La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey (23 page)

BOOK: La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey
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Christian, según Sam, era diferente. A Sam le caía bien Christian. Él y Elizabeth se encontraron con Sam una vez en el cementerio cuando éste trataba de cavar una tumba en la tierra dura como el hielo y tan fría como el mismo Sam. Christian cogió la pala y se puso a ayudarle. «Era un tipo fuerte y acabó enseguida —dijo Sam—. Le dije que cuando quisiera podía darle algún trabajo y se rió.»

Al día siguiente, Elizabeth se presentó con un termo lleno de café caliente. Café del bueno, de granos de café auténticos que Christian había llevado a su casa. También le dio un cálido jersey que había sido de Christian.

Sam dijo: «A decir verdad, mientras duró la Ocupación, conocí a más de un soldado alemán bueno. A muchos, los vimos, sabe, todos los días, durante cinco años. Al final ya nos saludábamos.

»A algunos, no podías evitar compadecerlos. Al final, estaban aquí atrapados, sabiendo que a sus compañeros que volvían a casa los bombardeaban en mil pedazos. Entonces no importaba quién había empezado. Al menos, a mí no.

»Había soldados que vigilaban detrás de los camiones de patatas que iban al comedor del ejército; los niños les seguían, esperando que alguna patata cayera a la calle. Los soldados mantenían la vista al frente con cara de pocos amigos y entonces tiraban patatas fuera de las pilas, a propósito.

»Hacían lo mismo con las naranjas. Lo mismo con los trozos de carbón, ¡caramba!, eran valiosísimos cuando no teníamos nada de combustible. Y hubo otros episodios así. Sólo tiene que preguntarle a la señora Fouquet sobre su hijo. Él tenía neumonía y ella estaba preocupadísima porque no conseguía hacer que entrara en calor, ni tampoco tenía nada para darle de comer. Un día llamaron a su puerta, y cuando fue a abrir, vio a un camillero del hospital alemán. Sin decir ni mú, le pasó un frasco de sulfamida, la saludó con la gorra y se fue. Lo había robado de su dispensario para ella. Más adelante lo pillaron intentando robar algo otra vez y lo enviaron a una cárcel en Alemania, quizá lo colgaran. No supimos qué le pasó».

De repente volvió a mirarme fijamente. «Y digo que si algún británico estirado quiere ver colaboracionismo entre seres humanos, ¡tendrá que hablar primero conmigo y con la señora Fouquet!»

Intenté protestar, pero Sam dio media vuelta y se fue. Recogí a Kit y nos fuimos a casa. Entre las flores mustias de Amelia y los granos de café de Sam Withers, sentí como si empezara a conocer al padre de Kit, y por qué Elizabeth lo debió de querer.

La próxima semana viene Remy a Guernsey. Dawsey se va a Francia el martes para recogerla.

Un abrazo,

JULIET

De Juliet a Sophie

22 de julio de 1946

Querida Sophie:

Quema esta carta; no me gustaría que apareciera entre tus papeles.

Te he hablado de Dawsey, por supuesto. Sabes que fue el primero de aquí en escribirme, que le gusta mucho Charles Lamb, que está ayudando a criar a Kit, que ella le adora.

Lo que no te he contado es que la misma tarde en que llegué a la isla, en el momento en que Dawsey me tendió las manos al final de la rampa, sentí una inexplicable atracción. Dawsey es tan callado y tranquilo que ni me imaginé que él pudiera sentir algo parecido, así que he intentado comportarme de manera razonable y despreocupada y normal durante los dos últimos meses. Y lo estaba llevando muy bien, hasta esta noche.

