La seducción de Marco Antonio (41 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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- Sí, y ya sabemos por qué -dije-. Porque no quiere que alcances la posición que el destino te tiene reservada. ¡Doy gracias a Isis de que tus ojos hayan podido ver finalmente sus maquinaciones! Ahora vamos a ver si Sexto lo hunde en su próxima batalla naval. Cuando regreses de la Partia, es posible que a Octavio sólo le quede un barco encallado en unos bajíos, sin mástil y con el casco destrozado.
Antonio empezó a enrollar los mapas.
- ¿Ya has visto lo que querías? -me preguntó cortésmente.
- Sí.
Había visto la magnitud de la tarea que tenía por delante.
Le rodeé la cintura con mis brazos y apoyé la cabeza contra su pecho.
- Antes de que nos pongamos en marcha -me dijo-, manda llamar a nuestros hijos. Quiero verlos por si… por si…
«Por si yo fuera uno de los Noventa y Nueve Soldados y no el que hace Cien.»
- Sí, claro.
Me pregunté si en aquellos momentos Octavio le estaría diciendo a Livia que los partos lo librarían de Antonio, como yo había dicho que Sexto nos libraría de él.
54
Rodeada por cien tonalidades de verde distintas -el severo verde oscuro de los cipreses, el exuberante verde claro de los prados primaverales, el verde plateado de las hojas de los viejos olivos, y allá a lo lejos el ondulante verde azulado de las someras aguas del golfo de Alejandría de Siria-, tuve la sensación de formar parte de una de las pinturas que solían adornar las paredes de las villas romanas. A nuestra espalda, el monte Silpio se elevaba al cielo y nosotros permanecíamos tendidos en su ladera, almorzando bajo los cálidos rayos del sol.
Desde el lugar donde yo me encontraba oía el suave tintineo de las esquilas de las cabras de los rebaños de más arriba de la montaña. Me imaginaba que eran los del mismísimo dios Pan, y que habría podido oír la música de su siringa si hubiera aguzado un poco más el oído.
- Toma -dijo Antonio, inclinándose hacia delante para colocarme una corona de flores en la cabeza.
Sus delicadas hojas y sus pétalos me refrescaban la frente, y el suave perfume de las violetas y las caléndulas me adormecía. Me la quité con aire ausente de la cabeza y contemplé las flores entrelazadas.
- ¿Y ésta qué es? -pregunté, al ver una desconocida flor de color rosado y curvadas hojas.
- Una orquídea silvestre -me contestó.
Me asombró que lo supiera.
- Me he pasado muchos días en los campos -añadió, como si leyera mis pensamientos-. A veces he tenido que sobrevivir con lo que encontraba en ellos. -Señaló a los niños que correteaban un poco más abajo, sosteniendo en sus manos dos coronas más pequeñas-. Coronas para mi mujer y para mis hijos, coronas para todos los que tienen sangre real.
Se rió sin que aparentemente le importara estar excluido de aquella categoría.
- Tú también te ganarás la tuya -le aseguré-, cuando conquistes la Parda.
- No hablemos de eso ahora -se apresuró a decir-. Hoy no quiero pensar en nada más que en el azul del cielo, en las veloces nubes y en la primavera en la montaña contigo y con ellos.
Alejandro y Selene se acercaron, tropezando con las piedras que tachonaban la ladera del monte. Ya tenían tres años y medio y estaban deseando jugar al aire libre como los potrillos o los cabritos.
- Para ti. Majestad -dijo solemnemente Antonio, colocando la corona en la cabeza de Alejandro; las flores casi estuvieron a punto de perderse entre los espesos bucles-. Y ésta para ti.
Tenía otra con más amapolas para Selene. La niña la aceptó con regio gesto.
- Así me gusta -dijo Antonio-. Mira, este gesto tan majestuoso viene de ti. Es heredado, no aprendido.
Rodeé los hombros de los niños con mis brazos. Antonio estaba tremendamente orgulloso de ellos, como si fueran los únicos hijos que hubiera tenido en su vida. El parecido entre él y Alejandro era muy acusado -Alejandro tenía una figura tan vigorosa y un rostro tan ancho como el suyo-, pero el verdadero parecido estaba en sus joviales caracteres. Alejandro nunca estaba de mal humor y no le importaba caerse al suelo.
Selene era más misteriosa, como correspondía a una niña que se llamaba como la Luna. No se parecía a ninguno de los dos y, con su pálida tez, parecía que viniera de un lejano país del norte. Era muy reposada e insólitamente comedida, y raras veces lloraba o dejaba traslucir sus sentimientos, ya fueran de alegría o de tristeza.
Los había mandado llamar para cumplir mi promesa y ahora ya llevaban con nosotros casi un mes. Habían sido acompañados por Mardo, pues deseaba comentar conmigo ciertos asuntos de Estado y conocer mis planes para los siguientes meses. Antioquía y los antioquenos habían sido muy de su agrado; apreciaba su frivolidad y pasaba por alto su famosa tendencia al lujo y su carácter pendenciero.
