La seducción de Marco Antonio (38 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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Ahora sí se echó a reír. Cruzó los brazos sobre el pecho y me dijo:
- ¿No sabes que te podría aplastar como a una mosca si quisiera? Lo único que tengo que hacer es levantar el brazo para que tú seas destronada y mañana mismo Egipto se convierta en una provincia romana. Tengo veinticuatro legiones. ¿Cuántas tienes tú?
- Las suficientes como para retrasar tu campaña contra los partos. Y una respetable flota de doscientos barcos.
Pero lo que él decía era cierto, naturalmente. Le miré enfurecida.
- Los barcos no sirven para nada en tierra. Y no necesito el mar para el transporte de mis tropas. Ya están aquí, a la puerta de tu casa. Pueden matar de hambre a tu flota.
- Sería una empresa muy costosa para ti.
- Lo compensaría ampliamente apoderándome del fabuloso tesoro de Egipto. De hecho merecería la pena hacerlo, cualquiera que fuera la situación. En estos momentos cualquier estratega la recomendaría.
- Inténtalo y verás que no es tan fácil como crees. Y te obligaría a retrasar la campaña contra los partos un año o más.
Se rió.
- Admiro tu valentía, sobre todo porque tú sabes que estás desbordada por los flancos. Vamos, vamos, sólo te lo he dicho para demostrarte que lo que hago, lo hago voluntariamente.
El súbito cambio de la situación me pilló por sorpresa.
- Sí -dijo-. Comprobarás que ya he accedido a tus peticiones y había pensado en ellas antes incluso que tú. Te lo demostraré.
Se dirigió a un rincón de la sala, tomó una pesada caja con refuerzos de hierro. Y la abrió. Dentro había otra caja decorada con delicadas incrustaciones de marfil y me la entregó.
- Ábrela.
Al levantar la tapa vi un estallido de oro. Era un complicado collar hecho con finas hojas de oro entrelazadas, como si fueran una vid y cubiertas con esmeraldas talladas en forma de flor. Había también una diadema a juego. Era una de las joyas más exquisitas que yo había visto en mi vida y debía de haberle costado los tributos anuales de una próspera ciudad.
- Es una maravilla.
La saqué. Pesaba mucho, pero los cantos de las hojas estaban tan bien pulidos que pese a su delgadez no rascarían la seda ni la piel.
- Pero ¿eso qué tiene que ver con…?
- Te lo he traído como regalo de boda.
¿Por qué tenía que ser un collar una demostración de lo que me estaba diciendo?
- Quería que hiciera juego con eso.
Sacó otra caja mucho más pequeña y también me la entregó. Contenía una sortija de oro con el sello de su antepasado Hércules. Era un anillo muy pequeño.
- Lo mandé hacer para ti, como anillo de boda.
Efectivamente, no podía ser un anillo suyo del que hubiera echado mano para salir del paso.
Se veía muy nuevo y reluciente, y demasiado pequeño para un hombre.
- Ahora ya me has estropeado la declaración que te pensaba hacer -dijo medio en broma.
- ¿Querías casarte conmigo?
- Sí. ¿Por qué te parece tan increíble?
- Porque cuando estabas libre no lo hiciste. Ahora que estás casado…
- ¡Puede que eso me haya inducido a tomar la decisión! -dijo entre risas.
- No te lo tomes a broma.
Su sonrisa se desvaneció.
- No quiero tomármelo a la ligera. Los dioses saben que no ha sido una decisión fácil. Pero al venir aquí ya la había tomado. Si tú me aceptas.
Qué extraño me parecía. Jamás lo hubiera podido imaginar.
- Sí, sí, acepto.
Tomó el collar y lo ajustó alrededor de mi cuello.
- Pues entonces, póntelo.
Sentí el peso del frío y resbaladizo metal. Se inclinó y me besó la garganta justo por encima del collar. Sus manos tomaron las mías y me empezaron a poner el anillo.
