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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (8 page)

BOOK: La senda del perdedor
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Al empezar a segar el jardín de atrás vi a mi padre y a mi madre de pie en el porche trasero observándome. Estaban allí en silencio, sin moverse. En un momento, mientras empujaba la segadora, oí a mi madre decirle a mi padre:

—Mira, no suda como tú cuando cortas el césped. Mira lo calmado que parece.

—¿calmado? ¡No está calmado, está muerto! Cuando pasé otra vez, le oí gritarme:

—¡Empuja con más rapidez! ¡Te mueves como un caracol!

Lo empujé más deprisa. Era duro, pero sentaba bien. Empujé más y más deprisa. Casi corría con la segadora. La hierba salía volando con tanta fuerza que mucha pasaba por encima del recogedor. Sabía que eso le haría enfadar.

—¡Hijo de la gran puta! —gritó él.

Le vi salir corriendo del porche hacia el garaje. Salió del garaje con un pequeño rastrillo. Vi de reojo cómo me lo tiraba. Lo vi venir, pero no hice nada para esquivarlo. Me pegó por detrás en la pierna izquierda. El dolor fue terrible. La pierna se me encogió y tuve que forzarme a seguir andando. Seguí empujando la segadora, tratando de no cojear. Cuando me di la vuelta para cortar otro sector del césped, me encontré con el rastrillo en el camino. Lo cogí, lo dejé a un lado y seguí segando. Cada vez sentía más dolor. Entonces mi padre se puso detrás mío.

—¡Para!

Me paré.

—¡Quiero que vuelvas y recojas la hierba que se te ha caído fuera! ¿Entiendes?

—Sí.

Mi padre volvió a entrar en la casa. Le vi junto a mi madre mirándome desde el porche.

El final del trabajo era recoger todas las briznas de hierba que habían caído sobre la acera y luego regar la acera. Finalmente acabé, a excepción de poner el regador en el jardín de atrás a intervalos de quince minutos. Llevé atrás la manguera para colocar el regador y entonces mi padre salió de la casa.

—Antes de que empieces a regar, quiero asegurarme de que no has dejado hojas sin cortar.

Mi padre se fue al centro del césped, se puso a cuatro patas y bajó la cabeza hasta el césped en busca de alguna hoja que pudiera sobresalir. No dejó de mirar, doblando el cuello, escrutando. Yo esperé.

—¡Aja!

Se levantó de un salto y corrió hacia la casa.

—¡Mamá! ¡Mamá!

Entró corriendo en la casa.

—¿Qué pasa?

—¡He encontrado una hoja!

—¿Sí?

—¡Ven, te la voy a enseñar!

Salió de la casa a toda prisa con mi madre siguiéndole.

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Te lo voy a enseñar! Se puso a cuatro patas.

—¡Lo veo! ¡Veo dos!

Mi madre se agachó junto a él. Yo me preguntaba si estaban chalados.

—¿Las ves? —dijo él—. ¡Dos hojas! ¿Las ves?

—Sí, papá, las veo…

Los dos se levantaron. Mi madre entró en la casa. Mi padre me miró.

—Adentro…

Caminé hacia el porche y entré en la casa. Mi padre me siguió.

—Al baño.

Mi padre cerró la puerta.

—Bájate los pantalones.

Le oí coger la badana de afilar. Todavía me dolía la pierna derecha. No servía de nada, habiendo sufrido la badana antes muchas veces. El mundo entero estaba allí fuera indiferente a todo, pero no servía de nada. Había millones de personas ahí fuera, perros, gatos, pájaros, edificios, calles, pero no importaba. Sólo estaba mi padre y la badana de afilar, el baño y yo. Usaba aquella badana para afilar la navaja de afeitar, y por las mañanas temprano yo le odiaba con su cara blanca de espuma, de pie delante del espejo afeitándose. Entonces me pegó el primer golpe. El sonido de la badana era plano y fuerte, el sonido era casi tan malo como el dolor del golpe. La badana cayó otra vez. Era como si mi padre fuera una máquina golpeando con aquella badana. Tenía el sentimiento de estar en una tumba. La badana cayó otra vez y yo pensé que aquella seguramente era la última. Pero no lo era. Cayó otra vez. Yo no le odiaba. Simplemente, no podía creérmelo, quería librarme de él. No podía llorar. Me sentía demasiado mal para llorar, demasiado confundido. La badana cayó otra vez, luego se detuvo. Yo me puse de pie y esperé. Le oí colgar la badana.