- A los alejandrinos se les podría describir de la misma manera -había dicho.
- Los antioquenos son menos intelectuales que los alejandrinos -había replicado yo, defendiendo mi ciudad.
- Cuando se congrega una muchedumbre en Alejandría, no es que sea precisamente intelectual. Ya sabes lo mucho que les gustan las peleas.
- Lo que ocurre es que la gente de Antioquía es demasiado perezosa como para levantarse de sus perfumados baños y formar una muchedumbre -dije.
- Mejor. Así las calles son más seguras.
Alejandro y Selene habían manifestado una gran curiosidad por su padre, a quien creían muerto como el de Cesarión. Al parecer, el estado normal de un padre era el de haberse retirado a los cielos. Ahora que lo tenían consigo, no hacían más que mirarlo y preguntarle:
- ¿De verdad eres nuestro padre? ¿Te quedarás con nosotros?
- Sí -contestó Antonio la primera vez, abrazándolos simultáneamente-. Me quedaré con vosotros, aunque de vez en cuando me tendré que ir. Pero siempre regresaré.
Ahora se tendió sobre la manta que cubría el áspero suelo y cerró los ojos.
- Contaré hasta cien para que os escondáis. Y si no os puedo encontrar tras haber contado hasta cien, ganaréis el premio que me pidáis. -Abrió un ojo y los miró-. ¿Preparados?
Los niños se alejaron corriendo entre gritos.
- Uno… dos… -Al llegar a diez se detuvo-. Eso los tendrá ocupados un buen rato -dijo, incorporándose para darme un beso.
- Los estás engañando. Pobres niños…
- Les encantará permanecer escondidos unos cuantos minutos más -me aseguró.
El tintineo de las esquilas de las cabras sonaba más fuerte a nuestras espaldas, y las hojas de los olivos que nos daban sombra susurraban bajo la caricia de la suave brisa. Jamás había sido más feliz. Así como el panorama de Antioquía y de la llanura se extendía a mis pies y en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, así también se extendía el futuro, hermoso y rebosante de promesas. Amaba y era amada; estaba rodeada por mis hijos; mi país vivía en la prosperidad; el triste pasado, con todos sus peligros y derrotas, se estaba alejando como una distante orilla. Antonio y yo estábamos de acuerdo en todo; ahora que él se había apartado de Octavio, nuestros propósitos se habían convertido en uno solo. Era tal mi alegría que casi me daba vueltas la cabeza.
Es casi imposible describir la felicidad porque ésta se percibe como algo absolutamente natural, como si el resto de la vida de uno hubiera sido una aberración; sólo contemplada retrospectivamente se comprende su carácter insólito y singular. Cuando está presente, parece eterna y perdurable y no hay necesidad de examinarla ni de apresarla. Más tarde, cuando se desvanece, uno contempla consternado las vacías palmas de sus manos, donde sólo perdura un leve perfume para demostrar que antaño estuvo allí pero que ahora ya no existe.
Danzábamos en un torbellino de gozo como dos mariposas, de un seto a otro, atrapados en la divina embriaguez del espíritu. Era joven y a veces me sentía más joven que los niños, pero al mismo tiempo era enteramente adulta y me creía dueña de una madura sabiduría que me permitía tomar las más arduas decisiones pues tenía todas las respuestas. Al parecer, lo tenía todo. Si olvidé darte las gracias por ello, Isis, te pido perdón. Te las doy ahora con retraso.
Cuando las nieves fundidas de las montañas empezaron a bajar torrencialmente por las laderas abriendo los pasos, se iniciaron los últimos preparativos del ejército y llegó la hora de una nueva despedida. Antonio se haría muy pronto a la mar. La campaña tanto tiempo aplazada ya estaba en marcha. Todos sus generales -excepto Canidio- se encontraban reunidos en el cuartel general. Ticio, el larguirucho sobrino de Planco, actuaría como
quaestor,
y Enobarbo se pondría al frente de varias legiones. Delio, el hombre que tan groseramente me había exigido años atrás trasladarme a Tarso, se pondría al mando de unas legiones y se encargaría de escribir la crónica de la campaña, porque Antonio jamás las escribía. La emoción de la inminente campaña se respiraba en el aire, como un olor a metal y a fuego.
Enobarbo, que había estado en Roma para resolver ciertos asuntos familiares, pidió hablar en privado con Antonio, quien dio por sentado que yo también estaría presente. Por la cara que puso Enobarbo, me di cuenta de que éste hubiera deseado hablar a solas con Antonio. Sus ojillos se clavaron en mí mientras esbozaba una sonrisa forzada y parecía dudar. Antonio no hizo caso y se limitó a invitarle a hablar.
- ¿Cómo has dejado Roma? -preguntó Antonio, ofreciéndole una copa de vino que Enobarbo rechazó ostensiblemente.
Antonio se encogió de hombros y se la bebió él.
