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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (2 page)

BOOK: La soledad de la reina
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Sofía había pensado quedarse para hacerle compañía, pero su madre le había advertido, con esa sabiduría que solo tienen las mujeres de largo recorrido:

—Vete con Juanito, Sofía, no seas tonta… —Y después le había preguntado distraídamente—. ¿Quién es ahora? ¿Sigue con la vedette?

Sofía, que no quería hablar de este tema con nadie, ni siquiera con su madre, había enrojecido y mirado hacia otro lado. Federica, meneando la cabeza, le había dado con el abanico en el brazo, tan fuerte que le hizo daño:

—No lo dejes solo; tienes un marido muy atractivo y ¡Borbón!

Acuérdate de los horrores que nos contaba Victoria Eugenia de Alfonso XIII, por no hablar de tu suegro. ¡Hija mía, llevan la infidelidad en los genes!

Y las dos se habían mirado suspirando al unísono pensando también ambas lo mismo, ¡por desgracia, no todos los hombres pueden ser santos como el pobre papá!

En ese momento, el marido atractivo y con su problemática carga genética a cuestas entra en el cuarto y con él una ráfaga de aire frío y rubio, olor a tabaco y a colonia inglesa, el jersey anudado descuidadamente sobre los hombros, la camisa arremangada hasta el codo; ¡cómo duele estar tan enamorada! Pero el desconcierto pronto sustituye a ese sentimiento de insatisfacción cotidiano. ¡Qué raro! Él nunca viene a su cuarto. El rey tiene sus propias habitaciones en el otro extremo de la casa.

La doncella, que está arreglando la ropa encima de la cama, cuando entra don Juan Carlos, hace una reverencia y sale. Sofía lo mira a través del espejo, de codos todavía sobre la mesa. Su marido tiene esa expresión que ella conoce bien; parece estar furioso, porque se le unen las cejas y frunce los labios, pero por las líneas horizontales de su frente su mujer advierte que en realidad está preocupado. La reina se pone en pie.

—¿Qué pasa? —Y enseguida, ante su silencio, el boquete en el estómago, el pánico—. ¡Felipe! ¡Un atentado!

Con un gesto de mano impaciente, el rey corta:

—¡No, no, coño, qué dices! Felipe está bien, es tu madre.

Sofía se extraña primero, balbucea después:

—¿Mamá? ¿Qué ha pasado?

Juanito se encoge de hombros, no la mira a los ojos:

—Una complicación, ¡la puta manía de las mujeres de haceros cosas! Algo ha fallado… el corazón…

Sofía retrocede, tropieza con el tocador, caen las cosas al suelo, laca, joyas, el cepillo, masculla:

—Pero… cómo… —No se atreve a preguntar si ha muerto.

Lo intenta de nuevo:

—Pero cómo ha sido… si estaba bien… si no era nada…

—Me ha llamado Sabino, le había avisado Carlos, es un follón, la estaban operando en la Paloma y le ha dado un ataque al corazón… La están llevando a casa. Laura está intentado localizar a tus hermanos…

Sofía no reacciona. Federica de Brunswick-Lüneburg de Schleswig-Holstein, la invulnerable, ¡nada le puede pasar a su madre! Federica, que no se ha doblegado nunca, ni ante los comunistas, ni ante las bombas; ¡si los generales curtidos en mil batallas temblaban delante de ella y el sudor traspasaba sus guerreras! ¿Muerta? ¿Vencida por la muerte? ¡No! ¡Imposible! ¡Su madre es fuerte, es joven, será joven siempre!

—Mamá.

Lo pronuncia con voz normal, sin gritar. Su marido la coge del brazo y le dice:

—Sofi, es una cabronada, pero es así, es la vida. ¿Qué quieres hacer?

Sofía lo mira con asombro; ¿qué quiere hacer? Ir, ¡ir, por supuesto!, cruzar ríos, montañas, valles, caminar con la nieve por las rodillas, coger las manos de su madre, ¡besarlas! ¡Cubrir su rostro de besos! ¡Tapar sus pies desnudos! ¿Por qué le pregunta qué quiere hacer?

—Ir, irnos, ¡claro!, ¡qué esperabas!

Incómodo, Juan Carlos aparta la vista de ella y con gesto severo, para evitar recriminaciones, le dice:

—Puedes ir en helicóptero a Zaragoza y allí te recoge un avión militar… Yo tengo que quedarme aquí… Armada… la cena… la situación del país…

Sabino te ayudará en todo. Y Laura y Domínguez…

Sofía lo mira con ojos desorbitados, ella, con tanto dominio de sí misma, está pálida como la vieja máscara de las ceremonias que se interpretaban en los anfiteatros atenienses en honor de los dioses antiguos de los cuales desciende su linaje.

—No vienes… me dejas sola…

Juan Carlos le dice con prisa:

—Mujer, no seas exagerada, ¡si voy mañana! ¡Qué más te da!

Llévate a las niñas si quieres, voy a decir que lo preparen todo.

