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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (13 page)

BOOK: La soledad de la reina
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Quizás no era la más brillante de las alumnas, pero sí tenía una gran voluntad y mucho pundonor.

De todas formas, aunque ella hace grandes elogios de este colegio y de la disciplina alemana que aprendió, cuando se trató de la educación de sus propios hijos y se le sugirió que estaría bien que estudiaran en un internado tipo Salem, la reina descartó el tema con dos palabras:

—¡Ni pensarlo!

Cuando se le dijo que al menos fuera Felipe, repitió:

—¡No! ¡Nunca!

También cambió su aspecto. Convenció a su madre de que un dentista del mismo Salem le arreglara los dientes y le pusiera un aparato de ortodoncia.

Su tutora en el colegio era la inflexible Frau Inge Hobart, quien preguntada
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años después por las cualidades de su alumna, respondió sobriamente:

—Era muy serena… y cuando algo le parecía mal, lo decía, ¡no era de las que se callaban!

También opinó su profesora de música, Atina Spanudi-Guerri:

—Molto, molto carina!

Como Sofía llegó a cantar en un coro, el periodista le pregunta si podría ejercer de prima donna, a lo que la profesora contesta, divertida:

—Ma no, per caritá! Aveva un grande amore per la música, ma la voce non láveva pure!

Fue una vida nueva para ella; descubrió la amistad, el compañerismo, los códigos de honor entre camaradas, ¡qué bien sabían los cigarrillos fumados a escondidas! ¿Y por qué nada ha sido más divertido en la vida que las fiestas secretas y las risas locas en el cuarto de una amiga cuando tenías quince años? Los primeros amores también, aunque los que tuvo en Salem no han pasado a la posteridad, porque la reina no ha contado nada, aunque no es difícil comprender que aquella muchacha alta y poco coqueta no sería la más popular entre los chicos.

—Alguna cosa pasó… Los típicos enamoramientos con algún compañero, las cartitas, las fotos intercambiadas… —Pero enseguida juega al despiste—:

¡Pero sobre todo estaba enamorada de James Dean!

Durante las vacaciones, sí que se comentaba que los armadores griegos, «los reyes del mar», la nueva aristocracia del dinero que empezaba a afianzarse en Grecia, intentaban emparentar con la familia real casando a uno de sus vástagos con las hijas de los reyes.

Georges Livanos era cuñado de Onassis, economista, y poseía ya su propia línea de barcos, aunque era demasiado mayor para Sofía, ya que tenía doce años más. John Goulandris estudiaba y vivía en Nueva York, en un fabuloso penthouse lleno de obras de arte, aunque su familia poseía una isla entera, Andros. Y Petros Nomicos era, además de millonario como los dos anteriores, guapo y deportista.

Pero Federica lo tenía muy claro:

—Mis hijas solo se casarán con príncipes.

Freddy estaba tranquila en lo referente a los contactos masculinos en Salem. A pesar de que era un colegio mixto, los chicos estaban separados de las chicas. Cuando un periodista indiscreto preguntó si no se establecían relaciones entre los alumnos, todos con sus hormonas en ebullición, la rigurosa Frau Inge respondió indignada:

—¡Claro que no! ¡En Salem no pasaba nada de esto! ¡Si hubiéramos visto, cosa imposible, a dos alumnos cogidos de la mano, los castigos habrían sido tremendos!

De todas formas, cabe preguntarse una vez más dónde han ido a parar las amistades, masculinas y femeninas, que Sofía hizo en aquellos tiempos.

¿No es normal conservar amigos del periodo escolar y más cuando has convivido con ellos en régimen de internado? Únicamente comentó doña Sofía un día que estaba en el Teatro Real observando en el palco contiguo un rostro familiar:

—Es un condiscípulo de Salem.

Me parece una cosecha pobre para esos importantes años de siembra en los que se viven los afectos de forma tan apasionada que es raro que no intenten conservarse toda la vida.

Lo que sí es cierto es que durante su estancia en Salem, y recurriendo al consabido tópico, el patito feo devino en cisne. Al cabo de cuatro años, cuando su hermana Irene ingresó en el mismo colegio, Sofía decidió regresar a Grecia.

Irrumpió en la biblioteca de Tatoi —sofás de cuero, libros de lomos gastados, un butacón con buena luz para que Palo pudiera estirar las piernas y leer a gusto—, donde la familia solía reunirse y recibir a los amigos íntimos. Sofía llevaba una falda plisada de color blanco, un niqui Fred Perry de manga corta en cuyo ojal había prendido una ramita de romero, una cinta en el pelo. Estaba bronceada por el sol, olía a juventud y a verano. Después de besar a sus padres le hizo una encantadora reverencia a la tía María:

—Tante Marie, je suis ravie de vous voir, quelle chapeau si beau!

Dio media vuelta y saludó a la tía Catalina y a su marido, Richard Brandam, quienes, de paso para Inglaterra, donde se iban a establecer definitivamente, habían ido a visitar a la familia y a comunicarles que la reina Isabel les había concedido un título nobiliario:

—How are you, uncle Richard? Lord Brandam?… It’s nice to meet you.

