La señal de la cruz (9 page)

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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
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Jones sonrió cuando vio a Payne. Era la primera vez que se veían desde que los habían arrestado.

—Eh, Jon, tienes buen aspecto. ¿Qué tal has dormido?

—Como un bebé. Cada mañana me despierto mojado.

Asintió, sabía de lo que hablaba:

—Puta manguera.

Payne se sentó en el asiento opuesto al de Jones y estudió al hombre que tenía a su lado. Era más o menos de la estatura de Payne, pero pesaba alrededor de cincuenta kilos más, de músculo, no de grasa. Payne lo observó durante un rato, calibrándolo, pero no pudo encontrar su cuello. Finalmente, para romper el silencio, se presentó:

—Me llamo Jonathan Payne, ¿y tú?

El orangután miró a Payne pero no dijo una palabra. Sólo soltó un ligero gruñido.

Jones, que era negro y pensaba siempre a la defensiva, se rió:

—Gracias a Dios que también te odia a ti. Como a mí tampoco me habla, pensaba que era un racista… Tal vez sólo sea sordo.

—¿Tienes idea de qué va esto?

—Ninguna. ¿Y tú?

Payne negó con la cabeza.

—Me prometieron una llamada para hoy, pero no he llegado a hacerla. Quizá estos tipos sean de la embajada.

—No —dijo bruscamente el hombre del teléfono móvil—. No somos de la embajada.

—¡Aaaaaah! —se burló Jones—. ¡Saben hablar!

—Sí, señor Jones, sabemos hablar. Pero le prometo que será una conversación breve si continúa haciendo comentarios sobre nosotros. No toleraré insolencias de un prisionero.

El tipo medía uno noventa, tendría cuarenta y tantos, y era un cabronazo. Eso se percibía en seguida. Había algo en su manera de comportarse que decía: «Si te metes conmigo, te joderé». Tal vez fuera su pelo, alto y repeinado, o sus ojos, fríos y de reptil. Fuera lo que fuese, funcionaba, porque no había duda de que él controlaba las cosas.

—Así que, ¿me voy ahora mismo o va a callarse el tiempo suficiente como para escuchar?

Payne no había obedecido órdenes desde que estaba en el ejército, pero tuvo la impresión de que no tenían otra alternativa. O bien escuchaban a aquel tipo, o volvían a sus celdas por mucho tiempo.

—No hay problema, puedo arreglar lo del silencio. Pero sólo si tiene la amabilidad de darnos su nombre y rango. Creo que es lo menos que merecemos.

—No, señor Payne, ustedes no se merecen nada. No si tenemos en cuenta los cargos a los que se enfrentan.

El hombre se sentó al final de la mesa y sacó una carpeta de su portafolio de piel. Se quedó sentado allí durante un minuto, estudiando su contenido. No dijo una palabra. El único sonido en la habitación era el susurrar de los papeles. Cuando volvió a hablar, la rudeza en su voz se había suavizado. Como si hubiese reconsiderado su manera de manejar el asunto.

—Sin embargo, dadas las circunstancias de mi propuesta, creo que sería mejor que permaneciera como civil.

—¿Su propuesta? —preguntó Payne.

—Antes de llegar a eso, permítame complacer su demanda. Mi nombre es Richard Manzak, y trabajo para la Agencia (Central de Inteligencia.

Sacó su identificación y se la dio a Payne. El compañero de Manzak lo imitó.

—Este señor es Sam Buckner. Lo han asignado, junto conmigo, para esta, ejem…, situación.

Payne examinó ambas placas y se las pasó a Jones.

—No lo entiendo. ¿Qué tenemos que ver nosotros con la CIA? ¿Éste no tendría que ser un asunto de la embajada?

Manzak cogió su placa y le ordenó a Buckner que se quedara vigilando la habitación. A Payne le pareció que aquello era un poco raro, puesto que el edificio era como una cárcel de seguridad. Aun así, el grandullón se movió pesadamente y se reclinó contra la puerta como un alce cansado.