- No -dije yo-. Todavía no. Trae mala suerte antes de…
Me rodeó con sus brazos y me acarició la espalda. Sentí un estremecimiento y contuve la respiración. Después apoyé las manos sobre su pecho y lo aparté.
- No -dije-. No reanudaremos esta parte de nuestra vida en común hasta que nos hayamos casado.
Fue una de las decisiones más difíciles de mi vida. Me aparté y me mantuve a distancia. El corazón me latía con tal fuerza que casi sentía su pulso a la altura del collar.
Me miró como si me hubiera vuelto loca. Era verdad. Parecía un niño consentido. Nadie le había dicho nunca que no. Pero aquella noche yo se lo diría.
- Pues entonces, que sea cuanto antes -contestó en un susurro.
- Tan pronto tú lo decidas -dije-. Antes de la ceremonia deberás tener preparada la documentación en virtud de la cual se me cederán los territorios de que hemos hablado. Y la demanda de divorcio de Octavia.
- No. No puedo enviarle los documentos del divorcio mientras lleve mi hijo en su vientre. Sería una crueldad y una ofensa.
Antonio. Siempre compasivo y noble. Pero tenía razón. Jamás era deliberadamente cruel con nadie.
- Muy bien -acepté-. Pero tendrás que hacerlo inmediatamente después.
- ¿Qué clase de ceremonia deseas?
- No una ceremonia romana -respondí.
Él se había casado con demasiadas ceremonias romanas y ninguna había dado resultado. Además, no hubiera sido legal.
- Podríamos ir al santuario de Apolo que hay cerca de aquí -dijo-. Tiene fama de ser muy hermoso y es muy antiguo. Sé que tú tienes una especial predilección por las cosas antiguas…
- ¡No, Apolo no! ¿Cómo puedes haberlo olvidado? ¡Apolo es el dios protector de Octavio!
- Es verdad. Bueno, pues entonces…
- Ya lo sé. El templo de Isis. Tiene que haber alguno por aquí. Sería muy apropiado porque es mi diosa y tu dios es Dioniso. Haremos una ofrenda en el templo, nos intercambiaremos las promesas en presencia de un sacerdote, pero los festejos se celebrarán en palacio. Quiero que todos tus oficiales romanos nos ayuden a celebrarlo. Quiero que todos estén presentes.
Quería que hubiera centenares de testigos.
- Sí, por supuesto. -Levantó las manos-. Creo que no lo comprendes. ¡Quiero que todo el mundo lo vea! Cuando vine aquí, me sacudí el polvo de Roma de las botas. Todo aquello lo he dejado atrás. Y a tu lado no me avergüenzo de enfrentarme al mundo.
Comprendí que aquel hombre extraordinario hablaba en serio. Una vez más estaba haciendo lo que quería sin darse cuenta. Pero esta vez yo quería que lo hiciera.
- Sí -dije yo. Ahora tendría que hacerlo, tendría que demostrarlo-. Celebremos la ceremonia mañana. Ahora te dejo. Tendrás que disponer muchas cosas en las próximas horas.
Ni siquiera parpadeó.
- Lo encontrarás todo hecho y bien hecho.
Una vez en mis desconocidos aposentos me puse a pasear como un fantasma. A pesar de lo bien ensayadas que tenía las «exigencias», no pensaba que todo fuera tan rápido. ¡Mañana! ¡Casarme mañana con un hombre al que llevaba cuatro años sin ver! Era una locura, una locura tan grande como sólo hubiera podido cometer el dios Dioniso. Pensé que debía de estar borracha para hacer semejante cosa.
Iras pegó un brinco de asombro al verme regresar tan temprano. Sus ojos se clavaron de inmediato en el collar.
Lo acaricié suavemente.
- ¿Te gusta? -le pregunté. Era como si estuviera borracha. Nada de todo aquello era real-. Es mi regalo de boda. Sí, me voy a casar. Mañana.
Balbució algo sin encontrar las palabras.
