No podía imaginar que uno de ellos contenía el descubrimiento más importante de todos los tiempos. Un secreto que cambiaría su vida —y la historia del mundo— para siempre.
P
adre Erik Jansen, del Vaticano. Crucificado. En el castillo de I lamlet.
Nick Dial sabía que los medios iban a tener un día de buena cosecha con la historia, a menos que él fuese capaz de eliminar de inmediato la cuestión shakespeariana. No había nada que pudiera hacer con el aspecto religioso —un cura crucificado era difícil de explicar—, pero eliminar a Hamlet sí era una posibilidad.
Desgraciadamente, Dial no sabía mucho de literatura, así ([lie decidió llamar a Henri Toulon, el vicedirector de la División de Homicidios. Toulon era un francés amante del vino capaz de hablar con conocimiento de causa sobre cualquier asunto del mundo. Ya se tratara de física cuántica, estadísticas de fútbol, o una receta de
fondue
, Toulon tenía la respuesta.
—Hey, Henri, soy Nick. ¿Tienes un minuto?
Toulon respondió con un ronco:
—Claro, hombre.
—Tío, ¿te encuentras bien? Pareces cansado.
—
Oui
, estoy bien. Ha sido una noche larga. Otra vez.
Dial sonrió, nada sorprendido de que Toulon tuviera resaca. Sus largas juergas nocturnas eran uno de los principales motivos por los que Dial había sido ascendido por encima de él. Eso, más el deseo de la Interpol de tener a un americano como jefe de la División, una rareza en una organización dominada por europeos.
—Por curiosidad, ¿cuánto sabes sobre Shakespeare?
—Más que su propia madre.
—¿Y sobre la Biblia?
—Más que Dan Brown. ¿Por qué lo preguntas?
Dial lo puso al corriente del caso y le contó lo que estaba buscando. ¿Por qué Jansen había sido secuestrado en Roma pero asesinado en Dinamarca?
—La religión juega un importante papel en el mundo de Shakespeare —respondió Toulon—, pero no se me ocurre ningún personaje que fuera crucificado. En su tiempo habría sido considerado una herejía.
—Entonces olvídate de lo de la crucifixión y concéntrate en el asesinato. Además del lugar, ¿se te ocurre alguna otra conexión con Hamlet?
—Lo que más me llama la atención es el letrero sobre la cruz. Quienquiera que lo haya pintado estuvo brillante. ¿Se trata del «PADRE» en referencia a Dios, a un personaje de una obra de Shakespeare, o al padre del propio asesino? A primera vista, yo supondría que se refiere a
Hamlet
. La obra cuenta la historia del príncipe Hamlet, que busca vengar la muerte del rey: un hijo que trata de vengar a un padre. Suena perfecto, hasta que examinas el método de ejecución. Para mí la crucifixión se refiere a Jesucristo, no a Shakespeare. Si el asesino hubiera estado interesado en
Hamlet
, habría escogido la espada.
—¿Así que se trata de religión?
—No necesariamente. Podría tratarse del padre del asesino, o del de la víctima. Pero por eso el letrero es tan inteligente. Vas a tener que rastrear todas esas posibilidades, te guste o no. Hasta donde sabemos, el asesino podría estar simplemente jugando contigo.
—Es posible. O podría tratarse de otra cosa, algo que se te escapa.
—¿Como qué?
Dial sonrió, contento de que Toulon no lo supiese todo.
—La víctima era un sacerdote. El letrero podría referirse a él.
Padre
Erik Jansen.
—Lo que sólo vuelve más inteligente el letrero. Es fácil de recordar y a la vez es ambiguo. El modo perfecto de atraer la atención sin que nada sea demasiado evidente.
—Por eso decidí llamarte. Supuse que combatiría la inteligencia con inteligencia.
Toulon sonrió.
—Te diré lo que haremos, dame uno o dos días y veré qué puedo averiguar. ¿Quién sabe? Quizá estoy pasando por alto algo más.
—Gracias, Henri, te lo agradecería. Pero antes de colgar, tengo una pregunta más, ésta sobre religión. ¿Tienes idea de qué aspecto tenía la cruz de Jesús?
Toulon respiró profundamente y se pasó los dedos por el cabello gris, que llevaba recogido en su típica coleta. Quería un cigarrillo con desesperación, pero no le permitían fumar dentro de la Interpol, aunque a veces lo hacía de todos modos porque era francés y pensaba que si no les gustaba se podían ir a la mierda.
—Te alegrará saber que no estás solo. La mayoría de la gente sabe poco acerca de la cruz. Dime, ¿qué tipo de cruz utilizaron en Dinamarca?
—De madera, hecha de algún tipo de roble.
—No me refería a eso. ¿Era latina? ¿Tau? ¿Griega? ¿Rusa?
—Honestamente, no tengo ni idea. Para mí todas son griegas.
Toulon puso los ojos en blanco. ¿Por qué los americanos tenían que hacer bromas sobre todo?
—Una cruz griega es fácil de reconocer. Parece un signo más. Sus cuatro brazos tienen exactamente la misma medida.