—La próxima vez —dijo—, no quiero encontrar ni una hoja. Le oí salir del baño. Cerró la puerta. Las paredes eran hermosas, la bañera era hermosa, el lavabo y la cortina de la ducha eran hermosos, hasta el water era hermoso. Mi padre se había ido.

17

De todos los chicos del barrio, Frank era el más simpático. Acabamos haciéndonos amigos, empezamos a salir juntos, no necesitábamos mucho a los otros tíos. A Frank le habían echado más o menos del grupo, así que se hizo amigo mío. No era como David, el que volvía a casa desde la escuela conmigo. Frank se las sabía arreglar mucho mejor. Yo hasta me apunté a la Iglesia católica porque Frank iba allí. A mis padres les gustaba que yo fuera a la iglesia. Las misas del domingo eran muy aburridas. Y teníamos que ir a clases de catecismo. Teníamos que estudiarnos el catecismo. No eran más que aburridas preguntas y respuestas.

Una tarde estábamos sentados en mi porche y yo estaba leyéndole el catecismo en voz alta a Frank. Leí la frase: «Dios tiene ojos que todo lo ven.»

—¿Ojos que todo lo ven? —preguntó Frank.

—Sí.

—¿Quieres decir algo así? —dijo.

Cerró los puños y se los puso sobre los ojos.

—Tiene botellas de leche por ojos —dijo Frank, volviéndose hacia mí con los puños en los ojos. Empezó a reírse. Yo empecé también a reírme. Nos reímos durante un buen rato. Entonces Frank se paró.

—¿Crees que nos habrá oído?

—Supongo que sí. Si puede verlo todo, probablemente también puede oírlo todo.

—Tengo miedo —dijo Frank—. Podría matarnos. ¿Tú crees que nos matará?

—No lo sé.

—Lo mejor será que nos quedemos aquí sentados y esperemos. No te muevas. Quédate quieto.

Nos quedamos sentados en los escalones del porche y esperamos. Esperamos un largo rato.

—Quizás no lo vaya a hacer ahora —dije yo.

—Se toma Su tiempo —dijo Frank.

Esperamos otra hora, entonces bajamos a casa de Frank. Estaba construyendo una maqueta de avión y yo quería verla…

Una tarde decidimos ir a confesarnos por primera vez. Fuimos a la iglesia. Conocíamos a uno de los curas, el más importante. Lo habíamos conocido en una heladería y él nos había hablado. Incluso habíamos ido a su casa una vez. Vivía al lado de la iglesia con una anciana. Estuvimos un rato y le hicimos todo tipo de preguntas sobre Dios. ¿Cómo era Él? ¿Se pasaba el día entero sentado en un trono? ¿Iba al baño como todo el mundo? El cura nunca contestaba nuestras preguntas directamente, pero de todas formas parecía un tipo majo, tenía una sonrisa agradable.

Caminamos hacia la iglesia pensando en la confesión, en cómo sería. Al acercarnos a la iglesia, un perro vagabundo comenzó a andar a nuestro lado. Estaba muy flaco y hambriento. Nos paramos y le acariciamos, le rascamos la espalda.

—Es una pena que los perros no puedan ir al cielo —dijo Frank.

—¿Por qué no pueden?

—Tienes que estar bautizado para ir al cielo.

—Podíamos bautizarle.

—¿Crees que debemos?

—Se merece una oportunidad de ir al cielo.

Lo cogí en brazos y entramos en la iglesia. Lo llevamos hasta la pila de agua bendita y yo lo sostuve mientras Frank le echaba un poco de agua por la frente.

