—Ya sé. "Está en mi naturaleza." —sonrió el Presidente—. Sólo que en este caso, él es el sapo y yo el alacrán.
—¿Qué quieres entonces, picar o llegar al otro lado?
—Eso lo decidiré en su momento. Paciencia.
Te doy, querida amiga, estos antecedentes para que entiendas mi plática de anoche con César León.
Comenzó con su cantinela de "humildad":
—He aprendido muchas cosas en el exilio. Quiero ser factor de concordia. Se acercó la sucesión del Presidente Lorenzo Terán y tendremos elecciones en medio de dificultades serias.
Las enumeró, tú y yo las conocemos, los estudiantes, los campesinos, los obreros, los gringos... Prácticamente, se ofreció como intermediario en cada caso. Habló de sus apoyos en el viejo PRI cuarteado, en gran medida por su soberbia intolerante y autoritaria hacia el final de su sexenio. Se aventó su cita latina (parece que se ha pasado el tiempo en Europa leyendo a los clásicos): Divide et impera...
Me hice güey, le pedí que tradujera.
—Divide y vencerás —me dijo muy ufano.
Conque sí, me dije por dentro, vienes a triunfar dividiendo, cabrón. Me guardé por el momento el comentario. Quería oírlo como quien oye una canción rayada que fue éxito hace veinte años. Me repitió aquello de que quiere ser el mejor ex-presidente, el Jimmy Carter mexicano, nunca quejarse, actuar como si nunca hubiese habido una sola afrenta contra él. Léase: Ha regresado con una sed de poder propia del náufrago que lleva años flotando en la balsa de la Medusa, rodeado de agua y sin poder beber gota.
Dijo que quiere ser factor de unidad y cooperación en lo que queda del viejo PRI fracturado. Léase: Quiere adueñarse del partido, reconstruirlo a partir de promesas a las antiguas bases corporativas, hoy disminuidas pero latentes, y convertir lo que hoy es dispersión —los poderes locales y cacicazgos que por desgracia han propiciado nuestra democracia y el dejar hacer del Presidente— en unidad opositora para arrojarnos del poder.
Y dijo el muy cínico que sería conducto entre la Presidencia y nuestro inmanejable Congreso, puesto que no hay mayoría en San Lázaro y las iniciativas del Ejecutivo se ven estancadas o archivadas.
Me ofreció, en una palabra, colaboración para salvar estos obstáculos y llegar con el camino desbrozado a la elección presidencial.
Me le quedé mirando sin decir palabra. No necesito decirte que esto no lo desconcertó. Sus ojillos de pillete brillaron y dijo muy despacio: —Herrera... todo lo que pasó... no pasó. Lo miré intensamente.
—Señor Presidente —le dije con la cortesía del caso—. Cuando usted era incomparable, no odiaba a nadie. Ahora que es comparable, ¿a quiénes odia?
El muy astuto me contestó:
—La cuestión, señor secretario, es ¿a quién se compara usted?
Tuve que reír ante su nunca desmentido ingenio, pero la risa se me heló en los labios cuando los ojillos dejaron de brillarle y me dijo con ese tono de fuerza y amenaza que tanto amedrentaba en su día a sus colaboradores y enemigos por igual:
—Si quiere mi consejo, no se meta para nada en el caso Moro.
Supongo que previno, a menos que se haya vuelto demasiado tonto o demasiado confiado, que viene a ser lo mismo, mi reacción. Una reacción, comprendes, indispensable ante hombre tan astuto y peligroso:
—Por lo visto no se da usted cuenta de que su tiempo ya pasó...
—¿Todo lo que pasó antes... no pasó? A ver, ¿cómo está eso?
—No, simplemente la ley de usted ya no es la ley de hoy...
Ya no son los mismos problemas, no son las mismas soluciones, ni es, le repito, el mismo tiempo.
Ah, pero usted y yo, con problemas y tiempos diferentes, acabaremos por hacer el mal cuando hacer el mal sea necesario, ¿verdad?
