La señal de la cruz (5 page)

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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
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—Annette —dijo Dial—, llame a la oficina central y averigüe dónde estuvo Jansen durante el último año.

Ella movió la cabeza y apretó el botón de llamada rápida.

—Jefe, mientras ella está al teléfono, déjeme que le haga una pregunta. ¿Dónde está el cuerpo?

—Lo trasladamos a la morgue.

—¿Antes o después de que fotografiaran la escena del crimen?

—Bueno —masculló—, mis hombres intentaron revivir a la víctima. Y la forma más rápida de hacerlo era desenterrar la cruz.

Dial hizo una mueca.

—Por favor, dígame que sacaron algunas fotos antes de desclavarlo de las tablas.

El jefe asintió y corrió a traer las fotos, o al menos eso fue lo que dijo que iba a hacer. La verdad era que buscaba una excusa para alejarse de Dial y no tenía intenciones de regresar hasta que no recobrara la compostura. Pero eso a Dial no le preocupaba, porque lo dejaba a cargo de toda la escena e impedía que el jefe oyera una información clave que la agente Nielson acababa de obtener de la Interpol.

—Roma —dijo ella—. Jansen ha estado viviendo en Roma durante los últimos ocho años, no en Finlandia.

—¿Roma? ¿Y qué estaba haciendo allí?

—Nuestra víctima era un sacerdote que trabajaba para el papa.

7

L
a última vez que Payne había visto a Jones fue cuando los arrestaron. Desde allí los habían trasladado a la penitenciaría en coches patrulla separados, les habían quitado la ropa y las pertenencias, y los habían encerrado en celdas distintas, en lados opuestos del edificio. Sobre todo para proteger al personal.

Eso fue el viernes, y habían pasado aproximadamente setenta y dos horas.

Payne estaba en su catre, sopesando su próximo movimiento, cuando un equipo de guardias lo interrumpió. Irrumpieron en su celda y le encadenaron manos y piernas con un artefacto que parecía sacado de
La leyenda del indomable
. Los hombres eran de tamaño medio, y estaban más o menos entrenados. Eso significaba que Payne podría haberse liberado de haber sido necesario. Pero dejó que las cosas ocurrieran, y permitió que lo arrastraran a una habitación aislada donde supuso que lo interrogarían o lo torturarían. O ambas cosas.

En medio de la habitación había una mesa de metal fijada al suelo, que tenía a cada lado un gran anillo de hierro que se usaba para restringir los movimientos del prisionero. Los guardias colocaron allí a Payne con especial precaución, asegurándose de que no podía soltarse. Tenían que ser cuidadosos con un prisionero como Payne. Era muy peligroso. Cuando quedaron satisfechos, salieron de la habitación sin decir ni una palabra. No le dieron instrucciones. El único sonido que Payne podía oír era el tintinear de sus cadenas y su propia respiración inquieta. Un reconocible olor a vómito viejo flotaba en el aire.

Lo abandonaron allí durante varias horas y dejaron que sudara. Dejaron que pensara en todas las cosas horrorosas que podían hacerle, esperando que eso lo quebrantara. Pero no sabían que estaban perdiendo el tiempo. Podían hacer lo que quisieran con Payne, él no lo sentiría. Para unirse a los MANIAC, los soldados tenían que pasar por una rigurosa prueba que constaba de dos fases principales: ser torturado y torturar. Payne había sobresalido en ambas.

Así que en lugar de quedarse pensando en lo que podía pasar, Payne se concentró en otras cosas. Sobre todo en cosas sucedidas durante los últimos años, todas las cosas que lo habían llevado a meterse en aquel lío.

Por desgracia, las obligaciones familiares lo habían forzado a abandonar el ejército mucho antes de que estuviese listo para ello. Su abuelo, el hombre que lo había criado, murió y le dejó el negocio de la familia, una compañía multimillonaria que se llamaba Industrias Payne.

La verdad era que Payne no quería tener nada que ver con ese mundo, y ésa era una de las razones por las que había ingresado en el ejército: evitar obligaciones de ese tipo. Quería forjar su propia vida, hacerse un nombre por sí mismo. Quería ser su propio jefe. Pero todo eso cambió al morir su abuelo. De pronto, se vio obligado a volver a casa y hacerse responsable, como si fuese su destino, su carga. La historia de Industrias Payne era una de esas historias de éxito, y era su deber proteger el legado.

Cuando el abuelo de Payne era joven, reunió los ahorros de su vida y creó una pequeña empresa manufacturera cerca del río Ohio. Entonces estaba resurgiendo la industria del acero, y su capital era Pittsburgh. Allí, el aire era negro y los ríos marrones, pero consiguió cerrar montones de negocios. De la noche a la mañana, pasó de ser un inmigrante manufacturero de Beaver County a ser un magnate. El polaco-americano más exitoso de la historia de Estados Unidos.

Ahora todo eso —la empresa, la tierra, las riquezas— pertenecía al nieto, alguien sin experiencia.