- Tú y Carmiana me tendréis que preparar. Espero que la túnica de ceremonia que llevo resulte adecuada. -Me la había mandado confeccionar, pero no me había atrevido a decir la «túnica de boda»-. Será mejor que la saques para que se airee. Llama a Carmiana.
Iras se retiró presurosa. Miré a mi alrededor con expresión soñadora.
Casada. Me iba a casar… en público. En cuestión de unas horas.
- Mi señora, ¿qué ocurre? -preguntó Carmiana, entrando en la estancia-. ¿Te vas a casar?
- Sí. Mañana. -No era necesario que le dijera con quién-. ¿No te parece que ya es hora? -pregunté, echándome a reír-. ¡Nuestros hijos ya tienen tres años!
- Pero…
- Carmiana, Iras, vuestra obligación es ponerme guapa mañana. Nada más.
- Eso no será difícil -dijo Carmiana-. Pero debo preguntarte una cosa… tú misma te lo tienes que preguntar y responder antes de que amanezca mañana… Sé que te quieres casar con Antonio pero, ¿deseas casarte también con Roma? ¿Vas a ceder Egipto de esta manera?
- Es una pregunta muy atinada -contesté-. Pero haciéndolo así espero conservar Egipto.
Permanecí tendida en la oscuridad mientras las horas iban pasando en aquella desconocida ciudad bajo un cielo desconocido. Nada era tal como yo lo había imaginado, de ahí que todo se me antojara irreal. Por consiguiente, cualquier cosa que ocurriera me parecería adecuada.
La pregunta de Carmiana… ¿Cómo responder a ella? Dada mi singular posición, no podía abrigar la esperanza de ser como una novia cualquiera. Pero yo estaba segura de que iba a casarme con un hombre, no con Roma. Antonio, como César, era un hijo insólito de Roma, alguien que comprendía la existencia de otros pueblos en el mundo y estaba dispuesto a compartir el escenario con ellos, o por lo menos a concederles cierta dignidad y cierto grado de libertad bajo el águila de Roma.
La boda tendría lugar a última hora de la tarde. Me llevaron unos barreños de agua de los famosos manantiales de Antioquía para llenar una bañera. No quise que le añadieran perfumes ni aceites pues Alejandro la había probado en su camino hacia Egipto y había dicho que era como la leche de su madre. Si acaso, le hubieran podido añadir leche. Carmiana e Iras me bañaron, frotándome un brazo cada una, y me lavaron el cabello. Después me lo peinaron y me lo secaron delante de un brasero, cepillándolo hasta conseguir que brillara como la seda. Después tomaron unas tijeras y me cortaron un mechón para ofrecerlo a Isis antes de la ceremonia.
Mi túnica de seda azul claro de estilo griego se estaba ventilando delante de la ventana abierta. De una cuerda aparte colgaba un velo de seda a juego. Me cubriría el rostro con él según la costumbre griega.
Cada una de ellas me frotó una mano con aceite de almendras y después me dieron brillo a las uñas con perlas molidas.
Me sentía extrañamente tranquila. Sabía que era un momento trascendental y, precisamente por eso, no podía pensar en él. Tenía que seguir adelante, confiando en mi intuición y entregándome por entero al destino. No creía que fuera demasiado duro.
El cortejo hasta el templo de Isis y la ceremonia propiamente dicha sólo serían presenciados por una docena de personas. Antonio me acompañaría en un carro, y su principal oficial Canidio Craso se sentaría a mi otro lado. Nos seguirían además Iras, Carmiana, y algunos otros oficiales.
Se presentó muy temprano en mis aposentos con semblante muy serio. Cualesquiera que fueran sus pensamientos, permaneció virilmente delante de mí y alargó la mano para tomar la mía. Bajamos en silencio al carro que nos aguardaba. A través del velo que me cubría el rostro vi al otro hombre que me acompañaría, un hombre de rostro alargado y enjuto. Me saludó con una inclinación de la cabeza y se desplazó en el carro para dejarnos sitio. No nos dijimos nada mientras los caballos bajaban velozmente por la calle. Procuré ver todo lo que pude. Los edificios eran muy hermosos y las calles estaban impecablemente limpias. No había nadie mirando, porque la ceremonia no se esperaba ni había sido anunciada.