A su tía le preguntó por su hijo, incluso se acordó de que acababa de cumplir seis años. Al final, le dio media colleja al primo Karl de Hesse, que estaba estudiando con Tino en una escuela de Atenas, una sucursal de la Kurt Hahn de Salem:

—Wie geht es dir, Karl?

Derecha, con los pies en ángulo, y dirigiéndose ya a todos, con las mejillas sonrojadas de excitación, explicó que:

—¡Acabo de matricularme en la escuela Mitera! Voy a estudiar puericultura…

Richard Brandam preguntó a su mujer en voz baja, pero no lo suficiente como para que no lo oyera Sofía:

—What is poricultura?

—Tío Richard, puericultora, es así como se llama a las enfermeras de niños… Pienso que cada miembro de esta familia debe contribuir al progreso de nuestro país, ¡y el futuro de Grecia son los niños! ¿No creéis?

Nadie pudo contestar a pregunta tan enjundiosa, puesto que es muy difícil hablar con la boca completamente abierta. Pablo, que solía leer la Biblia, al ver el rostro de los contertulios y dicho sea con todos los respetos, seguramente recordó el asombro con que el sabio Balaam oyó hablar a su asno.

En la mesa esperaba un servicio completo de té en una pesada bandeja. Dirigiéndose graciosamente a su madre, Sofía le preguntó:

—¿Sirvo?

Ante su gesto de divertido asentimiento, cogió la panzuda tetera de plata maciza y, con pulso firme, llenó las tazas.

—¿Azúcar? ¿Una cucharada, dos? ¿Leche? ¿Un brownie? ¡Blasi pone un ingrediente secreto que dice que solo legará a sus descendientes!

Por encima de su cabeza, Palo le hizo un exagerado gesto de admiración a su mujer. Ella puso una expresión cómica, con las comisuras de la boca hacia abajo, juntando los dedos a la manera italiana, y en un aparte, en voz baja, le comentó a la tía María con esa mirada de visionaria que su marido tanto temía:

—Se me está ocurriendo una idea… Un crucero por el Mediterráneo… Príncipes casaderos… Noches a la luz de la luna…

Barcos… Son tan románticos…

Había que mostrar el género.

A no mucha distancia de allí, en la España de Franco, don Juanito, que vivía segregado de su familia desde que tenía ocho años, también acudía al colegio con el fin de prepararse para un trono hipotético, tan improbable que nadie podía imaginarlo, ni siquiera él. ¡El Caudillo todavía no se había pronunciado sobre la sucesión!

Aunque en la línea de salida primero estaba su padre y después él, Franco jugaba también con el nombre de otros candidatos: su primo Alfonso de Borbón Dampierre, Carlos Hugo de Borbón Parma ¡e incluso su propio nieto!

Antes de llegar a España llamado por Franco, Juanito también había estado en un internado alemán, el Saint Jean de Friburgo, regido por los marianistas. De mayor le comentó a su biógrafo, José Luis de Vilallonga, que nunca en la vida, ni antes ni después, fue más desgraciado:

—Era muy duro, me sentía muy solo, no tenía ningún calor familiar, ¡no era más que un niño!

Franco se entrevistó con don Juan y le propuso que su hijo se educara en España. Sainz Rodríguez, el consejero de don Juan, se lo dijo muy claro:

—Franquito le lamerá el culo a vuestra majestad tantas veces como haga falta para tener a don Juanito en España.

Al parecer Franco no tuvo que realizar un acto de tal naturaleza, pero lo cierto es que se decidió que Juanito viniera a España.

Entre Franco y don Juan le «construyeron» un colegio a la medida, primero en la finca Las Jarillas cerca de Madrid y después en San Sebastián, adonde lo acompañaron su hermano menor, Alfonsito, al que llamaban Senequita por lo listo que era, y un grupo de niños de familias nobles. Era un microcosmos artificial, que no tenía nada que ver con la cruda realidad del país, sumido en una posguerra que no terminaba nunca, porque a la España de Franco no llegaron los dólares con que Truman bendijo a la mayoría de los países europeos, incluida Grecia.

Juanito no sabía cómo era España y España desconocía la existencia de aquel príncipe al que Franco estaba preparando no se sabía muy bien para qué. Lo habitual era que «El Augusto Alumno», según lo llamaban en los boletines internos del colegio, en los exámenes sacara matrícula de honor, lo cual resultaba bastante sospechoso. Su profesor de francés le dijo con humildad:

—Alteza, permítame que cometa una incorrección preguntándole algo en francés, puesto que domina usted esta lengua mejor que yo.

Juanito concedió magnánimamente:

—No tiene importancia, tú tampoco lo hablas mal.

A pesar de las apariencias, Juanito sufría al estar lejos de su familia. Cuenta uno de sus profesores que todos los días al atardecer Juanito desaparecía misteriosamente. Al fin lo siguió y lo vio subir a la azotea. Estaba ahí, sentado y solo, viendo como se ponía el sol.