Payne sabía que estaba fuera de su elemento. Así que delegó sus obligaciones en la junta directiva de la empresa y dedicó todo su tiempo y energía a obras de caridad, aunque su primera obra no fue en realidad de caridad, sino más bien una inversión. Le dio a David Jones, que se había retirado del ejército al mismo tiempo que él, suficiente capital inicial para poder abrir su propio negocio. El sueño de Jones siempre había sido dirigir una agencia de detectives, y Payne tenía los medios para ayudarlo. Así que pensó que por qué no. Después de que su abuelo muriese, la única familia que le quedaba era Jones, y Payne lo sabía. Por supuesto no se parecían en nada, empezando por que Payne era blanco y Jones negro.

Como quiera que fuese, el primer año Payne fue feliz. Reunió dinero para la Fundación contra el cáncer Mario Lemieux y otras organizaciones de Pittsburgh, mientras Jones recorría la ciudad en busca de clientes. De vez en cuando, Payne le echaba una mano a Jones en los casos interesantes, pero la mayor parte del tiempo cada uno se dedicaba a sus cosas.

Durante el segundo año, Payne comenzó a ponerse ansioso. Le gustaba mucho ayudar a las buenas causas, pero necesitaba más de la vida que pasársela organizando torneos de golf y participando en eventos sociales con chaqueta y corbata. Echaba de menos la excitación de los MANIAC, los subidones de adrenalina que le daban cuando arriesgaba su vida, la emoción de ensuciarse las manos. No podía obtener esas cosas del mundo de los negocios, donde la peor herida que podía recibir era la de un cortapapeles, así que lo compensaba ayudando a Jones todo el tiempo. Los dos volvieron a ser un equipo, a hacer que el mundo fuera mucho más interesante, aunque a una escala bastante menor que antes. Si antes rescataban rehenes, o derrocaban gobiernos, ahora perseguían maridos infieles y buscaban mascotas perdidas. Era una enorme frustración para ambos.

Así que, en su tiempo libre, hacían lo que podían para buscar emociones artificiales. Cualquier cosa con tal de conseguir el runrún que sentían antes, cualquier cosa que los ayudara a mantenerse en el filo, que los hiciera sentirse vivos. Nadar con tiburones en Australia, correr carreras de coches en Brasil, bucear en Sudáfrica, explorar el fondo del mar en Florida.

Y, por último, correr delante de los toros en España. Eso era lo que los había llevado a Pamplona y, desgraciadamente, eso fue lo que los condujo a la situación en la que ahora se encontraban. Abandonados en la cárcel. Solos.

Habían ido a España en busca de adrenalina y habían acabado presos.

8

M
aría no tenía ninguna prueba, pero sabía que Boyd le estaba ocultando algo. «Típico de los hombres», pensó. Nunca confiaban en las mujeres para las cosas importantes.

—Vamos —suplicó—, ¿qué dice el letrero?

Boyd se rió mientras se alejaba de la losa de piedra.

—¿O sea que no lo sabes? Ay, ay, ay. Habría jurado que el latín era uno de tus requisitos académicos.

—Sí, pero eso no parece latín normal.

—Quizá porque no lo es. Este letrero fue escrito en una de las primeras variantes del idioma, una dialecto que no ha sido usado como lengua principal desde hace dos milenios.

—¡Lo ve! Por eso yo… ¡Espere! ¿Eso significa que este suelo fue construido por los antiguos romanos?

—A mí me lo parece. Dudo que hubiesen utilizado una lengua antigua en una de sus inscripciones, al menos no en una tumba de esta magnitud. —Señaló una gran arcada que asomaba bajo el estrecho pasadizo—. Lo sabremos con certeza en un momento.

Los elementos principales de la arcada estaban tallados de una manera exquisita, y cada uno ilustraba un momento diferente de la crucifixión de Jesucristo. Los dos bloques de abajo, los sillares, mostraban a Jesús cuando fue clavado en la cruz y alzado por un grupo de soldados romanos. La siguiente serie de piedras, las dovelas, representaban a Cristo colgando de la cruz, cómo su vida y su vigor lo abandonaban lentamente. Las coronas, las dos piedras ubicadas de modo descentrado con respecto a la bóveda del arco, mostraban los sucesos inmediatamente anteriores a la muerte de Jesús. Primero, cuando le acercan una esponja empapada en vinagre —mientras a sus pies se abren las flores, probablemente una señal de renacimiento—, y luego, el instante en que su cabeza cae hacia su pecho, en el momento de la muerte.

Extrañamente, la clave de bóveda, el bloque más importante de la arcada, era diferente de las otras. En lugar de representar la resurrección o su ascensión hacia la diestra de Dios, la piedra central del arco estaba esculpida en forma de un busto realista de un hombre. Un hombre riéndose. Los trabajados detalles de su rostro mostraban bien a las claras que se estaba divirtiendo: la curva de sus labios, el brillo alegre en sus ojos, y la arrogante protuberancia de su mentón. Por alguna razón, se estaba riendo en un momento de lo más inapropiado.