—La de Jansen no. La suya parecía una T mayúscula. El palo horizontal estaba arriba de todo.
Toulon soltó un ligero silbido.
—Entonces lo hicieron bien.
—¿Lo hicieron bien? ¿Qué quieres decir con eso?
—La mayoría de la gente piensa que Jesús fue crucificado en una cruz latina (una en la que el brazo que cruza está como a un tercio del palo vertical) pero eso no es correcto. Los romanos usaban cruces tau para las crucifixiones, no latinas.
—¿De verdad? ¿Entonces por qué las iglesias utilizan la cruz latina?
—Porque los líderes cristianos la adoptaron como su símbolo durante el siglo nueve, una decisión que produjo controversia, porque originalmente era un emblema pagano que representaba los cuatro vientos: norte, sur, este y oeste. Aun así, los cristianos prefirieron eso a la historia de la cruz tau, un símbolo que significaba muerte por ejecución en el mundo antiguo. La muerte de los criminales.
Dial se acarició el mentón, preguntándose si Erik Jansen era un criminal. O si habría tratado con alguno en el confesionario.
—Hablando de cruces, ¿qué puedes decirme de la crucifixión? Es decir, ya conozco la versión bíblica, pero ¿sabes lo que realmente pasó?
—Supongo que eso depende de tu perspectiva. Si eres cristiano, la versión bíblica es lo que realmente pasó, hasta el último detalle. Vamos, que la Biblia es la palabra de Dios.
—¿Y si no eres cristiano?
Toulon comprendió que el asunto era un barril de pólvora. Se puso un cigarrillo sin encender en la boca, sólo para tener algo que chupar.
—La verdad es que no se sabe lo que pasó. Los historiadores cristianos dicen una cosa y los historiadores romanos dicen otra. También están los judíos y los budistas y los ateos. Todos tienen una opinión diferente de lo que sucedió, y nadie lo sabe con seguridad, porque pasó hace dos mil años. No podemos ver el vídeo y contemplar la versión definitiva. Lo único que podemos hacer es clasificar las pruebas, leer lo que escribieron nuestros antecesores, y tratar de llegar a nuestras propias conclusiones, que están invariablemente contaminadas por nuestra educación.
—¿Y eso qué significa?
—Hablando en plata, si tus padres te enseñaron a creer en Cristo, probablemente vas a seguir creyendo en Cristo. En eso consiste la fe, ¿no?
—¿Y si no eres creyente?
—Bueno, supongo que depende de la persona. Algunos se guardan sus dudas para sí mismos, para poder encajar en este mundo cristiano en que vivimos. Otros se unen a la sinagoga o al templo o santuario local y comienzan a practicar religiones no cristianas. También, por supuesto, tienes el tercer grupo. Los raros. Esos son los tipos a los que no les importa lo que la sociedad piense de ellos, la clase de gente que disfruta yendo contracorriente. Y si me gustara apostar, adivina en qué categoría pondría al asesino.
Dial sonrió; desearía que todas las preguntas fueran así de fáciles.
—Gracias, Henri, aprecio tu honestidad. Avísame si se te ocurre algo más.
—Claro, Nick.
Dial colgó su teléfono móvil y miró a la agente Nielson, que estaba a un lado, quieta, sonriendo.
—Parece contenta —dijo él—. ¿Buenas noticias?
—Acabo de hablar con Roma. El padre Jansen tenía un pequeño apartamento cerca del Vaticano. Cuando no apareció para una reunión a las nueve de la noche, intentaron llamarlo, pero no pudieron dar con él. No le dieron importancia hasta que tampoco ha ido a trabajar esta mañana. Entonces fue cuando decidieron llamar a la policía.
—¿Y qué pasa con el Vaticano? ¿Sabemos lo que hacía Jansen para ellos?
—Todavía estoy en ello. Estoy esperando una llamada de su supervisor en cualquier momento. Con suerte, puede aclararnos algo sobre el asunto.
—Yo no contaría con eso. Ya he tratado antes con el Vaticano y tienden a ser muy reservados con sus cosas. Claro que, ¿quién puede culparlos? Yo también lo sería si tuviera una colección de arte de mil millones de dólares encerrada en el sotano… ¿Qué están haciendo nuestros agentes en Roma?
—Un equipo forense está registrando su piso. Han dicho que me llamarán si encuentran algo importante. Si no, tendremos el informe mañana.
—Buen trabajo, Annette. Estoy impresionado. Pero hágame un favor, póngase pesada con el Vaticano. Que le hayan prometido un informe no significa que se lo den.
De hecho, Dial se rió para sus adentros, probablemente haría falta un milagro.
M
aria se paseó por la bóveda, grabando cuidadosamente las decenas de arcones de piedra que llenaban la habitación. Dispuestos en hileras, eran grises y de varias formas y tamaños —algunos tenían las dimensiones de un libro grande, mientras que otros se acercaban al tamaño de un ataúd—, pero todos tenían algo en común: brillantez artística.