—De este modo te bautizo —dijo Frank.

Lo sacamos y lo volvimos a dejar en la acera.

—Hasta parece diferente —dije yo.

El perro perdió el interés y se fue andando calle abajo. Nosotros volvimos a entrar en la iglesia, parándonos primero en la pila de agua bendita, mojándonos los dedos y santiguándonos. Nos arrodillamos en un banco cerca del confesionario y esperamos. Una gorda salió de detrás de la cortina. Tenía olor corporal. Nos llegó su fuerte olor al pasar junto a nosotros. Su olor se mezclaba con el olor de la iglesia, que era como de orina. Todos los domingos la gente venía y aspiraba aquel olor a meado y nadie decía nada. Quería hablarle al cura acerca de ello, pero no podía. Quizás fueran los cirios.

—Voy a entrar —dijo Frank.

Entonces se levantó, atravesó la cortina y desapareció. Estuvo allí largo rato. Cuando salió, estaba sonriendo.

—¡Ha sido magnífico, simplemente magnífico! ¡Entra tú ahora!

Me levanté, aparté la cortina y entré. Estaba oscuro. Me arrodillé. Todo lo que podía ver delante mío era un enrejado. Frank decía que Dios estaba allí detrás. Me arrodillé y traté de pensar en algo malo que hubiera hecho, pero no podía pensar en nada. Seguí allí de rodillas tratando y tratando de pensar en algo, pero no podía. No sabía qué hacer.

—Venga —dijo una voz—. ¡Di algo!

La voz sonaba enfadada. Yo no esperaba que fuera a haber ninguna voz. Pensé que Dios tenía mucho tiempo libre. Estaba asustado. Decidí mentir.

—Bueno —dije—, yo he… he pegado a mi padre. He… insultado a mi madre… Robé dinero a mi madre del bolso. Me lo gasté en caramelos. Desinflé el balón de Chuck. Miré a una niña por debajo de la falda. He pegado a mi madre. Me he comido los mocos. Eso es todo. Excepto que hoy bauticé a un perro.

—¿Que bautizaste a un perro?

Estaba acabado. Pecado mortal. No hacía falta seguir. Me levanté para irme. No supe si la voz me recomendaba que rezara varios Ave María o si no llegó a decir nada. Aparté la cortina y allí estaba Frank esperando. Salimos de la iglesia y de nuevo estuvimos en la calle.

—Me siento limpio —dijo Frank—. ¿Tú no?

—No.

Nunca volví a confesarme. Era peor que la misa de las diez.

18

A Frank le gustaban los aviones. Me dejaba todas sus novelitas sobre la primera guerra mundial. Las mejores eran las de Ases del aire. Los combates eran fantásticos, con los Spads y los Fokkers mezclándose en el cielo. Leí todas las historias. No me gustaba el que perdieran siempre los alemanes, pero por lo demás eran fabulosas.

Me gustaba ir a casa de Frank a coger prestadas novelas y devolverle las ya leídas. Su madre llevaba zapatos de tacón y tenía unas piernas magníficas. Se sentaba en un sillón con las piernas cruzadas, con la falda muy subida. El padre de Frank se sentaba en otro sillón. Sus padres estaban siempre bebiendo. Su padre había sido aviador en la guerra y se había estrellado. Tenía en uno de sus brazos un alambre en vez de hueso. Cobraba una pensión. Pero era un gran tipo. Cuando entraba, siempre hablaba con nosotros.

—¿Cómo os va, muchachos? ¿Qué tal?

Entonces nos enteramos del espectáculo aéreo. Iba a ser de los grandes. Frank consiguió un mapa y decidimos ir haciendo auto-stop. Yo pensaba que probablemente no conseguiríamos llegar nunca, pero Frank decía que sí. Su padre nos dio algo de dinero.

Bajamos al bulevar con nuestro mapa y conseguimos que nos cogieran. Era un tío viejo con los labios muy húmedos, se humedecía los labios constantemente con la lengua y llevaba una vieja camisa de cuadros abotonada hasta el cuello. No llevaba corbata. Tenía unas extrañas cejas que caían en rizos sobre sus ojos.