Alzó la cabeza leonina y me miró con una mezcla de altanería y desprecio.
—No toque el caso Moro, señor secretario. No lo toque y nos llevaremos a todo dar.
—Cállese usted —perdí la paciencia—. Conozco la verdad del caso, pero no me interesa hacerle el trabajo a la policía.
—Pues veremos si la policía no hace su trabajo tan espléndidamente, que el que acaba en un calabozo es usted...
Me puse de pie con violencia y le espeté:
—No es usted más que un sueño perdido.
—No —me sonrió dirigiéndose a la puerta y volteando a mirarme antes de salir—. Qué va. Soy una pesadilla viviente.
Me di un golpe con el puño sobre la frente cuando César León cerró la puerta detrás de sí. Nunca debí perder la serenidad frente a esta víbora.
¿Hacia dónde, querida amiga, van las olas de la laguna?
Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván
Tiene usted derecho a reprocharme mi lentitud, señora. Déjeme confiar en la conocida máxima italiana, siendo Italia fuente de toda sabiduría, pero también de toda malicia política:
Chi va piano va lontano
. Y ojalá que algún día me otorgue la distinción de otro italiano menos anónimo que el autor de proverbios y reconozca en mí, señora, un niño mimado de la fortuna pero que, como previene otro Nicolás, mi tocayo Maquiavelo, jamás dependerá enteramente de la fortuna, que es (¿en quién pienso, señora?) variable, inconstante y por así decirlo, casquivana...
En todo caso, ¿le parece poco haber minado la soberbia de Tácito de la Canal convirtiendo en toda una mujer a la adorable Dorita, subyugada como lo estaba por su jefe y por su madre?
He seguido esta táctica, querida María del Rosario. Ayer, por ejemplo, 14 de febrero, Día de San Valentín, fiesta de los novios (quién sabe por qué) organicé un agasajo del amor en la oficina. Escogí el Salón Emiliano Zapata porque México es un país que primero asesina a sus héroes y luego les levanta estatuas. Me pareció el espacio adecuado para invitar a todo el personal de la casa presidencial. Usted sabe, los que nunca son vistos porque no deben ser vistos. Ya le he mencionado a las secretarias, tan apuradas estos días sin teléfonos ni computadoras ni faxes, obligadas a regresar a las viejas Remington que se estaban empolvando en los archivos...
¡Los archivos! ¿Quién ha visto nunca a esos viejos —porque en los archivos no trabaja un solo joven, ¿se ha fijado usted?— que llevan la notaría documental de la Presidencia con un esmero y devoción merecedores de una medalla? Son los invisibles entre los invisibles, viven en cuevas de papel y son guardianes de todo lo que se quiere mantener secreto y olvidado. Los archivistas.
Invité a los jardineros, a los ujieres, a los choferes, a las cocineras y a las camareras, a las afanadoras y a las lavanderas. Le encargué a la fiel Penélope —nunca fuese dama mejor nombrada— hacer los arreglos del caso, colgar linternas, adornarlo todo con corazones, distribuir serpentinas, ordenar el buffet, todo.
Viera usted la alegría que reinó —hasta que el licenciado don Tácito de la Canal hizo su triunfal entrada y cayó sobre la fiesta un silencio fúnebre—. Cosa que alegró al jefe de Gabinete. Se vistió de fiesta, que para él consiste en quitarse la corbata y abrirse los tres botones más altos de la camisa con propósito algo más que informal, María del Rosario. Nos quería mostrar a todos el pecho. Calvo como un melón, deseaba que viéramos la pelambre —impresionante: Tarzán podría columpiarse allí de teta a teta— de su viril apostura. Muy bien. ¿Pero a que no te imaginas lo que traía colgándole del cuello, enredándosele entre los pelos? Un camafeo, mi querida amiga. ¿Y quién nos sonreía desde la pintura? Pues nadie más y nadie menos que usted, doña María del Rosario Galván. ¿Qué dijo, la virgencita de Guadalupe? No, señora, usted, ¡cónica entre las peludas tetillas de Tácito. ¡Nada más que usted! ¿Qué pasó, pues? Que don Tácito fue a anunciar que era algo más que íntimo amigo de la íntima amiga del señor Presidente y que usted, distinguida dama, gozaba de los pilosos favores del licenciado de la Canal.
