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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (4 page)

BOOK: La senda del perdedor
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Finalmente llegó mi día. Yo era alto y me sentía poderoso en el círculo. No podía creer que fuera tan malo como ellos querían que fuera. Yo bateaba a lo loco, pero con fuerza. Sabía que era fuerte, y quizás, como ellos decían, «un chiflado». Pero tenía este fuerte sentimiento en mi interior que me decía que algo real bullía en mí. Puede que sólo fuera mierda endurecida, pero eso era más de lo que ellos tenían. Me tocó batear. «¡Eh, Es el rey del fallo, El señor pega al aire!»

Vino la bola.

Le di con todas mis fuerzas y sentí cómo el bate conectaba como yo había deseado durante tanto tiempo. La bola subió, subió, a lo más alto, hasta el campo izquierdo, pasando por encima del chico que jugaba de campista izquierdo. Se llamaba Don Brubaker, y se quedó parado mirando la bola volar por encima de su cabeza. Parecía que nunca fuese a caer. Entonces Brubaker empezó a correr a por la bola. Quería cogerla en el aire para eliminarme. Nunca lo conseguiría. La bola cayó y rodó hasta otra cancha donde estaban jugando unos chicos de 5.º grado. Yo corrí lentamente hasta la primera base, le pegué a la almohada, miré al tipo de la primera, corrí lentamente hasta la segunda, la toqué, corrí hasta la tercera donde estaba David, lo ignoré, pasé la tercera y culminé la vuelta completa. Nunca había habido un día igual. ¡Nunca se había visto una vuelta completa por parte de un niño de primer grado! Al llegar a la marca de salida pude oír a uno de los jugadores, Irving Bone, decirle al capitán del equipo, Stanley Greensberg:

—Vamos a meterlo en el equipo titular. (El equipo titular jugaba con equipos de otras escuelas.)

—No —contestó Stanley Greensberg.

Stanley tenía razón. Nunca volví a batear para una vuelta completa. Fallaba la mayoría de las veces. Pero ellos siempre recordarían aquel golpe, y aunque me siguieran odiando, era una clase mejor de odio, como si no estuvieran muy seguros de por qué.

La temporada de fútbol era peor. Yo no podía coger la pelota ni lanzarla, pero entré a jugar en un partido. Cuando uno de los contrarios vino corriendo hacia mi posición, lo agarré del cuello de la camisa y lo tiré al suelo. Cuando empezaba a levantarse, le arreé una patada. No me gustaba. Era el primera base con vaselina en el pelo y con pelo en los orificios de la nariz. Entonces se acercó Stanley Greensberg. Era más grande que cualquiera de nosotros. Me podría haber matado si lo hubiera querido. Era nuestro líder. Lo que dijera, iba a misa. Me dijo: «No entiendes las reglas. Se acabó el fútbol para ti.»

Me pasaron al voleibol. Jugaba al voleibol con David y los demás mantas. No era nada interesante. Chillaban y gritaban y se excitaban, pero los otros estaban jugando al fútbol. Yo quería jugar fútbol. Todo lo que necesitaba era un poco de práctica. El voleibol era algo vergonzoso; un juego de niñas.

Después de un tiempo dejé de jugar. Me quedaba en el centro de la explanada, donde nadie jugaba. Era el único que no jugaba a nada. Me quedaba allí todos los días durante los dos recreos hasta que se acababan.

Un día, mientras estaba allí, se me presentaron más problemas. Un balón vino volando hacia mí y me pegó en la cabeza. Me tiró al suelo. Me sentía mareado. Me rodearon entonces, haciendo bromas y riendo. «¡Oh, mirad, Henry se ha desmayado! ¡Henry se ha desmayado como una señora! ¡Miradle!»

Me levanté mientras el sol no paraba de dar vueltas. Entonces me puse firme. El cielo se empezó a quedar quieto. Era como estar en una jaula. Estaban a mi alrededor, caras, narices, bocas y ojos. Como no paraban de burlarse de mí, pensé que me habían pegado deliberadamente con el balón. No era limpio.