—Me llamo Daniel —dijo. Frank dijo:

—Este es Henry y yo soy Frank.

Daniel siguió conduciendo. Entonces sacó un Lucky Strike y lo encendió.

—¿Vivís con vuestros padres, chicos?

—Sí —dijo Frank.

—Sí —dije yo.

El cigarrillo de Daniel ya estaba húmedo en su boca. Se paró en un semáforo.

—Ayer cogieron en la playa a un par de tíos bajo el muelle. Los policías los cogieron y los metieron en la cárcel. Uno de los tíos se la estaba chupando al otro. ¿Qué le importa eso a la policía? Es para cabrearse.

El semáforo cambió y Daniel se puso en marcha.

—¿No creéis que fue una estupidez, muchachos? ¿Que los policías no les dejen a esos tíos chupársela?

No contestamos.

—Bueno —dijo Daniel—. ¿No creéis que un par de tíos tienen derecho a una buena mamada?

—Supongo que sí —dijo Frank.

—Sí —dije yo.

—¿A dónde vais? —preguntó Daniel.

—Al espectáculo aéreo —dijo Frank.

—¡Ah, el espectáculo aéreo! ¡Me gustan los espectáculos aéreos! Os voy a decir lo que haremos, vosotros me dejáis acompañaros y yo os llevo hasta ahí.

No contestamos.

—¿Bueno, qué os parece?

—De acuerdo —dijo Frank.

El padre de Frank nos había dado dinero para el transporte y la entrada, pero habíamos decidido ahorrarnos el dinero del transporte haciendo autostop.

—A lo mejor os apetece más ir a nadar, muchachos —dijo Daniel.

—No —dijo Frank—, queremos ir al espectáculo aéreo.

—Es más divertido nadar. Podemos hacer carreras entre nosotros. Conozco un sitio donde podemos estar solos. Yo nunca me iría bajo el muelle.

—Queremos ir al espectáculo aéreo —insistió Frank.

—Está bien —dijo Daniel—, iremos al espectáculo aéreo.

Cuando llegamos al espectáculo aéreo, salimos del coche, y mientras Daniel lo estaba cerrando, Frank dijo:

—¡Corre!

Corrimos hacia la entrada y Daniel nos vio.

—¡Eh, pequeños pervertidos! ¡Volved aquí!

Seguimos corriendo.

—Cristo —dijo Frank—. ¡Ese hijo de puta está loco! Casi estábamos en la verja de entrada.

—¡Os cogere muchachos!

Pagamos y seguimos corriendo. El espectáculo todavía no había empezado pero ya se había congregado una gran multitud.

—Vamos a escondernos bajo las gradas para que no nos encuentre —dijo Frank.

Las gradas estaban construidas especialmente para el evento con unas tablas. Nos metimos debajo. Vimos a dos chicos bajo el centro de las gradas mirando hacia arriba. Tendrían unos 13 o 14 años, unos dos o tres años más que nosotros.

—¿A qué miran? —dije yo.

—Vamos a ver —dijo Frank.

Nos acercamos. Uno de los chicos nos vio venir.

—¡Eh, so mierdas, largo de aquí!

—¡Oh, coño, Marty, déjales echar un vistazo!

Nos acercamos hasta donde estaban ellos. Miramos hacia arriba.

—¿Qué pasa? —pregunté yo.

—¿Carajo, es que no lo ves? —dijo uno de los chicos.

—¿Ver qué?

—Es un coño.

—¿Un coño? ¿Dónde?

—¡Mira, justo allí! ¿Lo ves? Señaló.

Había una mujer sentada con la falda levantada por encima. No llevaba bragas, y mirando entre las tablas se le podía ver el coño.

—¿Lo ves?

—Sí, lo veo. Es un coño —dijo Frank.

—Está bien, ahora chavales os vais a ir de aquí y vais a mantener la boca cerrada.

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