Dawsey vino a pedirme una maleta para su viaje a Louviers (va a ir a buscar a Remy y a traerla aquí). ¿Qué clase de hombre no tiene una maleta? Kit parecía dormida, así que pusimos la maleta en la furgoneta y dimos un paseo hasta el cabo. La luna estaba saliendo y el cielo tenía un color nácar, como el del interior de una concha. El mar, por una vez, estaba en calma, sólo unas ondas plateadas que apenas se movían. No hacía viento. Nunca había oído tanto silencio y me di cuenta de que Dawsey estaba igual de callado, caminando a mi lado. Nunca había estado tan cerca de él, así que empecé a fijarme en sus muñecas y en sus manos. Tenía ganas de acariciárselas, y ese pensamiento me exaltó. Sentía los nervios a flor de piel, ya sabes, ese hormigueo en el fondo del estómago.

De repente, Dawsey se giró y me miró. Tiene unos ojos muy oscuros. Quién sabe lo que habría pasado luego… ¿un beso?, ¿una palmadita en la cabeza?, ¿nada?, porque al siguiente segundo oímos el carruaje de Wally Beall tirado por caballos (que es nuestro taxi local) que paraba en mi casa, y el pasajero de Wally gritó: «¡Sorpresa, cariño!».

Era Mark, Markham V. Reynolds, hijo, resplandeciente con su perfecto traje sastre y un ramo de rosas rojas en la mano.

De verdad, quise que se muriera, Sophie.

Pero ¿qué podía hacer? Fui a saludarle, y cuando me besó, todo lo que pude pensar fue: «¡No! ¡Delante de Dawsey no!». Me dio las rosas y se volvió hacia Dawsey con su dura sonrisa. Así que los presenté, deseando todo el tiempo poder meterme en un agujero, y observé callada cómo Dawsey le daba la mano, se volvió hacia mí, me dio la mano a mí y dijo: «Gracias por la maleta, Juliet. Buenas noches»; subió a la furgoneta y se fue. Se fue, sin decir nada más, sin volver la vista atrás.

Me entraron ganas de llorar. Pero, en lugar de eso, hice pasar a Mark dentro e intenté parecer una mujer que acabara de recibir una sorpresa muy agradable. La furgoneta y las presentaciones despertaron a Kit, que miraba a Mark con desconfianza y quería saber dónde había ido Dawsey; no le había dado el beso de buenas noches. A mí tampoco, pensé.

Volví a meter a Kit en la cama y convencí a Mark de que mi reputación se vería afectada si no se iba inmediatamente al hotel Royal. Lo hizo, con pocas ganas y amenazándome con aparecer en la puerta de mi casa a las seis de la mañana.

Después me senté y me mordí las uñas durante tres horas. ¿Debía ir a casa de Dawsey e intentar volver a donde lo habíamos dejado? Pero ¿qué habíamos dejado? No estoy segura. No quiero quedar en ridículo. ¿Qué pasa si me mira educadamente sin entender nada, o aún peor, con lástima?

Y además, ¿qué estoy pensando? Mark está aquí. Mark, que es rico y bien plantado y que quiere casarse conmigo. Mark, que me las arreglaba muy bien sin él. ¿Por qué no puedo dejar de pensar en Dawsey, a quien probablemente no le importo nada? Pero a lo mejor sí. Quizás estuve a punto de conocer lo que hay al otro lado de ese silencio.

Maldita sea, maldita sea y maldita sea.

Son las dos de la madrugada, no me queda ni una sola uña y tengo el aspecto de una mujer de, al menos, cien años. Quizá Mark me rechazará por mi aspecto demacrado cuando me vea. Quizá no me acepte. ¿Me desilusionaría si lo hiciera?

Besos,

JULIET

De Amelia a Juliet (dejada bajo la puerta de Juliet)

23 de julio de 1946

Querida Juliet:

Mis frambuesas han crecido con ganas. Esta mañana las voy a recoger y luego haré tartas. ¿Queréis venir tú y Kit a tomar el té (y pastel) esta tarde?

Un abrazo,

AMELIA

De Juliet a Amelia

23 de julio de 1946

Querida Amelia:

Lo siento mucho, no puedo ir. Tengo un invitado.

Besos,

JULIET

P.D. Kit te lleva esta carta con la esperanza de conseguir algo de tarta. ¿Puedes quedártela durante la tarde?

