Read La Soledad de los números primos Online
Authors: Paolo Giordano
Poco a poco los colores se apagaron y del fondo fue emergiendo el azul claro de la mañana, invadiendo primero el mar y luego el cielo.
Mattia se sopló las manos, que el viento salobre había entumecido, y se las metió en los bolsillos de la chaqueta. En el derecho había algo. Lo sacó: era un papel doblado en cuatro. El número de Nadia. Leyó la secuencia de cifras y sonrió.
Esperó a que se extinguiera el último fulgor violeta del horizonte y, entre la neblina que se disipaba, se encaminó a casa.
A sus padres les gustaría aquel amanecer. Quizá algún día los trajera a verlo, y luego pasearían hasta el puerto y desayunarían sándwiches de salmón. Él les explicaría el fenómeno y cómo las infinitas longitudes de onda se funden para formar la luz blanca; les hablaría de espectros de absorción y de emisión y ellos aprobarían sin comprender.
El aire frío de la mañana le entraba por la chaqueta pero no quiso cerrársela bien; olía a limpio. Lo esperaba una ducha, una taza de té caliente y un día como cualquier otro, y no necesitaba más.
Aquella misma mañana, horas más tarde, Alice levantó las persianas; el tableteo de los listones de plástico enrollándose en la polea la reconfortó. Fuera lucía el sol, ya alto.
Tomó un disco de los apilados junto al equipo musical, uno cualquiera. Sólo quería un poco de música que limpiara la atmósfera. Subió el volumen hasta la primera marca roja del mando. Fabio se habría puesto hecho una furia. Sonriente, pensó cómo habría gritado su nombre, bien fuerte para hacerse oír por encima de la música y arrastrando la
i
con el mentón adelantado.
Quitó las sábanas y las lanzó a un rincón. Del armario sacó otras limpias. Vio cómo se abombaban y se posaban ondulando levemente. Damien Rice entonó con voz algo quebrada: «
Oh coz nothing is lost, it’s just frozen in frost
.»
Se dio una ducha con calma; estuvo un buen rato quieta bajo el chorro, con la cara levantada. Luego se vistió y se maquilló mejillas y párpados, muy poco, casi no se le notaba.
Cuando estuvo lista, el disco había terminado hacía rato sin que ella se diera cuenta. Salió de casa y cogió el coche. A una manzana de la tienda tomó otra dirección. Llegaría un poco tarde, pero no importaba.
Fue al parque, donde Mattia le había contado todo. Aparcó en el mismo sitio y apagó el motor. Le pareció que nada había cambiado. Lo recordaba todo tal cual estaba, menos una valla de madera que ahora cercaba el césped.
Bajó del coche y se encaminó a la arboleda. La hierba crujía bajo sus pies, aún fría, y las ramas estaban cargadas de hojas nuevas. Sentados en el banco, el mismo en que tanto tiempo atrás se sentara Michela, había unos chicos; sobre la mesa, una torre hecha con latas. Los chicos hablaban en voz alta y uno de ellos gesticulaba imitando a alguien.
Alice se acercó prestando oído a lo que decían, y sin que repararan en ella pasó de largo en dirección al río. Desde que los del ayuntamiento habían decidido tener la presa abierta todo el año ya casi no corría agua por allí. La corriente languidecía formando alargados remansos de agua inmóvil, como olvidada. Los domingos de buen tiempo la gente traía tumbonas y tomaba el sol en el cauce. El lecho era de cantos blancos y arena fina y amarilla. En las orillas crecía una hierba alta que a Alice le llegaba más arriba de la rodilla.
Bajó al río pisando con cuidado para que el terreno no cediese. Cruzó el cauce hasta llegar al agua. Veía enfrente el puente y al fondo la cordillera alpina, que en días despejados como ése parecía a tiro de piedra; sólo las cumbres más altas estaban aún nevadas.
Alice se tumbó, para alivio de la pierna coja. Las piedras más grandes se le hincaron en la espalda, pero no le importó. Cerró los ojos y trató de imaginar que el agua la rodeaba y la cubría. Pensó en Michela: cómo se metía en el río y su cara redonda, que había visto en los periódicos, se reflejaba en las aguas plateadas; cómo se adentraba en la corriente sin que nadie la viera y las ropas mojadas y frías la arrastraban al fondo y sus cabellos flotaban como algas negras; cómo agitaba desesperadamente los brazos y tragaba borbotones de aquel líquido frío en que se hundía más y más.
Y se imaginó también cómo al poco sus movimientos se volvían más sinuosos, su bracear más amplio y armónico; cómo sus pies, tiesos como aletas, se movían a la vez y su cabeza se volvía hacia la superficie, por donde aún se filtraba un poco de luz; cómo salía a flote y respiraba y, nadando con la corriente, se dirigía a un lugar nuevo, toda la noche, y finalmente llegaba al mar.
Abrió los ojos; allí seguía el cielo azul, límpido e inmenso, sin una sola nube.
Mattia estaba lejos. Fabio estaba lejos. El agua corría con un murmullo quedo, soñoliento.
Se vio de nuevo tendida en aquel barranco, en la nieve, en medio de un silencio perfecto. Tampoco ahora nadie sabía dónde estaba; tampoco ahora vendrían por ella. Tampoco ella lo esperaba ya.
Sonrió al cielo terso. Con un poco de esfuerzo podría levantarse sola.
Este libro no existiría sin Raffaella Lops.
Doy las gracias a, en orden aleatorio, Antonio Franchini, Joy Terekiev, Mario Desiati, Giulia Ichino, Laura Cerutti, Cecilia Giordano, mis padres, Giorgia Mila, Roberto Castello, Emiliano Ámato, Pietro Grossi y Nella Re Rebaudengo. Cada cual sabe por qué.