—¿Quién tiró esa pelota? —pregunté.

—¿Quieres saber quién tiró la pelota?

—Sí.

—¿Y qué piensas hacer cuando lo sepas? No respondí.

—Fue Billy Sherril —dijo alguien.

Billy era un chaval gordito, la verdad es que más agradable que el resto, pero era uno de ellos. Empecé a caminar hacia Billy. El no se movió. Cuando me acerqué más, me lanzó un directo. Apenas lo sentí. Le pegué detrás de la oreja izquierda y cuando se llevó la mano a ella, le pegué en el estómago. Cayó al suelo. Se quedó allí.

—Levántate y pelea con él, Billy —dijo Stanley Greensberg. Lo levantó y lo empujó hacia mí. Le pegué un puñetazo en la boca y él se llevó las dos manos a la boca.

—Está bien —dijo Stanley—. ¡Yo ocuparé su lugar!

Los chicos sonrieron. Yo decidí salir corriendo, no quería morir. Pero entonces llegó un profesor.

—¿Qué está pasando aquí? —Era el señor Hall.

—Henry le pegó a Billy —dijo Stanley Greensberg.

—¿Es verdad eso, niños? —preguntó el señor Hall.

—Sí —contestaron ellos.

El señor Hall me llevó de la oreja todo el camino hasta el despacho del director. Me echó de un empujón a una silla enfrente de un escritorio vacío y llamó a la puerta del director. Estuvo allí dentro durante un rato y cuando se fue, no me miró siquiera. Yo permanecí allí sentado cinco o diez minutos hasta que salió el director y se sentó en el escritorio que tenía yo delante. Era un hombre muy digno con el pelo blanco y una pajarita azul. Parecía un verdadero caballero. Se llamaba Knox. El señor Knox dobló las manos y me miró sin hablar. Cuando lo hizo, no me pareció tan caballero. Parecía querer humillarme, tratarme como los otros.

—Bueno —dijo finalmente—, dime qué ha pasado.

—No ha pasado nada.

—Le has hecho daño a ese niño, a Billy Sherril. Sus padres van a querer saber por qué lo has hecho.

No contesté.

—¿Crees que te puedes tomar la justicia por tu mano cuando ocurre algo que no te gusta?

—No.

—¿Entonces por qué lo hiciste? No contesté.

—¿Te crees que eres mejor que el resto de las personas?

—No.

El señor Knox siguió sentado. Tenía un largo abridor de cartas que deslizaba hacia delante y hacia atrás por el tapete verde del escritorio. Había un frasco de tinta bastante grande y un portaplumas con cuatro plumas. Yo me preguntaba si iba a pegarme.

—¿Entonces por qué hiciste lo que hiciste?

No contesté. El señor Knox deslizaba de un lado a otro el abridor de cartas. Sonó el teléfono. Lo cogió.

—¿Hola? ¿Oh, sí, señora Kirby? ¿Que él qué? ¿Qué? ¿Oiga, es que no puede mantener la disciplina? Ahora estoy ocupado. De acuerdo, la llamaré en cuanto acabe con esto…

Colgó. Se apartó el pelo blanco de los ojos con una mano y me miró.

—¿Por qué me causas estos problemas? No contesté.

—¿Crees que eres duro, eh? Seguí en silencio.

—¿Un chico duro, eh?

Había una mosca que volaba alrededor del escritorio. Sobrevoló el frasco de tinta. Entonces se posó sobre el negro tapón del tintero y se quedó allí frotándose las alas.

—Está bien, muchacho, tú eres duro y yo soy duro. Vamos a darnos la mano.

Yo no me creía duro, así que no le di la mano.

—Venga, dame la mano.

Saqué la mano, él me la cogió y la sacudió en saludo. Entonces se detuvo y me miró. Tenía unos ojos azules más claros que su pajarita azul. Eran casi hermosos. Siguió mirándome y aguantando mi mano. Entonces empezó a apretar.