—Este es un asunto que supera las competencias de la embajada —le explicó Manzak—. La embajada tiende a evitar los crímenes de esta naturaleza.

—¿Crímenes? ¿De qué está hablando? Nosotros no hemos hecho nada. Vinimos aquí como turistas.

—Venga ya, señor Payne. Los dos sabemos qué clase de misiones solía dirigir usted. Estoy seguro de que, si lo piensa, podría hacer una larga lista de actividades que el gobierno español difícilmente aprobaría. —Manzak se inclinó hacia adelante, bajando la voz hasta el susurro—. Por ahora, me parece que sería mejor obviar los detalles. Nunca se sabe quién podría estar escuchando.

Payne pensó en su época con los MANIAC y se dio cuenta de que habían pasado por España muchas veces. La Base Aérea de Morón de la Frontera, cerca de Sevilla, estaba a medio camino entre Estados Unidos y el sudoeste asiático, lo que la convertía en un lugar privilegiado para reunir provisiones y recuperar fuerzas en medio de una misión. Lo mismo sucedía con la Estación Naval de Rota, ubicada en la costa atlántica, cerca del estrecho de Gibraltar. Les daba acceso al Mediterrá neo y apoyo durante los ataques anfibios. Recordó también la Base Aérea de Torrejón y todas las otras instalaciones estadounidenses repartidas por España, y se estremeció al pensar en todo lo que debían saber sobre él y Jones.

Cada vez que habían sacado armas de la base suponía una infracción. Lo mismo cuando cruzaban la frontera con personal no militar, o volaban en espacio aéreo restringido. De hecho, casi todo lo que los MANIAC habían hecho en España —a pesar de que siempre lo consideraran un deber— rayaba en el delito. No la clase de delito que se perseguía y enjuiciaba siempre, porque las relaciones entre Estados Unidos y España no sobrevivirían si el gobierno español empezaba a tomar medidas contra el personal activo de las misiones autorizadas, pero aun así, lo que a Payne le preocupaba era el carácter secreto de las operaciones. ¿Cómo iba a defenderse a sí mismo si no podía hablar sobre nada de lo que había hecho?

—¿Sabe?, tiene razón —dijo Payne—. Este no es un asunto de la embajada. Está muy por encima de su alcance. Es un asunto que debería manejar el Pentágono.

Manzak movió la cabeza.

—Lo siento, caballero, pero eso no sucederá. El Pentágono fue avisado por el gobierno español en cuanto usted fue arrestado. Por desgracia, no ganarían nada involucrándose. ¿Se imagina la pesadilla de relaciones públicas a la que tendrían que enfrentarse si reconocieran las misiones en las que usted participó? Las cosas podrían ser diferentes si usted todavía estuviese en servicio activo. Pero lamentablemente, la buena voluntad del Pentágono suele estar relacionada con la utilidad que usted puede tener. Y, dado que actualmente está retirado, usted es para ellos prácticamente nulo.

Manzak sonrió con sarcasmo.

—Es un mundo cruel, ¿no le parece, señor Payne?

Payne quería saltar sobre la mesa y enseñarle a Manzak lo cruel que podía ser el mundo. Con tal de hacerlo callar. Pero sabía que no podía hacerlo, no hasta que averiguara por qué estaba allí, por qué la CIA estaba interesada en su situación. Hasta donde sabía, Manzak podía ser su único aliado.

—¿Y qué me dice de usted? ¿Su organización encuentra en nosotros alguna utilidad?

Manzak sonrió con orgullo.

—No estaba muy seguro hasta que leí lo de su viaje a Cuba. Muy impresionante. Según lo veo, cualquiera capaz de hacer algo así es útil… Esa misión todavía me asombra.

