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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (5 page)

BOOK: La soledad de la reina
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—Míralo él, como tiene treinta años y está soltero. —Y con volubilidad se soltó de su hijo para acercar por el pescuezo como una res a un muchacho quinceañero rubio de aspecto altivo que, como un caballo de raza, se encabritaba y pretendía soltarse—. Este es nuestro sobrino Felipe; lo tenemos prohijado y le estamos pagando la educación en un colegio inglés muy caro, ¡queremos que se case con la reina de Inglaterra por lo menos!

Todos se echaron a reír, y Federica pensó que con esta familia tan peculiar quizás tendría problemas, pero desde luego no se aburriría en absoluto.

Entretanto, sus cuatro hermanos permanecían en posición de firmes; tan solo habían abierto la boca para saludar con la vieja fórmula de la nobleza antigua:

—¡Servus!

Embutidos en sus uniformes militares que parecían cosidos a la piel, con sus botas altas tan brillantes que podrían servir de espejo, con el sello prusiano impreso hasta en la rigidez de su nuca, eran puros representantes de la raza aria por la que tanta admiración manifestaba Hitler, ¡que en el fondo lleva razón! ¡Han tenido que sufrir tantas humillaciones! ¡Hitler les ha devuelto el orgullo de ser alemanes!

Los soldados griegos, desastrados y con los correajes rotos, incluso comían a escondidas, provocando un gesto de desprecio en los hermanos de Freddy. El padre, el duque de Brunswick, que llevaba monóculo, parecía estar al borde de un ataque de apoplejía.

Las aletas de su nariz se movían con repugnancia: en un momento dado incluso le ha parecido percibir un olor lejano a col y berenjenas fritas.

Era el sur contra el norte.

Su madre, Victoria Luisa de Prusia, que era una mujer inteligente e ilustrada, quizás se estremecía al pensar en la amalgama de sangres que tendrían los hijos de Pablo y Federica, que entonces, este día de diciembre de 1937, empezaban a caminar aunque ni siquiera hubieran sido concebidos.

Pablo y Federica se casaron dos semanas después, el 9 de enero de 1938. Peyrefitte, en su diario, escribió: «La princesita alemana parecía una colegiala disfrazada de novia, pero su rostro brillaba más que las piedras de su corona». Una corona muy aparatosa de la que no he podido encontrar ningún dato, dándose hoy por desaparecida: algunos autores opinan que la vendió la propia Federica en los últimos años de su vida.

Pero el mundo se estaba cayendo a pedazos, y nadie estaba para bodas ni para coronas; no he encontrado ninguna referencia a este enlace en la prensa europea. Hitler ya se había anexionado Austria. Italia, que también quería tener su propio imperio, puso los ojos en la fatigada Grecia, desangrada por guerras y atentados, con una monarquía débil y un ejército que daría risa si no diera pena.

¡Parecía una presa tan fácil! ¡Empezaron a afilarse los cuchillos!

Pero Federica estaba viviendo su cuento de hadas particular y no quería que nadie viniera a estropeárselo. Ni siquiera los republicanos, que allí llaman venizelistas, que se burlaban de ella y exigían al gobierno que moderara la dotación que les correspondía.

—Para nosotros son señores particulares, y no tenemos ninguna intención de mantenerlos. Su marido es el diádoco, sí, pero nosotros haremos todo lo posible para que no tenga ningún trono que heredar. Mataxas, el primer ministro, no se atrevió a darles a los recién casados otra vivienda mejor que una casita en Psychico, entonces un barrio residencial de una ciudad modesta de un millón de habitantes. Hoy Psychico está plenamente integrado en Atenas y es un barrio tranquilo, con amplias zonas verdes, en el que se encuentran embajadas y colegios.

La casa estaba muy mal decorada, como todas en Atenas en aquella época, con pomposos muebles Napoleón III, relojes bajo globo, bronces de bazar, iconos, telas bizantinas y platería balcánica, además una parte estaba en obras, y el estrépito obligaba a pasar todo el día fuera. Pero a Federica le daba igual. ¡No le importaba la casa, la vida doméstica, los venizelistas, ni la guerra europea! ¡Incluso le daba pereza aprender griego! La tía María les pagaba un profesor de griego a ella y a su ahijado Felipe, pero los dos se reían tanto que no se sabía cuál era el más chiquillo, y al final el profesor tiraba la toalla y le confesaba su desaliento a María Bonaparte:

—Esperaré a que su alteza crezca un poco.

A Federica le cuesta darse cuenta de sus responsabilidades, confiesa que por las noches tiene que repetirse «¡Soy una persona mayor!». Sus meteduras de pata se convierten en el chiste de moda. En una embajada saluda al hombre más elegante y bien vestido con una reverencia, creyéndolo un príncipe extranjero. Su marido le susurra en voz baja:

—Es el mayordomo.

Federica cuenta que a partir de entonces cada vez que acude a esa embajada tiene que saludar al mayordomo, «¡si no, lo hubiera tomado como un desprecio!». En otra ocasión se pone sus mejores galas para acudir a una soirée con sus cuñadas Irene y Catalina, pero tropieza y la corona se convierte en collar y tiene que aguantar así toda la noche.