De Juliet a Sophie

24 de julio de 1946

Querida Sophie:

Probablemente también deberías quemar esta carta igual que la otra. Al final he rechazado a Mark de manera irrevocable y mi euforia es indecorosa. Si fuera una señorita criada correctamente, correría las cortinas y me sentaría a reflexionar, pero no puedo. ¡Soy libre! Hoy he saltado de la cama, sintiéndome juguetona y Kit y yo nos hemos pasado la mañana haciendo carreras en el prado. Ganó ella, pero es porque hace trampas.

Ayer fue un día horrible. Ya sabes cómo me sentí cuando apareció Mark, pero a la mañana siguiente, todavía fue peor. Se plantó a mi puerta a las siete, rebosando confianza y seguro de que al mediodía ya habríamos fijado la fecha de la boda. No estaba ni en lo más mínimo interesado en la isla, ni en la Ocupación, ni en Elizabeth, ni en lo que yo había hecho desde que había llegado; no hizo ni una sola pregunta sobre nada de eso. Entonces bajó Kit para desayunar. Eso le sorprendió, ni había advertido su presencia la noche anterior. Se portó bien con ella, hablaron de perros, pero al cabo de unos minutos, era evidente que esperaba que Kit se largara. Supongo que su experiencia es que las niñeras se lleven a los niños antes de que molesten a los padres. Por supuesto, intenté no darme cuenta de su irritación y le hice a Kit el desayuno como siempre, pero sentía su malestar por toda la habitación.

Al final, Kit se fue a jugar fuera, y justo cuando la puerta se cerró tras ella Mark dijo: «Tus nuevos amigos deben de ser muy listos, en menos de dos meses se las han arreglado para cargarte a ti con sus responsabilidades». Negó con la cabeza, compadeciéndome por ser tan crédula.

Simplemente me lo quedé mirando.

«Es una ricura, pero no tiene ningún derecho sobre ti, Juliet, y tendrás que ser firme en eso. Cómprale una muñeca bonita u otra cosa, y despídete antes de que empiece a pensar que te vas a hacer cargo de ella el resto de su vida.»

Por entonces estaba tan enfadada que no podía ni hablar. Siempre me había preguntado cómo la gente se tiraba platos y cosas por encima, ¿cómo podían hacerlo? Ahora lo sé. No le tiré ningún plato a Mark, pero estuve a punto. Al final, cuando pude volver a hablar, le dije: «Fuera».

«¿Perdona?»

«No quiero volver a verte nunca más.»

«¿Juliet?» Realmente no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

Así que se lo expliqué. Y me sentí mucho mejor en cuanto le dije que nunca me casaría con él, ni con alguien que no quisiera a Kit y a Guernsey y a Charles Lamb.

«¿Qué demonios tiene que ver Charles Lamb con todo esto?», gritó.

No le dije nada. Intentó discutir conmigo, luego sonsacarme algo, luego besarme, luego discutir otra vez, pero todo se había acabado, e incluso Mark lo sabía. Por primera vez durante mucho tiempo, desde el pasado marzo cuando lo conocí, estuve completamente convencida de que había hecho lo correcto. ¿Cómo había podido ni siquiera plantearme casarme con él? Un año casada con él y me habría convertido en una de esas mujeres lamentables que miran a sus maridos cuando alguien les pregunta algo. Siempre he despreciado a ese tipo de mujer, pero ahora veo cómo sucede.

Dos horas más tarde, Mark iba de camino al aeródromo, y no volverá nunca más (eso espero). Y yo, vergonzosamente nada destrozada, estaba engullendo tarta de frambuesa en casa de Amelia. Ayer por la noche dormí como una niña, durante diez horas seguidas, de felicidad, y esta mañana volvía a sentirme una mujer de treinta y dos años otra vez, en vez de cien.

Kit y yo nos vamos esta tarde a la playa, a buscar ágatas. Qué día más más bonito.