—Quiero felicitarte por ser un chico duro. Apretó más.

—¿Crees que yo soy un tipo duro? No contesté.

Apretó entre sí los huesos de mis dedos. Podía sentir el hueso de cada dedo cortando como una cuchilla la carne del dedo de al lado. Empezaron a relampaguear luces rojas delante de mis ojos.

—¿Crees que soy un tipo duro? —preguntó él.

—Te mataré —dije.

—¿Qué?

El señor Knox apretó aún más. Tenía una mano como un torno de carpintero. Podía ver cada poro de su cara.

—¿Los chicos duros no gritan, o sí?

No pude mirarle más a la cara. Bajé la mirada hacia el escritorio.

—¿Soy un tipo duro? —me preguntó.

Apretó con más fuerza. Yo necesitaba gritar, pero me mantenía en silencio para que nadie me pudiese oír desde las clases.

—Ahora, ¿soy un tipo duro?

Esperé. Odiaba tener que decirlo. Entonces dije:

—Sí.

El señor Knox me soltó la mano. No me atreví a mirarla, la dejé colgar a mi flanco. Vi que la mosca se había ido y pensé «no es tan malo ser una mosca». El señor Knox estaba escribiendo en un pedazo de papel.

—Mira, Henry, estoy escribiendo una nota para tus padres y quiero que tú se la entregues. ¿Se la vas a entregar, verdad?

—Sí.

Metió la nota en un sobre y me lo dio. Estaba cerrado y yo no tuve el menor deseo de abrirlo.

8

Llevé el sobre a casa, se lo entregué a mi madre y entré en el dormitorio. Mi dormitorio. Lo mejor del dormitorio era la cama. Me gustaba estar en la cama durante horas, incluso de día, con las sábanas subidas hasta la barbilla. Allí se estaba bien, nunca ocurría nada, no había gente, nada. Mi madre me encontraba a menudo en la cama durante el día.

—¡Henry, levántate! ¡No es bueno para un chico joven el estar en la cama todo el día! ¡Levántate! ¡Haz algo!

Pero no había nada que hacer.

Aquel día no me metí en la cama. Mi madre estaba leyendo la nota. Al poco rato la oí llorar. Luego empezó a lamentarse:

—¡Oh, Dios mío! ¡Eres la desgracia de tu padre y mía! ¡Qué desgracia! ¡Supón que se enteran los vecinos! ¿Qué pensarán los vecinos?

Ellos nunca hablaban con los vecinos.

Entonces se abrió la puerta y mi madre entró corriendo en la habitación:

—¿Cómo le has podido hacer esto a tu madre?

Las lágrimas le caían por la cara. Me sentí culpable.

—¡Espera a que llegue tu padre!

Cerró de un portazo. Yo me quedé sentado en la silla, esperando. De alguna manera, me sentía culpable…

Oí llegar a mi padre. Siempre cerraba de un portazo, caminaba pesadamente y hablaba a gritos. Estaba en casa. Después de unos momentos se abrió la puerta del dormitorio. Medía casi dos metros, era un hombre grande. Todo se desvaneció, la silla en la que estaba sentado, el papel pintado de la pared, la pared, todos mis pensamientos. Era como la oscuridad eclipsando al sol, su violencia hacía desaparecer todas las cosas. Era todo orejas, nariz, boca; no podía mirarle a los ojos, sólo era una cara enrojecida de ira.

—Está bien, Henry. Entra en el baño.

Entré y él cerró la puerta tras nosotros. Las paredes eran blancas. Había un espejo de baño y una pequeña ventana, con una cortinilla negra rota. Estaban la bañera y el retrete y los azulejos del suelo. Cogió la badana de cuero para afilar la navaja de afeitar que colgaba de un gancho. Iba a ser la primera de una serie incontable de palizas que se fueron haciendo más y más frecuentes. Siempre, me parecía a mí, sin una verdadera razón.

—Bueno, bájate los pantalones.

Me bajé los pantalones.

—Bájate los calzoncillos.

Me los bajé.