Pero la que más se comenta ocurre de nuevo en la embajada inglesa, en una boda de campanillas. La basilisa llega algo tarde, y le pregunta inmediatamente al embajador:

—¿Qué? ¿Los novios ya han consumado con satisfacción?

Freddy se excusa diciendo que no pasa nada, que, total, ha confundido consumación con consagración, pero que por si acaso la próxima vez:

—Me limitaré a guiñar un ojo y a levantar el dedo pulgar al modo americano.

Y la gente, que ya no sabe qué pensar de su basilisa, duda si debe reír o llorar.

Ella misma se ríe de su torpeza y se lo cuenta a su cuñada Helena en las cartas que le escribe a Florencia. Le explica que está embarazada y todavía no sabe por qué, observación que, como es natural, sorprende a Helena. También le habla de una vez que se había mareado en el salón de palacio. Y que entonces se acercó con timidez a su cuñado, sentado majestuosamente en el trono, y le había pedido:

—¿Puedo?

El rey Jorge carraspeó, se corrió un poco y recogió su capa, y Federica se sentó con una sonrisa agradecida y permaneció así, recibiendo los homenajes con golpes de cabeza.

Helena, preocupada por las amenazas de Mussolini sobre Grecia, se asombra de la inconsciencia de la mujer de su hermano, pero bastantes problemas tiene ella. ¡Carol, su exmarido, ha llenado tres Bentleys con joyas, cuadros valiosísimos y maletines repletos de dinero y ha abandonado Rumanía acompañado por su amante, la Lupescu! ¡Y la pobre Helena casi no tiene dinero ni para comer!

También teme que los locos políticos rumanos reclamen a su hijo como rey, ahora que se han quitado de encima al inútil y detestado Carol.

La clase alta griega, solo cincuenta y dos familias —sin tratamiento especial, puesto que los títulos nobiliarios no existen en ese país—, empobrecidas y orgullosas, se horroriza por la ignorancia de esta princesa a la que su marido se lo consiente todo porque está enamorado de ella, no como un chiquillo, sino como un hombre. Le confiesa:

—¡No puedo estar sin ti, pequeña mía!

A Federica incluso hacer de madre le parece una responsabilidad tan inmensa y desproporcionada, ¡cuidar a niños cuando ella es una niña también!, que contrata a una muchacha escocesa, Sheila McNair, para que cuide a tiempo completo de Sofía, como si fuera su propia hija.

Casada en su madurez con un pastor presbiteriano, Sheila, a la que llamaban Nursi, continuó toda su vida vinculada a Sofía. Sorprende que la reina de España, que casi no tiene ningún trato con su familia más cercana, haya cultivado esta relación invitándola incluso a la boda de su hija, la infanta Elena, en Sevilla, en marzo de 1995. Cuando bajó del avión, Sheila se cayó y se rompió una pierna, hubo que operársela y la reina, ¡la madre de la novia con múltiples compromisos!, no se apartó ni un momento de su lado, acompañándola incluso dentro del quirófano.

A los curiosos que preguntaban quién era aquella señora
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mayor que iba en silla de ruedas y que ocupó un lugar preferente en la ceremonia, en la catedral de Sevilla, la reina, tan poco dada a las confidencias, contestaba:

—¡Es mi segunda madre!

Según entiende esta biógrafa, y dada su desconfianza acerca de los lazos de sangre, puedo certificar que en realidad fue la primera.

Hay mujeres que son mejores esposas que madres, ¡y no por ello son monstruos! Federica, a mi parecer, fue una de ellas, focalizó la inmensidad de su afecto en su marido mientras vivió, y para sus hijos solo quedó esa zona de penumbra que otros llaman migajas.

Estaba tan enajenada por Pablo que incluso se lo comentaba al severo primer ministro con ingenuidad desarmante:

—¡El diádoco y yo solo somos felices estando juntos!

A diferencia de otras parejas, en esta no había uno que quería y otro que se dejaba querer, ambos competían en desmesura. En verano, Palo le llevaba a su mujer bloques de hielo a la habitación para que se refrescase, y le compró un yate, con el que recorrían incansablemente las deslumbrantes islas griegas, diseminadas por el Mediterráneo como las cuentas de un collar.

Una noche Pablo coge el pequeño bote de remos del yacht para acercarse los dos sigilosamente a la isla de Sunión:

—¡No se veía donde terminaba el mar y donde empezaban el cielo y la tierra!

Solo se advierte el glop glop de los remos contra el agua como el latido de un corazón y la fosforescencia de los peces voladores. En la orilla destaca a la luz de la luna un templo solitario, sostenido sobre dos esbeltas pero firmes columnas que han perdurado a través de los siglos, en las que Federica ve una metáfora de su amor. ¡Ese instante no lo olvidará nunca, y querrá morir con ese recuerdo bajo los párpados!