Sobre la dura roca de varios de los arcones había imágenes cinceladas de escenas bélicas colosales, que destacaban las victorias romanas más importantes del primer Imperio. Generales orgullosos, de pie sobre sus carros tirados por caballos, luchaban valientemente como legionarios en el campo de batalla. Guerreros exhaustos, con las caras salpicadas por la sangre de sus víctimas, continuaban avanzando, extendiendo las fronteras de su tierra mientras demolían todo lo que se interponía en su camino. Y los héroes romanos mostraban sus perfiles grabados en la piedra con tal precisión que…
—Oh, Dios mío —murmuró María, y apretó el botón de pausa de la cámara—. ¿Recuerda esa cara de la arcada que parecía estar riéndose de la muerte de Cristo?
—Por supuesto que sí. Esa imagen blasfema está grabada a fuego en mi mente.
María señaló al cubo de piedra de sesenta centímetros de altura que se hallaba a sus pies.
—Es él otra vez.
Boyd echó un vistazo a la caja y se dio cuenta de que ella tenía razón. Era él, desde luego, y su diabólica risa estaba trabajada con mucho detalle.
—Es realmente desconcertante. ¿Qué pinta aquí?
Ella pasó sus dedos enguantados sobre el rostro tallado.
—No lo sé. Pero se lo ve muy contento.
—María, mientras filmabas las decoraciones, ¿has visto a este hombre en algún otro sitio?
Ella negó con la cabeza.
—En ese caso se lo habría dicho.
—¿Y qué hay de su cara? ¿Recuerdas de qué te suena?
María contempló fijamente la imagen.
—No, pero tengo que admitir que me está volviendo loca. Sé que la he visto antes. ¡Lo sé!
Boyd se levantó e inspeccionó rápidamente los demás arcones de la sala. Aunque su tamaño variaba, se dio cuenta de que todos tenían un tema común: estaban adornados con escenas de guerra. Todos ellos, excepto uno: el del hombre que se reía.
—Este hombre debió de ser un emperador. O, como mínimo, un hombre poderoso y muy rico. Es el único que está grabado en su propio arcón.
—Además estaba en la arcada. Obviamente lo valoraban mucho.
—Pero ¿por qué?
Boyd reflexionó sobre la pregunta mientras acariciaba el contorno de la caja. Se detuvo un momento, y luego deslizó cuidadosamente las manos por encima del borde de la tapa, asegurándose de que era lo suficientemente sólida como poder moverla sin que se dañara.
—Ya sé que esto va en contra de muchas de las cosas que te he dicho antes, pero…
María asintió de forma comprensiva:
—Quiere ver lo que hay dentro.
—Tengo que hacerlo. No puedo evitarlo. Es el mocoso que llevo dentro.
—Está bien. Si usted no se hubiera decidido a quitar la tapa, iba a traer una palanca y hacerlo yo misma.
Les llevó casi cinco minutos soltar la tapa de piedra de la apretada juntura en la que encajaba perfectamente, pero una vez que lo hicieron, pudieron levantarla sin dificultad. Era mucho más liviana de lo que esperaban.
—¡Cuidado! —suplicó Boyd—. Esta piedra podría darnos pistas importantes sobre la identidad de ese hombre. Por nada i leí mundo quisiera que le pasara algo.
Depositaron la tapa tallada sobre el suelo, con cuidado de no arañarla. Luego, cuando estuvieron satisfechos con su colocación, fueron deprisa hacia el arcón para ver lo que habían encontrado.
—Acerca la luz. ¡Rápido!
María cogió la linterna y la apuntó hacia la urna de piedra. El brillante chorro de luz inundó la oscuridad, revelando el único objeto que había dentro: un delgado cilindro de bronce.
—¿Qué es? —preguntó ella.
Boyd sonrió mientras sacaba el cilindro de bronce de dos centímetros con su mano enguantada.
—Es un gemelo, querida. Un gemelo idéntico.
—¿Un gemelo?
—Los documentos que encontré en Inglaterra, los que nos condujeron a las Catacumbas, estaban guardados en un cilindro de bronce
idéntico
… ¿Sabes lo que significa?
—¡No! ¿Qué?
—No tengo ni idea —rió Boyd—, pero ¡apuesto a que es jodidamente importante!
María sonrió, pero en el fondo sabía que algo estaba pasando, y que Boyd no quería decírselo. Podía sentirlo por la manera como acunaba el cilindro, tratándolo con la ternura paternal que habitualmente se reserva a los recién nacidos.
—¿
Professore
? ¿Puedo verlo?
Dudó un instante, reacio a compartir el artefacto.
—Ten mucho cuidado, querida. Hasta que no lo abramos no sabemos qué puede haber dentro. El contenido podría ser muy delicado.
Ella asintió, aunque percibía que Boyd estaba exagerando. No obstante, obedeció sus deseos y trató el descubrimiento con el máximo respeto.
—¡Oh! ¡Es tan increíblemente liviano! ¿Está seguro de que es el mismo tipo de cilindro que encontró en Bath?