Besos,

JULIET

P.D. Nada de esto tiene que ver con Dawsey. Charles Lamb sólo me salió de la boca por pura coincidencia. Dawsey ni siquiera pasó a despedirse antes de irse. Cuanto más lo pienso, más convencida estoy de que lo que quería Dawsey en el acantilado era pedirme prestado el paraguas.

De Juliet a Sidney

27 de julio de 1946

Querido Sidney:

Sabía que habían arrestado a Elizabeth por proteger a un trabajador Todt, pero hasta hace unos días no sabía que había tenido un cómplice. Me enteré cuando Eben mencionó a Peter Sawyer de pasada, «a quien arrestaron junto a Elizabeth». «¿Qué?», chillé, y Eben dijo que dejaría que Peter me lo contara.

Peter ahora vive en una residencia cerca de Le Grand Havre en Vale, así que le llamé por teléfono y me dijo que estaría encantado de verme, sobre todo si llevaba una copita de coñac conmigo.

«Siempre», dije.

«Perfecto. Ven mañana», contestó y colgó.

Peter está en una silla de ruedas, pero ¡menudo conductor es! Corre como un loco por todas partes y gira por las esquinas rápido y con facilidad. Salimos fuera, nos sentamos bajo una pérgola y él se tomó unas copas mientras hablaba. Esta vez, Sidney, tomé notas, no quería perderme ni una sola palabra.

Peter ya iba en silla de ruedas, pero todavía vivía en su casa de St. Sampson, cuando encontró al trabajador Todt, Lud Jaruzki, un chico polaco de dieciséis años.

A muchos de los trabajadores Todt se les permitía salir de la cárcel después de hacerse de noche, para buscar comida, siempre y cuando volvieran. Tenían que ir a trabajar a la mañana siguiente, y si no lo hacían, los irían a buscar. Para los alemanes, esta «libertad condicional» era una forma de que los trabajadores no se murieran de hambre sin que tuvieran que comerse sus alimentos.

Casi todos los isleños tenían un huerto propio; algunos tenían gallineros y conejeras, una rica cosecha para los que buscaban comida. Y precisamente eso es lo que hacían los trabajadores esclavos Todt. La mayoría de los isleños vigilaban sus huertos por la noche, armados con palos y bastones para defender sus verduras.

Peter también pasaba la noche fuera, entre las sombras de su gallinero. No tenía ningún bastón, sino una sartén grande de hierro y una cuchara de metal para golpearla y avisar a los vecinos con el ruido, para que acudieran.

Una noche oyó, y luego vio, a Lud arrastrarse por un hueco del seto. Peter esperó. El chico intentó levantarse, pero se cayó, trató de ponerse en pie otra vez, pero no pudo; se quedó allí tendido. Peter se acercó con la silla de ruedas y miró fijamente al chico.

«Era un niño, Juliet. Sólo un niño, tendido boca arriba sobre la tierra. Estaba delgado, Dios, muy delgado, destrozado, muy sucio, y en lugar de ropa llevaba harapos. Estaba cubierto de bichos; le salían del pelo, le pasaban por la cara, por los párpados. Ese pobre chico ni los notaba, no parpadeaba, no hacía nada. Todo lo que quería era una maldita patata y ni siquiera tenía fuerzas para arrancarla. ¡Hacerle eso a los chicos!

»Te lo digo, odié a esos alemanes con todas mis fuerzas. No podía inclinarme para ver si respiraba, pero saqué los pies de los pedales de la silla y lo golpeé y lo moví hasta que pude acercarlo a mí. Tenía los brazos fuertes y levanté un poco al chico hasta mi regazo. De alguna manera, conseguí subir la rampa y entrar en la cocina. Allí, dejé al chico en el suelo. Encendí el fuego, busqué una manta, calenté agua. Le lavé la cara y las manos y ahogué cada piojo y gusano que le quitaba.»

Peter no podía pedir ayuda a los vecinos, ya que podían denunciarlo a los alemanes. El comandante alemán había dicho que a cualquiera que escondiera a un trabajador Todt lo mandarían a un campo de concentración o le dispararían allí mismo.

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