Recorren el Peloponeso y Salónica, suben a las alturas del Epiro y Macedonia, escalan el monte Athos y visitan sus monasterios a lomos de asnos y en carretas. Los criados llevan cestas de picnic y, debajo de una higuera, con la reverberación implacable del sol sobre las piedras blancas y el olor dulzón de los frutos, extienden sobre un mantel queso, aceitunas, loukanika, salchichón ahumado y retsina, el áspero vino del país.

Después se tienden, la cabeza rizosa de Federica sobre el amplio pecho de su marido, y fuman serenamente un cigarrillo acunados por la música de las chicharras.

Pablo le confiesa que está convencido de que ya se han conocido en otras vidas:

—Hemos vivido juntos a lo largo de los tiempos y siempre nos hemos amado, porque el nuestro no es un amor corriente.

Es una idea atractiva que, muchos años más tarde, Luis María Anson
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recogerá y resumirá «dice bien el rey Pablo, ¡el amor es anterior a la vida!».

Cuando, de mayor, la biógrafa de la reina, Pilar Urbano, le preguntó si no se sintió nunca excluida por ese amor tan absorbente, doña Sofía contestó, pensativa:

—Mis padres estaban muy enamorados, se querían mucho…

y eso no me daba celos, al contrario, ¡me daba seguridad!

Y luego, entornando los ojos, como si la hiriera el sol cegador de aquellos días, puntualizaba:

—Después del regalo de la vida lo mejor que pueden dar unos padres a sus hijos es eso: que los vean felices, enamorados…

¿Lo consiguió a su vez doña Sofía?

Es uno de los temas que trataré de desvelar a lo largo de este libro.

A la basilisa Sofía le siguió el prigkipas Constantino, que nació el 2 de junio de 1940 también en el comedor de Psychico.

Poco sabemos de esa primera infancia de Sofía de Grecia, porque así, Grecia, quiso su tío que se llamaran, sustituyendo los complicados apellidos que la genealogía les adjudicaba. Sí sabemos que la amadrinó la bondadosa reina Elena de Italia, que se le puso Sofía en lugar del Olga que los padres preferían porque así lo pidieron las multitudes por las calles de Atenas al finalizar las veinte salvas de ordenanza lanzadas desde el monte Lycabetos, aunque no pondría una la mano en el fuego por estas multitudes monárquicas en un país que no lo era. El recuerdo proviene de la propia Federica, que a los dos meses llevó a su hija en peregrinación a visitar al emperador de Alemania, su bisabuelo, el día en que cumplía ochenta años.

¡Atravesó una Europa en llamas para ir a rendir culto al todopoderoso káiser, un crepúsculo de los dioses que estaba pidiendo a gritos un Wagner que lo musicase! Porque, después, unos murieron y otros mataron, desaparecieron reyes, se borraron fronteras, se perdieron reinos y países y el mundo nunca volvió a ser el mismo.

Es curioso constatar que tras esta celebración familiar se perdió casi completamente la relación de Federica con sus hermanos y sus padres, ¡y no digamos sus primos alemanes! ¿Quiénes, incluso expertos en casas reales, pueden dar hoy el nombre de algún primo hermano de la reina de España, cuando conocemos de memoria parientes en cuarto grado del rey? Doña Sofía no nos ofrece ninguna explicación de esta curiosa circunstancia, dice sencillamente:

—Dejamos de vernos… no nos peleamos ni nada. No nos tratábamos.

Repito que apenas existen referencias a la infancia de Sofía o de su hermano, cuando, por ejemplo, los cronistas de cámara de los príncipes herederos españoles, don Juan y doña María de Borbón, que encima estaban en el exilio, nos dan puntual seguimiento de los mofletes de la infanta Pilar o de lo rollizo que se criaba don Juanito al sol de Roma, donde había nacido ocho meses antes que Sofía.

En ninguna revista ilustrada de la época, ¡ni una!, sale ni siquiera una foto, ¡ninguna!, de los príncipes de Grecia, un país que muchos creían que ni siquiera estaba en Europa.

Pero sí lo estaba, por desgracia. Y no iba a quedarse al margen del terrible conflicto que más tarde se conocería como Segunda Guerra Mundial.

A Freddy y a Palo se lo dice un cansado rey Jorge, apagado y ojeroso, mientras su asistente le ajusta la capa con la que se abriga porque está tiritando aunque hace calor. Están en el comedor de la casita de Psychico, con las copas de licor encima de la mesa donde han nacido Sofía y Constantino, es el 23 de octubre de 1940.

Los niños están durmiendo en sus habitaciones, que dan a la parte trasera, a un patio donde se tiende la ropa.

—Vengo a comunicaros que entramos en guerra; los italianos, que han tomado Albania, han querido que nos rindiéramos sin luchar.

Pablo le preguntó:

—¿Y qué has respondido?

Y aquel soberano de un reino pobre y despreciado se irguió como si fuera el emperador del mundo, y con su mismo empaque y su misma emoción contestó, mientras su sombra se agigantaba en la pared y en la historia de su país:

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