- La he dejado a mi espalda -contestó Enobarbo-. La situación es bastante buena, aunque hay carestía de pan. O sea que allí sólo se habla del ataque contra Sexto.
- Será una repetición del último -dijo Antonio-. Son impotentes contra el autoproclamado Hijo de Neptuno.
- Creo que no -dijo Enobarbo en tono cortante-. Agripa ha creado una base de adiestramiento naval cerca de Miseno y lleva todo el invierno adiestrando a remeros de primera. Se enfrentarán con Sexto de igual a igual. Además ha construido una flota tan grande y de navíos tan enormes que Sexto no la podrá atacar. Y por si eso no fuera suficiente, se ha inventado una máquina que le permite lanzar los arpeos a grandes distancias desde la seguridad de sus fortificaciones navales. Pescará los barcos de Sexto como si fueran pececitos plateados.
- Pues muy bien, le deseo suerte -dijo Antonio con toda sinceridad-. ¿Has hablado con Octavio de nuestra campaña?
- Por supuesto. Me invitó a una deliciosa cena. -Enobarbo hizo una pausa teatral-. Creo que le interesaron mucho tus preparativos, aunque parecía muy bien informado sobre los detalles que yo le revelé. Este hombre tiene espías en todas partes.
Me pregunté si él no sería uno de ellos. Al menos lo parecía.
- Y dejando aparte a Octavio, ¿qué opinión les merece todo eso a los romanos? -preguntó Antonio.
- Por lo visto no le prestan demasiada atención -contestó Enobarbo-. Están más preocupados por sus vientres y por el pan que por las conquistas extranjeras. Hemos hecho tantas conquistas extranjeras gracias a César que a lo mejor ha bajado un poco el interés.
Esbozó una leve sonrisa y extendió las manos como queriendo decir: «¡Qué le vamos a hacer!»
- ¿Se ha enterado Octavio…? ¿Cómo recibió Octavio la noticia de mi boda con la Reina? -preguntó Antonio, tomando orgullosamente mi mano.
No sabíamos cuál había sido la reacción de Roma. Nuestro anuncio había sido acogido con un silencio que parecía acrecentarse a cada día que pasaba.
- Si la ha recibido, no se ha dado por enterado -contestó Enobarbo-. Me comentó que pensaba concederte el privilegio de cenar en el templo de la Concordia con tu mujer y tus hijas cuando regreses a Roma. Un gran honor.
- ¿Otra hija?
Antonio no había recibido ninguna noticia de Octavia desde que ésta regresara a Roma.
- Pues sí -contestó Enobarbo-. ¿No te lo comunicaron? -preguntó, sinceramente sorprendido.
- No -reconoció Antonio-. No, no había sido informado.
Apuró la copa de vino y la posó sobre la mesa. Comprendí que se había quedado de una pieza. Aunque él se hubiera sacudido el polvo de Roma de los pies, jamás había considerado la posibilidad de que ellos hicieran lo mismo con él. El hecho de no darse por enterados de la campaña y de nuestra boda era un insulto.
- Ha sido una grosería por su parte -comentó Enobarbo medio en broma-. Bueno, cuando les hayamos dado una paliza a los partos, en Roma cuidarán mejor sus modales. -Hizo una pausa-. En cuanto a la campaña… si tú no has perdido tu sangre fría en el campo de batalla, muy pronto tendremos una nueva provincia romana.
Cuando se retiró, me volví hacia Antonio.
- ¿Cómo se atreve Octavio a ignorar nuestra boda?
Antonio se sentó con aire cansado. Se pasó las manos por el cabello y se frotó las sienes.
- No la ignora, te lo aseguro, por mucho que nos lo quiera hacer creer.
- Envíale a Octavia la documentación del divorcio. Así Octavio no tendrá más remedio que darse por enterado. -Ella ya había tenido a la niña y no había por tanto ninguna razón para demorarlo por más tiempo-. Ya es hora de que lo hagas.
- No -dijo con obstinación-. No tiene sentido combatir una guerra en dos frentes. Si él te ignora a ti, yo ignoraré a Octavia. A veces, ignorar a una persona es más efectivo que emprender una acción. A ver cómo se lo toma Octavio.
- Sigues buscando pretextos para no divorciarte de ella.
- Que me lo pidan ellos. Que se den cuenta de que no han conseguido imponerme un matrimonio y que sólo se están haciendo daño a sí mismos. No tengo el menor deseo de perjudicar a Octavia -se apresuró a añadir-. Octavio se encargará sin duda de que sea ella la que más sufra las consecuencias de esta situación pues no podrá volver a casarse hasta que sea libre.
- En realidad no creo que le importen demasiado los sufrimientos de su hermana, siempre y cuando siga conservando el poder sobre ti -repliqué.
Aquella noche tenía aire de despedida aunque todavía nos quedaban unas cuantas antes de nuestra separación. Sin embargo, la estancia, de la que ya se habían retirado los arcenes y los cofres con todas las pertenencias personales, estaba vacía y resonaba en ella el eco de nuestras voces.

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