Tómelo como quiera. Yo me limito a informar, cumpliendo al pie de la letra (o será desde el corazón de las tinieblas que el señor licenciado esconde detrás de velluda coraza) las instrucciones de mi bella dama, la audacia del susodicho voyeur de vuestra distinguida y delectable desnudez, señora, y ahora exhibicionista él mismo de un amor que —¡confío!— no sea correspondido. La apariencia, la postura, el desdén evidente de Tácito de la Canal hacia sus empleados, produjo un silencio inmediato y la sensación de que una cobija mojada había caído sobre todos los presentes.
Se retiró sin decir nada, me felicitó por mi "Jocosa" iniciativa y sin quererlo, como reacción a su deprimente presencia, provocó una alegría desmedida apenas se largó. Hay gente así. Mandé escanciar las frías y muy pronto la alegría que le digo se desbordó peligrosamente, como si las masas estuvieran a punto de tomar la Bastilla. Yo fui recorriendo los grupos, animando, alegrando, hasta caer en lo que podríamos llamar el Senado de los Archivistas.
¿Desde cuándo está allí el más viejo? ¿Desde López Mateos? ¿El más joven? ¿Desde López Portillo? ¿Les interesa su trabajo? Cómo no, les exige gran orden para seguir las pautas de temas, calendarios y personalidades. ¿Leen lo que archivan? Miradas en blanco. No. Nunca. Reciben papeles, basta el sello de la oficina, la fecha, el Asunto marcado arriba a la derecha y meter en el expediente del caso. ¿No hay nada marcado, digamos, "confidencial", "secreto", "personal" o algo así? Claro que sí. ¿Recuerda alguno de ustedes algún tema bajo estos rubros? No, ellos se limitan a archivar.
Sus ojos me dijeron que, una de dos: o se aburrían o no entendían. Además, la masa de papel que entraba día con día era tal que apenas daba tiempo de archivar. Y listo.
¿Tenía yo derecho de consultar?
No hice la pregunta porque distinguí en los archivistas, querida amiga, un sentimiento de gremio. Gremio de papel viejo, de sótanos oscuros, de horarios largos, tediosos e invariables, de vacaciones breves y mal pagadas, de familias borrosas y rostros pálidos.
Escogí a uno solo. El que dijo datar de tiempos de López Portillo. El que ni a la hora de la fiesta se quitaba el uniforme del viejo oficinista mexicano: visera verdosa ceñida a un cráneo arrugado y protegiendo una mirada sin curiosidad ni sospecha. Cuello de celuloide sujeto a la camisa por un botón blanco de plástico. Chaleco desabotonado y ligas en las mangas para disimular la desproporción entre largo del brazo y largo de la manga —o, quizá, para evitar que los puños se desgastaran.
—Mi familia es de jalisco —le dije mintiendo, sin provocar la menor reacción.
—Somos parientes de los Gálvez y Gallo —continué.
La mirada se le iluminó.
—¡El señor secretario particular que más admiro! —dijo con verdadero alborozo.
—El mismo —le sonreí.
—¡Qué caballero! ¡Casado con una verdadera dama! Fíjese, señor Valdivia, nunca se olvidaron del cumpleaños de uno solo de nosotros, nunca nos faltó un regalo, una sonrisa... ¡Qué diferencia!
—¿Diferencia con Tácito de la Canal?
—Yo no he dicho eso —el viejo se llevó una mano a la boca— ... yo no...
Lo abracé fuerte.
—Pierda cuidado, ¿señor...?
—Cástulo Magón, para servir a usted. Archivista desde 1982. ¡Otros tiempos, señor Valdivia! —Cómo no. Recordar es vivir. Tengo mucho interés en nuestros archivos.