María alzó la cámara y grabó el arco.

—¿Qué es este lugar?

—La placa decía que era una bóveda de documentos. Pero después de ver estas decoraciones, pienso que es probable que su utilidad haya cambiado con los años, quizá hacia algo más religioso. —Boyd colocó las manos sobre la arcada y recorrió el contorno de las piedras más bajas—. Dime, querida, ¿quién mató a Jesucristo?

La pregunta era tan inesperada que ella tardó un momento en responder.

—Los romanos, en el año 33.

—¿Y por qué lo mataron?

María hizo una mueca de disgusto a espaldas de Boyd. ¿Por qué tenía que convertirlo todo una lección?

—Por traición —contestó—. Varios sacerdotes lo veían como una amenaza para las costumbres romanas. Pensaban que era más fácil matar a Cristo que tener que lidiar con la multitud que lo seguía.

—¿Sabían que era el Hijo de Dios cuando murió?

—Por supuesto que no. Si lo hubiesen sabido, no lo habrían crucificado.

Boyd movió la cabeza, satisfecho con las respuestas.

—Entonces ¿por qué están aquí estas tallas? ¿Por qué los antiguos romanos le habrían dado tanta importancia a un acontecimiento tan insignificante en su historia? Si creían que Cristo era un falso Mesías (como decenas de impostores que simularon ser el Hijo de Dios antes que él), ¿por qué le dedicarían tanto espacio en una obra de arte tan monumental?

Intrigada, María estudió las imágenes y comprendió que Boyd andaba dándole vueltas a algo.

—Tal vez estas decoraciones fueron añadidas después de que los romanos se convirtieran al cristianismo. Pudieron haber conmemorado la crucifixión de Cristo a mediados del 300, todavía mil años antes de que ocurriera el Gran Cisma.

Boyd contempló la talla central, y se asombró de su naturalidad. Era tan realista que casi podía oír su risa.

—Si eso fuese verdad, ¿por qué esta figura de la clave de bóveda se está riendo? Los romanos mataron al Hijo de Dios pero luego se dieron cuenta de su error. Entonces, en un momento de expiación, se convirtieron a la religión del nazareno y conmemoraron su muerte ridiculizándola por medio de un busto que se ríe… No creo que se trate de eso.

—Probablemente no —admitió ella.

Con determinación, María concentró la mirada en la arcada e intentó descubrir la conexión entre el busto y las imágenes de Cristo que lo rodeaban. Para complicar más las cosas, cuanto más miraba el rostro del hombre que se reía, más segura estaba de que ya lo había visto antes.


Professore
, ¿soy sólo yo, o también usted reconoce esta cara?

—Yo iba a preguntarte lo mismo. Parece muy familiar, ¿no?

María se devanó los sesos repasando cientos de figuras históricas en su mente.

—¿Podría ser alguien famoso como Octavio, o Trajano? ¿Quizá hasta Constantino I, el primer emperador cristiano?

—Necesitaría una enciclopedia para estar seguro. Podría ser cualquiera.

Ella hizo una mueca de desilusión al comprender que Boyd tenía razón.

—Bueno, ya me vendrá. Puede que no sea muy buena con el latín antiguo, pero nunca olvido una cara.

—Si lo descubres, asegúrate de hacérmelo saber. Quisiera comprender la relación entre la escultura y las tallas. Su conexión realmente me desconcierta. ¿Qué demonios intentaba decir este artista sobre Cristo?

Mientras avanzaban, la linterna de Boyd iba iluminando la gigantesca cámara, revelando un espacio casi tres veces más grande que el recinto por el que habían entrado en la parte superior. De más de dieciocho por nueve metros, la enorme habitación estaba llena de decenas de arcones de piedra tallados a mano, de varias formas y tamaños, cada uno de los cuales mostraba una escena histórica romana. Pero el trabajo artístico no acababa allí. Las paredes de la cámara estaban adornadas con una serie de frescos del siglo I, notablemente parecidos en tema y color a las pinturas que habían visto en la primera habitación.

—¡Dios mío! —exclamó Boyd, sin aliento—. ¿Ves este sitio? Los ingenieros de la Antigua Roma estaban verdaderamente adelantados. Como te he dicho antes, muchas de sus estructuras todavía hoy permanecen en pie. Pero de todos modos tenemos mucha suerte de que este lugar no haya sido nunca alterado por perforaciones, la erosión del suelo, o incluso por movimientos de las placas tectónicas. Un pequeño temblor lo habría enterrado para siempre.

María frunció el cejo ante la idea.

—¿Qué le parece si grabo un poco más antes de que suceda algo así?

—Me parece perfecto, querida. Eso me dará la oportunidad de examinar estos arcones.

María apretó un botón de la cámara y prosiguió su trabajo de documentación moviéndola lentamente de izquierda a derecha. Comenzó por los frescos, concentrándose en una imagen tras otra antes de enfocar el techo abovedado y las decenas de arcones que llenaban la sala.

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