Entonces me atizó. El primer golpe me produjo más impresión que dolor. El segundo me hizo más daño. Cada golpe iba incrementando el dolor. Al principio yo era consciente de las paredes, la bañera, el retrete. Al final, no podía ver nada. Mientras me pegaba me insultaba, pero yo no podía entender las palabras. Pensé en sus rosas, en las rosas que cultivaba en el patio. Pensé en su automóvil en el garaje. Traté de no gritar. Sabía que si me ponía a gritar quizás parase, pero sabiéndolo, y sabiendo que él deseaba que me pusiera a gritar, me hacía el valiente y aguantaba. Se me saltaban las lágrimas de los ojos, pero permanecía en silencio. Después de un rato todo se convirtió en un mareante remolino, en una vorágine donde sólo quedaba la posibilidad mortal de que no acabase nunca. Finalmente, como si me pusiera en marcha, comencé a sollozar, atragantándome con la baba salada que me corría por la garganta. El se detuvo.

Desapareció de allí. Comencé a visualizar de nuevo la pequeña ventana y el espejo. La badana de cuero colgaba de su gancho, larga, marrón y doblada. Yo no me podía agachar para subirme los calzoncillos y los pantalones, así que anduve hasta la puerta a duras penas con los pantalones alrededor de los tobillos. Abrí la puerta del baño y allí estaba mi madre, de pie en el salón.

—No ha estado bien —le dije—. ¿Por qué no me has ayudado?

—El padre —dijo ella —siempre tiene la razón.

Entonces mi madre se fue. Yo entré en mi dormitorio, arrastrando la ropa entre los pies, y me senté en la cama. El colchón me hacía daño. Afuera, a través de la persiana, pude ver las rosas de mi padre que estaban creciendo. Eran rojas y blancas y amarillas, grandes y en plenitud. El sol estaba muy bajo, pero todavía no se había ocultado, y los restos de su luz pasaban a través de la persiana. Sentía como si incluso el sol perteneciese a mi padre, como si yo no tuviera derecho a él porque su luz brillaba en la casa de mi padre. Era como sus rosas, algo que le pertenecía a él y no a mí.

9

Para cuando me llamaron a cenar, ya fui capaz de subirme los pantalones y caminar hasta la mesa de la cocina, donde comíamos siempre excepto los domingos. Encontré dos almohadones en mi silla. Me senté sobre ellos, pero todavía me ardían el culo y las piernas. Mi padre estaba hablando de su trabajo, como siempre.

—Le dije a Sullivan que combinase tres rutas en dos para que quedase un hombre libre en cada reparto. No vale la pena cargar en tres rutas.

—Deberían hacerte caso, papá —dijo mi madre.

—Por favor —intervine yo—, por favor perdonadme, pero no me siento con ganas de comer…

—¡Te comerás tu comida! —gritó mí padre—. ¡Esta comida la ha preparado tu madre!

—Sí —dijo mi madre—, roast beef con zanahorias y guisantes.

—Y puré de patatas con salsa —completó mi padre.

—No tengo hambre.

—¡Te comerás hasta la última cagarruta de tu plato! —dijo mi padre. Quería hacerse el gracioso. Esa era una de sus bromas favoritas.

—¡Papá! —dijo mi madre con disgusto.

Empecé a comer. Era terrible. Era como si me los estuviese comiendo a ellos, sus creencias, lo que ellos eran. No masticaba, sólo me lo tragaba para deshacerme de ello. Mientras tanto mi padre hablaba de lo bien que sabía todo, de la suerte que teníamos de comer buenos alimentos cuando la mayoría de la gente en el mundo, e incluso en América, se moría de hambre.

—¿Qué hay de postre, mamá? —preguntó mi padre.

Su cara era horrible, los labios se le salían hacia fuera, grasientos y húmedos de placer. Actuaba como si nada hubiese ocurrido, como si no me hubiera pegado. Cuando regresé a mi cuarto pensé «esta gente no son mis padres, me han debido adoptar y no les gusta cómo he salido».

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