Payne y Jones se miraron desconcertados. Se suponía que nadie excepto la cúpula del Pentágono sabía lo de Cuba. Ni la CIA ni el FBI, ni siquiera el presidente. Hasta el momento, ni siquiera los cubanos sabían lo de Cuba, porque, en cuanto lo descubrieran, se iban a cabrear mucho. Fuera como fuese, el hecho de que Manzak estuviera informado de su viaje les dijo bastante. Significaba que era un hombre poderoso y que tenía contactos muy importantes. Alguien con quien se podía hacer l ratos.

—Muy bien —dijo Payne—. Ha hecho usted los deberes, lamentablemente, todavía hay una pregunta que no ha contestado. ¿Por qué está aquí?

Manzak se echó hacia atrás en su silla, lentamente, intrigante. La mayoría habría respondido de inmediato, pero él no. Estaba calmado, muy calmado. Era el ejemplo mismo del autocontrol. Finalmente, cuando percibió que estaban a punto de perder la paciencia, les dio una respuesta.

—Estoy aquí para comprar vuestra libertad.

Libertad. Ni Paynes ni Jones sabían cómo podía ser eso posible, lo que no impidió que Manzak se quedara allí sentado, estoicamente, disfrutando del poder que tenía sobre ellos, como un perverso titiritero. No sonreía ni fruncía el cejo, ni siquiera pestañeaba. Después de varios segundos de silencio sacó otra carpeta, bastante gruesa y atada con una goma elástica. Un único nombre aparecía en la cubierta: «Doctor Charles Boyd».

—Caballeros, he sido autorizado por el gobierno español para hacerles una oferta única en la vida. Si están ustedes dispuestos a aceptar mis términos, no pasarán su única vida en prisión.

Jones hizo una mueca de irritación ante el juego de palabras.

—Genial. ¿A quién quieren que matemos?

Manzak lo miró.

—No estoy seguro de a qué estaba usted acostumbrado con los MANIAC, pero puedo asegurarle que la CIA jamás planearía un asesinato.

Jones puso los ojos en blanco.

—¡Por favor! Puedo nombrarle por lo menos veinte casos en los que la CIA ha estado involucrada en la muerte de una figura política importante, y eso sin contar a los Kennedy.

—Que usted me crea o no es irrelevante. Lo que importa es esto: mi propuesta no incluye el asesinato ni actividades ilegales de ninguna clase.

Payne seguía escéptico.

—Entonces ¿de qué se trata?

—De una persona desaparecida.

—¿Perdón? ¿Quieren que encontremos a una persona desaparecida? Y si accedemos, ¿ellos qué harán? ¿Nos dejarán ir? —Payne leyó el nombre en la carpeta—. Déjeme adivinar, ¿el doctor Charles Boyd?

—Afirmativo. Queremos que encuentren al doctor Boyd.

Payne se quedó sentado, esperando que le dieran más información. Al no obtenerla, dijo:

—Y, por curiosidad, ¿quién carajo es el doctor Boyd?

Su pregunta estaba dirigida a Manzak. Pero sorprendentemente, fue Jones quien respondió, dejándolos a todos atónitos.

—Si no me equivoco, es un arqueólogo de Inglaterra.

Manzak le lanzó una mirada.

—¿Cómo sabe eso?

—¿Cómo? Porque soy listo. Qué pasa, ¿un negro no puede ser inteligente?

Payne hizo una mueca ante su pantomima y le dijo:

—Venga, contéstale.

—Vale —dijo el otro con un gesto de desprecio—. Vi a Boyd en el History Channel. Me parece que es profesor en Oxford o en una de esas escuelas inglesas para pijos. Puede que fuera Hogwarts, da igual. El asunto es que estaba hablando del Imperio romano y de su influencia en la sociedad moderna.

Manzak tomó nota para sus adentros.

—¿Qué más recuerda?

—Yo no sabía que los romanos tuvieran cañerías en las casas. Siempre pensé que…

—Quería decir sobre Boyd.

—No mucho más. Se oía su voz, pero él aparecía poco en pantalla. Era el narrador.

Payne se frotó los ojos, intentando no perderse.