Sale dando voces. Como una autómata, Sofía se deja vestir, el traje que no combina, la pelliza que huele vagamente a naftalina, el fular. Las infantas, que tienen dieciocho y dieciséis años, llevan sus gruesos anoraks, han estado todo el día esquiando y se van quemadas por el sol, con la cara brillante de Nivea y la cabeza cubierta por gorros de lana; parecen nórdicas. No se atreven a mirarla. Observan con curiosidad el helicóptero girando como un abejorro gigante en la pequeña explanada cerca de casa donde ha tomado tierra. Un grupo de gente de la casa golpea el suelo con las botas como caballos impacientes, el comandante Pepe Sintes, ayudante de jornada del rey, y miembros de los servicios de seguridad, también un general Armada jadeante que ha llegado corriendo y que se ofrece «para lo que sea, para acompañar a su majestad al fin del mundo si fuera preciso».

El hombre que la traicionará, a ella y a la patria, dos semanas más tarde. Sí, también está.

Como los coreutas de una tragedia de Sófocles, todos la contemplan con piedad, porque todos saben que Federica ya ha muerto. La única que no lo sabe es la reina.

Don Juan Carlos les da un beso a sus hijas y una palmada en las mejillas lustrosas, y después se dirige pensativamente a su mujer.

Lleva un chaquetón militar, con el cuello subido. Se detiene y la mira en silencio, se inclina hacia ella, intenta una caricia, pero el gesto torpe e infrecuente se pierde en el aire. Se da media vuelta y se va renqueando ligeramente antes de que el helicóptero despegue. De espaldas a ella, levanta la mano con los dedos abiertos y muy separados, despidiéndose, y se mete en el coche.

—Majestad, cuidado con la cabeza.

En el exiguo espacio, la reina se acurruca en un rincón, y permanece en silencio mientras las infantas miran a través del cristal y señalan:

—¡La Pleta! ¡El hotel Montarto! ¡El telesilla! Eso de ahí debe ser Arties.

Desde Arties los invitados van subiendo en el Land Rover hasta la casa. Irene ha puesto la olla aranesa en tupperwares y se arregla una cena en la Pleta, en un comedorcito que apenas se usa. Hasta algún escolta tiene que hacer de improvisado camarero. En la sobremesa se sacan licores y puros. La conversación, urgente y apasionante, dura hasta la madrugada. A las tres, el rey acompañará a Armada hasta el Parador de Viella, treinta kilómetros de carretera endemoniada, conduciendo él mismo. Se despedirán con un abrazo.

Nadie sabe lo que se habló esa noche, 6 de febrero de 1981, diecisiete días antes del intento de golpe de Estado que pasaría a la historia con el nombre de 23-F, liderado precisamente por el general Armada, que pondría en peligro la democracia, pero, paradójicamente, consolidaría la monarquía de Juan Carlos I hasta nuestros días y más allá. Durante el juicio, en su defensa, Armada pidió a su majestad el permiso para revelar el contenido de su conversación, aquella noche de luto y frío en el Valle de Arán. El rey se lo negó
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. Armada acató las órdenes de su jefe supremo y fue condenado a treinta años de cárcel.

La reina, hundida en su asiento, debe sentirse a partes iguales apenada y furiosa. El golpeteo alocado de las aspas del helicóptero rivaliza con los latidos de su corazón. De vez en cuando se inclina hacia el piloto para preguntar:

—¿Se sabe algo?

El piloto, sin mirarla, niega con la cabeza. Él también está al tanto de que Federica de Grecia ha muerto.

Descienden en el aeropuerto de Zaragoza. Son las 11 de la noche. Un grupo de militares, sujetándose las gorras con la mano, inclinados por la fuerza centrípeta de las hélices, se acercan al aparato y abren la puerta.

El comandante al mando se cuadra y dice:

—Mi más sentido pésame, majestad.

Sofía tiene que agarrarse a él para no caer. O sea que era cierto lo que le decía su corazón, mamá ha muerto.

El piloto le hace un gesto furioso al militar, pero ya es demasiado tarde.

Cruzan los apenas cincuenta metros que los separan del DC 9 de las fuerzas aéreas que los está esperando. Sofía va demudada, pero camina como un soldado valiente, uno dos, uno dos, mamá se ha muerto, uno dos. Sube la escalerilla, se sienta como si no fuera ella, uno dos, uno dos, cinturón. En el asiento de al lado no hay nadie. Sola.

Las luces de la cabina son muy tenues, pero demasiado brillantes. Mamá se ha muerto. «Mutti», susurra Sofía, volviendo al tierno apelativo de la infancia. «Auf wiedersehen, mutti». Ge?? sa? µ?t??a.

Tino está en Londres. Irene, en la India.

Mamá está sola como lo está ella. Muerta y sola. Sola en este avión inmenso, en este país inmenso. Extranjeras y solas. ¡Nadie nos quiere, mamá!

Cuánta luz.

Levanta una mano y se le acerca un ayudante:

—¿Sí, señora?

Tiene que agacharse para oír lo que le pide Sofía:

—¿Pueden apagar las luces, por favor?

Se apagan las luces, y entonces sí que se oye llorar a la reina de España.

El avión surca la noche y los recuerdos.