—¿De veras?
—De veras, don Cástulo.
—Pues a sus órdenes, cuando usted guste baja usted abajo. Con mucho gusto. Pero se lo advierto, son muchos papeles, es mucha historia, uno mismo se pierde en esos vericuetos.
No, le dije: Yo sé lo que busco. No se preocupe.
Xavier Zaragoza "Séneca" a Presidente Lorenzo Terán
El tiempo pasa, señor Presidente, y usted no se digna consultarme, en su tercer año de gobierno, ¿qué debo hacer, "Séneca"? Pues figúrese que me remonto nada menos que a Las mil noches y una noche, señor Presidente, y le recuerdo el ejemplo del rey Harún-al-Rachid, que al caer la tarde salía de su palacio vestido con harapos a mezclarse entre la gente y oír lo que en verdad se decía, no lo que sus paniaguados le hacían, cortésmente, saber. Pues, ¿sabe usted, señor Presidente? México es un país de fatalidades dinámicas. Usted profesa una fe excesiva en la sociedad civil, en la libertad popular. Mi consejo bien meditado es: Póngase límites. Si deja a nuestra gente moverse sin guía, al rato la libertad se convertirá en tumulto, sólo que esa dinámica libérrima no tendrá el nombre de la voluntad sino el de la fatalidad.
Este es un país con demasiadas insatisfacciones sepultadas en el tiempo, largos siglos de pobreza, de injusticia, de sueños soterrados.
Si no hay cauce político, si sólo hay libertad irrestricta, el cenote subterráneo saldrá brotando a la superficie, se convertirá en torrente y lo arrasará todo. Ya sé que usted confía en dos cosas. Por una parte, que el pueblo sabrá apreciar las libertades que usted le reconoce. Por la otra, que la fuerza está presente en un ejército profesional (Von Bertrab) y una policía brutal (Arruza). Ellos se encargarán de domar a los caciquillos, que en lugar de desaparecer con la democracia, han proliferado con la libertad.
No basta, señor Presidente. Hace falta algo. ¿Y sabe lo que hace falta? Falta usted. Falta que la gente lo vea a usted. Se está usted convirtiendo, como tantos de sus antecesores, en el gran solitario del Palacio, el fantasma que ocupa la Silla del Águila. Reaccione, se lo ruego. Aún es tiempo. No dé la impresión de que es el juguete de fuerzas incontrolables. Deje de mirar al horizonte como un iluminado en fechas de fasto —Grito de Independencia, Mensaje de Año Nuevo, Cinco de Mayo—. Mire a la cara de la gente, déjese mirar por la gente, pero que lo vean actuar, a usted, no a sus achichincles. Que su voz, señor Presidente, llene la plaza y llegue a cada rincón del país. La política vive en el espacio hasta donde llega la voz del Presidente. ¿Ha probado usted los límites de su voz? ¿Ha medido las fronteras entre la acción y la inacción? Un Presidente debe existir para los ciudadanos. Si no lo hace, le retiran el homenaje esperado. El alabado Dios de un día puede ser el execrado demonio de la siguiente jornada.
Salga a la calle, señor Presidente. Suelte ideas antes de que se las suelten. Si usted no tiene ideas, será el simple voceador de las ideas de los demás. Cuídese, señor Presidente. Sólo veo a los zánganos, las lapas y los lambiscones en sus oficinas. ¿Cree que se sirve de ellos, o que ellos lo sirven? Entra usted a la segunda mitad de su gestión. Mire hacia atrás y congratúlese de que hoy somos un país más libre y más democrático. Qué bueno. Pero mire hacia delante y muéstrese precavido porque se aproximan nuestros sexenales idus de marzo: el drama de la sucesión presidencial. Usted ya no nombrará a su sucesor. Ya no hay "tapado". Pero sí consentidos, validos, niños mimados, en toda administración. Y el apoyo del Presidente contará. Dentro de los partidos. Dentro de la administración. Y dentro de usted mismo. Sin contar la opinión pública.