—Déjeme ver si lo entiendo. ¿El doctor Boyd es un arqueólogo inglés, alguien con suficiente credibilidad como para enseñar en una universidad mundialmente famosa y presentar un documental en el History Channel?

Manzak asintió y evitó dar más información.

—Vale, pues esto es lo que no entiendo: ¿cuál es la gran emergencia? Quiero decir, ¿por qué el gobierno español quiere tanto a ese tipo que está dispuesto a hacer un trato con dos presos? Y todavía más, ¿dónde encaja la CIA en todo esto? Aquí hay algo que no cuadra.

Manzak le lanzó una fría, dura mirada, que daba a entender que no estaba dispuesto a poner todas las cartas sobre la mesa. Pero así y todo Payne no bajó la vista, sin querer darse por vencido. Había estado encerrado durante setenta y dos horas y estaba harto de que se burlaran de él. Su agresividad tuvo su recompensa un momento después, cuando Manzak se echó hacia atrás en la silla y suspiró. Un suspiro profundo.

Fue un sonido que le dijo a Payne que había arrinconado a su presa y que ésta estaba a punto de rendirse.

Manzak permaneció así durante un rato, como si estuviese intentando decidir qué era lo que debía hacer. Al final, algo reacio, deslizó la carpeta hacia adelante.

—El doctor Charles Boyd es el delincuente más buscado de Europa.

14

T
odo delito se resuelve desde una oficina central. Ya se trate de un caso importante o no, tiene que haber un lugar donde los agentes que lo investigan escriban sus informes. A veces es sólo un cubículo diminuto en el cuartel general, pero siempre hay un sitio determinado que se convierte en el corazón de la investigación.

Rara vez era así de lujoso.

El superintendente de Kronborg quería tener contento a Nick Dial, así que lo colocó en los Aposentos Reales, unas habitaciones que se habían usado como residencia real durante casi cien años. La suite había sido construida para Federico II en la década de 1570 y conservaba los muebles originales. Una araña de oro colgaba del techo, sobre la mesa de banquetes que ahora le servía a él de escritorio.

Era raro que Dial tuviese privacidad cuando trabajaba en un caso, así que aquello le parecía el mayor de los lujos: la posibilidad de estar solo con sus pensamientos, por lo menos hasta que alguien viniera a buscar alguno de los documentos que había «tomado prestados» de la policía danesa cuando no estaban mirando.

Cada investigador tenía un método diferente de examinar las pruebas, su modo personal de hacer las cosas. Algunos recogían observaciones con una grabadora, otros introducían la información en sus ordenadores. Pero a Dial no le funcionaba ninguna de esas técnicas. Él, cuando se trataba de las pruebas, era de la vieja escuela; prefería la sencillez del tablón a lo atractivo de la tecnología. Para él no había mejor manera de organizar un caso. Podía cambiar de lugar las cosas cuando quería hasta que todo quedaba donde debía estar, como un rompecabezas gigante que iba revelando la identidad secreta del asesino.

Lo primero que puso en la pizarra de Kronborg fueron fotos de la escena del crimen. Estaban tomadas desde varios ángulos y mostraban todos los detalles horrorosos que le hubiese gustado olvidar. El modo en que dos de las costillas de la víctima le habían atravesado la piel como si fuesen dos palillos chinos rotos clavados en un trozo de carne cruda, cómo le colgaba la mandíbula en un ángulo imposible, el aspecto de la sangre mezclada con heces y orina. Ésa es la realidad de un homicidio cualquiera, el tipo de cosas por las que Dial tenía que pasar para encontrar las respuestas que buscaba, como obtener más información sobre Erik Jansen. Ésa era la mejor manera de determinar por qué había sido escogido para morir. Conocer a la víctima para conocer al asesino, y eso suponía comenzar por las personas más próximas a Jansen: sus amigos, su familia y sus compañeros de trabajo. Claro que la cosa era más difícil de lo que parecía, porque estaban repartidos por toda Europa. Si a eso se le sumaba el problema del idioma y el secretismo del Vaticano, la dificultad llegaba al cielo.

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