos, mi amor. —Dio media vuelta, cruzó corriendo la calle y se perdió en el callejón.

Jody se quedó allí, temblorosa todavía por el deseo de luchar. Se volvió y miró al mendigo muerto: el despojo. No podía dejarlo allí, tan cerca del loft, o atraería a la policía.

Miró el cielo, cada vez más claro, se echó el muerto a la espalda y volvió al loft.

Tommy subió corriendo las escaleras y entró en el loft ansioso por contarle a Jody que había descubierto que Simón era analfabeto, pero en cuanto cruzó la puerta notó un intenso olor a podrido, parecido al que podía despedir el cadáver hinchado de un animal en la cuneta de una carretera.

¿Qué habrá hecho ahora?, pensó.

Abrió las ventanas para ventilar el apartamento, se acercó al dormitorio y abrió la puerta lo justo para pasar sin que la luz del sol diera en la cama. El olor era mucho más fuerte allí, y al encender la luz le dio una arcada.

Jody estaba tumbada en la cama, tapada hasta el cuello con la manta eléctrica. Tenía la cara llena de sangre reseca. A Tommy le dio más repelús que cuando su padre le contó por primera vez el secreto de por qué los perritos calientes sabían distintos en el campo de béisbol. («Los hace con morros y culos de vaca», le dijo su padre durante el séptimo tiempo. «Qué asco», contestó Tommy.)

En la almohada, junto a la cabeza de Jody, había una nota. Tommy se acercó con cuidado y la cogió de un zarpazo. Luego retrocedió hasta la puerta para leerla.

Tommy:

Siento estar hecha un asco. Es casi de día y no quiero que el amanecer me pille otra vez en la ducha. Esta noche te lo explico.

Llama a Sears y diles que traigan el arcón congelador más grande que tengan. Hay dinero en mi mochila.

Te he echado de menos esta noche.

Con amor,

Jody

Tommy salió de espaldas de la habitación.

La comebichos de la costa berebere

Tommy se despertó en el futón con la sensación de haber pasado dos días luchando en una batalla. El loft estaba a oscuras, salvo por la luz de las farolas que entraba por las ventanas. Oyó a Jody duchándose en la otra habitación. El congelador nuevo zumbaba en la cocina. Tommy se bajó del futón y gruñó; sus músculos chirriaban como bisagras oxidadas y su cabeza parecía rellena de algodón. Era como si tuviera una resaca suave, no por las pocas cervezas que se había tomado con los Animales después del trabajo, sino por la paliza que le había dado el vendedor del departamento de electrodomésticos de Sears.

El vendedor, un gordo hipertenso llamado Lloyd que llevaba el último traje con solapas anchas y pantalones de campana existente en el planeta (de color azul ceniza con ribete marino), había empezado su asalto con un lamento de cinco minutos de duración acerca de la desaparición de los géneros de punto de doble urdimbre (como si un esfuerzo conjunto de un equipo de Greenpeace con zapatos de vinilo blanco y cadenas de oro pudiera salvar dichos tejidos de la extinción) y acto seguido se había lanzado a una perorata de media hora sobre el drama de los pobres infelices que no contrataban una extragarantía al comprar un congelador Kenmore.

—Y así—concluyó Lloyd—, no solo perdió su trabajo, su casa y su familia, sino que la comida congelada que podría haber salvado a los niños del orfanato se echó a perder. Y todo por intentar ahorrarse ochenta y siete míseros dólares.

—Me la quedo —dijo Tommy—. Hágame la garantía más larga que tengan.

Lloyd le puso paternalmente una mano sobre el hombro.

—No te arrepentirás, hijo. A mino me gusta apretarle las tuercas a nadie, pero los tíos que venden las garantías después de la entrega son una mafia: te llaman a todas horas, te persiguen, te encuentran allá donde vayas y te arruinan la vida si no cedes. Una vez le vendí un microondas a un hombre que se despertó con una cabeza de caballo en la cama.

—Por favor —le suplicó Tommy—, firmo lo que sea, pero tienen que llevármelo ahora mismo. ¿De acuerdo?

Lloyd le estrechó la mano con fuerza para dar paso a la entrega del dinero.

—Bienvenido a una vida mejor gracias a la comida congelada.

Tommy se sentó en el futón y miró el mastodóntico congelador que zumbaba en la cocina en penumbra. ¿Por qué?, pensó. ¿Por qué lo he comprado? ¿Para qué lo quiere Jody? Ni siquiera le he pedido explicaciones, he seguido a ciegas sus instrucciones. Soy un esclavo, como Renfield en Drácula. ¿Cuánto voy a tardaren empezara comer bichos y en ponerme a aullar por las noches?

Se levantó y entró en el dormitorio en ropa interior y con un solo calcetín. Olía tanto a podrido que le dieron ganas de vomitar. Era aquel olor el que lo había impulsado a dormir en el futón del cuarto de estar, en vez de meterse en la cama con Jody. Se había quedado dormido leyendo Drácula de Bram Stoker para conocer mejor al amor de su vida.

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