El profesor le tocó el hombro y le preguntó:

—Alteza, ¿qué hacéis?

El niño giró la cabeza y con los ojos arrasados en lágrimas señaló el horizonte en llamas y dijo:

—Es que allí detrás está mami.

Precoz, como buen Borbón, salía con chicas y, a diferencia de lo que ocurre con doña Sofía, conocemos el nombre de todas ellas: Marie Claire Carvajal, dos hijas del conde de París, Diana e Isabel, Chantal de Quay… porque la amistad con casi todas, también a diferencia de doña Sofía, ha perdurado hasta nuestros días. De entre ellas, la princesa María Gabriela de Saboya, a la que llamaban Ella, era la favorita, pero este noviazgo juvenil no contaba con la aprobación ni de su padre ni de Franco.

—Demasiado moderna —dictaminaban ambos, por una vez coincidiendo en su opinión.

Don Juan y su madre, la calculadora reina Victoria Eugenia, que vivía en Lausana, empezaban a estudiar el panorama de princesas reales disponibles y adecuadas para el heredero. No había muchas: en Inglaterra, Liechtenstein y Luxemburgo las princesas eran demasiado jóvenes para Juanito. En Dinamarca y Holanda tanto Margarita como Beatriz serían reinas, y no podían por tanto casarse con un príncipe hipotéticamente heredero de otro país. En Bélgica solo había varones y en Suecia ¡eran tan peligrosamente modernas como María Gabriela!

Solo quedaba la hermana pequeña de Beatriz, Irene de Holanda, que era guapa además de fabulosamente rica, y las dos princesas griegas.

Pero estas dos últimas, ¿cómo se llamaban?, ¿Sofía e Irene?, eran de religión ortodoxa. ¿Y no se decía que el rey Pablo era masón? Dos circunstancias que molestaban a Franco, pero que a don Juan, para emplear sus propias palabras, le importaban:

—Un cojón.

La reina Victoria Eugenia lo decía poniendo los ojos en blanco mientras hacía uno de esos tapetes en petit point que sus hijos ya no sabían dónde narices poner:

—Hay que calcular con cuidado la jugada, porque, si no, acabarán reinando los hijos de los porteros.

Lo repetía don Juan a sus
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amigos:

—Los miembros de las familias reales somos como sementales de buena raza y nuestra primera obligación es perpetuar la especie, procreando una y otra vez, pero sin cambiar de vaca, como los toros bravos…

Y sentenciaba el oráculo de la familia, Alfonso de Orleans, el tío Ali:

—¡Lo mismo da lo que estudie Juanito! ¡Como si quieren hacerlo obispo! ¡La principal obligación de un príncipe es casarse bien y tener un buen lote de hijos!

También Federica estaba haciendo planes matrimoniales para su hija, ¡que no se asombre nadie! Los planes, en los palacios reales, pero también en las familias corrientes, se hacen desde la cuna; recordemos que el instinto primario más fuerte es el de la supervivencia; ¡en medio de la guerra más devastadora, los hombres y las mujeres sienten la misteriosa pulsión de estar juntos por encima de todo! Estos lo hacen para perpetuar la raza humana, los de más arriba para consagrar su linaje.

Ambos, Juanito y Sofía, todavía no se conocían, pero compartían muchas vivencias, y no estoy hablando ni de rangos ni de coronas. Lejos de sus familias, habían recibido la lección más dura: habían comprendido que debían labrarse su destino en soledad y que no podían contar con nadie más que con ellos mismos.

Faltaba muy poco para que sus destinos se cruzaran.

Capítulo 4

El barco inmenso lo llevaba escrito en negro en la proa: Agamemnon. En lo más alto del mástil ondeaban majestuosamente la bandera blanquiverde italiana y la azul y blanca de Grecia.

En medio de la barahúnda infernal del puerto de Nápoles y del calor derritiendo el alquitrán del suelo hasta sacarle humo, con olor a gasolina y a pescado podrido, el chillido de las gaviotas y el sonido grave y corto de las bocinas de los buques bajo la luz cenital del sol, se oían las voces roncas y apresuradas de los mozos de cuerda:

—El equipaje de la reina de Holanda y de las princesas Beatriz e Irene.

—Camarotes 16 y 17.

—¡Condes de Barcelona!

—24.

—El equipaje de los condes de París.

—16, 26, 23, 32…

Los condes de París «solo» habían llevado a seis de sus once hijos.

—Los príncipes de Hannover, Ernesto Augusto y… —El oficial acercó los ojos al papel, que se movía entre sus manos a causa de los nervios—… Os…

Ortrud…

Miró a la pareja típicamente prusiana que tenía delante y protestó:

—Pero ya han venido otros príncipes de Hannover.

Secamente, el hombre respondió:

—Sí, eran mi hermano Jorge y mi cuñada Sofía.

—Bien, bien, el 108; no, perdone vuestra alteza, el 108 está reservado para los reyes de Italia y sus hijos María Pía, María Gabriela y Víctor Manuel, que tienen la entrada prohibida en territorio italiano y deben embarcar en alta mar. Vuestras altezas irán al 94.

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