Al bajar por otra calle vi fugazmente la famosa estatua de Tique, la diosa Fortuna de Antioquía, mirándonos enigmáticamente con su atributo de la vaina de trigo mientras pasábamos ruidosamente por delante de ella.
En el templo de Isis nos esperaba un sacerdote con un cuenco de agua sagrada. Llevaba la blanca túnica de rigor y a su espalda se levantaba una preciosa estatua de Isis labrada en el mármol más blanco que yo jamás hubiera visto en mi vida. La oscura y brillante ofrenda del mechón de mi cabello descansaba a sus pies.
Antonio y yo permanecimos delante de él mientras los que nos habían seguido en otros carros se congregaban a nuestro alrededor. El sacerdote elevó una plegaria a Isis, la que había instituido el matrimonio, pidiéndole que nos bendijera, nos uniera y nos preservara. Después nos preguntó si contraíamos voluntariamente aquel matrimonio y ambos contestamos que sí, Antonio en voz alta y yo casi en un susurro. Apenas podía hablar. El sacerdote nos pidió que nos guardáramos fidelidad mutua, que viviéramos como hombre y mujer y que nos cuidáramos el uno al otro durante el resto de nuestras vidas. También nos dijo que no huyéramos ante las adversidades, ni confiáramos en la prosperidad sino que permaneciéramos el uno al lado del otro en todas las circunstancias hasta que nos enfrentáramos con la muerte.
La sortija no era necesaria pero Antonio la sacó y me la puso en el dedo, diciendo que al hacerlo así me tomaba por su verdadera esposa.
La estatua de Isis fue ungida con agua sagrada, se pronunciaron otras oraciones, se hizo la ofrenda del mechón de cabello y se quemó incienso. Después la sonora voz del sacerdote entonó unos himnos.
Todo había terminado. Estábamos casados. Antonio tomó el extremo de mi velo y trató de levantarlo.
- ¿Puedo ver el rostro de mi esposa? -preguntó.
Pero yo se lo impedí.
- No. Hasta dentro de mucho rato.
También era una costumbre griega.
Regresamos a los carros, pero la vuelta fue mucho más lenta que la ida. Una procesión de antorchas nos precedía en medio de las crecientes sombras del crepúsculo entonando himnos nupciales. Antonio, todavía silencioso, tomó mi mano -la que llevaba el anillo- y la sostuvo en la suya. El collar de oro me pesaba alrededor del cuello.
En el palacio nos esperaba el festín de la boda: montañas de manjares, preparados a toda prisa pero no por ello menos suculentos. Hubo jabalí asado, lubina ahumada, ostras, anguilas y langostas, pez salado de Bizancio, dátiles de Jericó, melones, pasteles chorreando miel del Himeto y ríos de vino de Laodicea.
Me reuní con los oficiales que tan destacado papel iban a desempeñar en la inminente campaña: Marco Ticio, moreno, delgado y con pinta de sátiro, y Enobarbo, medio calvo pero con una poblada barba, unos penetrantes ojos y (según me habían dicho) una lengua más afilada que una navaja. Aquella noche la contuvo y sólo la usó para darme la enhorabuena. Estaba también Munacio Planco, un hombre muy fornido y con una mata de liso cabello castaño claro, y otra vez Canidio Craso, que no sólo tenía alargado el rostro sino también el cuerpo pues era altísimo y destacaba por encima de todos los demás. Sus ojos miraban con expresión melancólica, pero más tarde Antonio me dijo que él siempre era así. Se mostró muy cortés conmigo y no percibí la menor hostilidad en su actitud.

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