Capítulo 2

Centenares de velas doraban con su luz trémula el techo y las paredes del pequeño comedor de Psychico donde estaba naciendo un niño. También permanecían encendidas las feas lámparas eléctricas de vulgar latón, pero en esta zona residencial de Atenas eran frecuentes los apagones y el príncipe heredero de Grecia, el diádoco, no quería arriesgarse a que la vida de su adorada mujer corriera peligro. Era necesario que la habitación estuviera bien iluminada.

—¡Dios mío, no permitas que le pase algo a mi Freddy!

Pablo, que se había casado mayor, a los treinta y siete años, ahora no podía concebir la existencia sin Federica. «¡Doy gracias al cielo por cada minuto que paso contigo!», le escribía emocionado, congregando los dos motores de su vida: el misticismo y el amor fulgurante y avasallador por la diminuta princesita alemana.

El 2 de noviembre de 1938, día de difuntos, ocho y media de la tarde, todavía podía verse en el horizonte una raya de luz color sepia como la pincelada rauda y certera de un pintor impresionista. Las polvorientas acacias del jardín parecían inclinarse por el peso de los siglos para contemplar a través de los ventanales cómo venía al mundo una reina de España. Claro que entonces nadie sabía el augusto destino que esperaba a esta criatura, hija de príncipes, sí, pero de un país que transcurría por las carreteras secundarias de la historia.

Federica, tumbada en la mesa de comedor acolchada por una manta doble, cubierta por una sábana bajo la que se afanaba la comadrona, se agarraba a la mano de su marido, que le iba susurrando palabras de cariño y de ánimo:

—Pequeña mía, aguanta un poco más, ya viene…

La princesa no apartaba los ojos de Pablo, y de vez en cuando, sin poder contenerse, le soltaba un arrobado:

—¡Qué guapo eres!

El diádoco le ponía un dedo sobre los labios para que callara, pero su mujer, en la más dolorosa de las contracciones, se lo mordía inconscientemente para arrepentirse de inmediato:

—Perdóname, amor, lo siento. Dame tu pobre dedito.

Intentaba coger la mano de su marido y cubrirla de besos. Había tanto amor en ambos que, por instantes, Federica olvidaba el sufrimiento que le producía el hijo que le surgía de las entrañas para decirle
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a su marido, que reía y lloraba a la vez:

—Te quiero tanto, Palo, te quiero tanto.

—Yo también te quiero mucho, ángel mío, pequeña mía.

Y Pablo tenía que apartarse un momento para que Federica no le viera enjugarse las lágrimas, ¡le parecía que su frágil mujercita, hace un año tan solo una colegiala, iba a desgarrarse como un cojín de seda delicado! ¡La misma comadrona había dicho, con todo el respeto del mundo, que las caderas de su alteza eran demasiado estrechas!

Pero ella, de un tirón, con la fuerza telúrica de sus veinte años, lo hacía inclinarse sobre la mesa. Se miraban jadeantes a los ojos.

Se embebían el uno en el otro, como les pasaba siempre desde que se habían conocido. Se hundían en los ojos del otro, se mezclaban los iris y hasta parecía que respiraban con los mismos pulmones, que les latía un único corazón.

¡El llanto de la criatura incluso les sobresaltó! La comadrona, con gesto profesional, cortó el cordón umbilical y retiró un bebé congestionado que pataleaba y exhibía sin pudor sus encías desdentadas; sus pequeños dedos engarfiados parecían querer subir por las paredes de aire de su nuevo y definitivo mundo. Sin apartar los ojos de su marido, Federica le preguntó:

—¿Es un niño, Palo?

Riendo y secándose las lágrimas, el diádoco dijo:

—No, es una niña, ¡se lo tengo que decir a Mataxas, el primer ministro! A tus padres también, ya sabes que están esperando abajo. Y el alcalde, Mercatis, el jefe de la Casa, el ministro de Justicia, Tabacopoulos, y hasta mi hermano el rey se han acercado para brindar con champán sobre todo por ti, agapi mou.

Federica hizo un amago de puchero con su carita arrugada de mono sabio al pensar en sus padres y la pequeña multitud que aguardaba en el piso bajo, ¡todo lo que le apartaba de su Palo le resultaba molesto!, y cogió a su marido por la chaqueta pidiéndole con voz desamparada:

—Espera, no te vayas todavía. Tú querías un chico.

La comadrona secó a la niña y se la entregó a su padre ya fajada y adornada de encajes, no sin hacer una inclinación reverencial con la cabeza, la primera que iba a recibir la recién nacida:

—La basilisa [princesa], alteza.

Palo la subió en alto para ver cómo manoteaba un cachorrillo de ser humano intentando quitarse aquellos perifollos innecesarios que tan molestos le resultaban:

—¿Que yo quería un chico? Freddy, estoy muy contento con esta niña, ¡ojalá se parezca a ti y su vida sea tan venturosa como la nuestra!

Por un momento la carita de Freddy perdió su aire de chicuelo, dudó, carraspeó y al final, con encantadora dignidad y un vibrato cristalino, pronunció sus primeras palabras en griego:

—Te???????t?? [Dios te oiga].

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