Read La Soledad de los números primos Online
Authors: Paolo Giordano
Lo atrajo hacia sí y le puso la cabeza entre el cuello y el hombro. Un día, cuando aún no estaban casados, él le había dicho que aquel hueco era perfecto para su cabeza, que estaba hecha para descansar allí.
¿Tú qué dices?, le preguntó Fabio, con la voz ahogada en la almohada. Alice lo estrechó más fuerte, sin poder contestar: se había quedado sin habla.
Lo había oído cerrar el cajón donde tenían los preservativos y había doblado otro poco la rodilla derecha, para dejarle espacio. Se estuvo todo el rato con los ojos abiertos y acariciándole el pelo acompasadamente.
Guardaba aquel secreto desde que iba al instituto, aunque nunca le había ocupado el pensamiento más que un momento. Lo tenía apartado como algo en lo que ya pensaría algún día. Y esa noche se le presentó de pronto como un abismo abierto en el techo negro del cuarto, monstruoso e incontenible. Quiso decirle a Fabio que parase un momento, que tenía que decirle algo, pero él se movía tan lleno de confianza que no se atrevió, aparte de que tampoco lo habría entendido.
Fue la primera vez que eyaculaba dentro de ella, y al sentirlo pensó que aquel viscoso líquido cargado de promesas que se depositaba en su cuerpo seco se secaría también sin dar fruto.
No quería hijos, o quizá sí; nunca se lo había planteado, no pensaba en eso. No menstruaba más o menos desde la última vez que se había comido un pastel de chocolate entero. Pero ahora Fabio quería un hijo y ella debía dárselo; debía dárselo porque él consentía en hacer el amor con la luz apagada, desde la primera vez que lo hicieron en su casa; porque cuando acababa y descansaba, sin decir nada, sólo respirando, ella sentía que el peso de aquel cuerpo conjuraba todos sus miedos; porque, aunque no lo amaba, él amaba por los dos y eso los salvaba.
Desde aquella noche el sexo tuvo otro sentido, un fin concreto, que pronto los llevó a descartar cuanto no fuera estrictamente necesario.
Pero transcurrieron semanas, meses, y nada ocurría. Fabio acudió a un especialista y resultó que, hecho el cómputo de espermatozoides, era apto. Esa noche, abrazándola estrechamente, se lo dijo a Alice, y al punto añadió que no se preocupara, que tampoco era culpa suya. Ella se apartó y corrió a llorar al cuarto de al lado. Fabio se odió porque en realidad pensaba, o mejor, sabía que la culpa era de ella.
Alice empezó a sentirse espiada. Llevaba una cuenta falsa de los días, hacía marcas en la agenda del teléfono, compraba compresas y las tiraba sin usar, los días adecuados rechazaba a Fabio diciéndole que no se podía.
A escondidas, él llevaba la misma cuenta. El secreto de Alice se interponía entre ellos como un muro transparente que los alejaba cada vez más. Siempre que Fabio mentaba médicos, tratamientos o la causa del problema, el semblante de Alice se ensombrecía y ya podía él estar seguro de que a las pocas horas lo esperaba una riña por cualquier pretexto que ella inventara, tonterías siempre.
El cansancio acabó venciéndolos. Dejaron de hablar del tema y, junto con las palabras, también la práctica del sexo se espació, hasta quedar reducida a un cansino rito de viernes por la noche. Los dos se duchaban antes y después, por turno. Cuando Fabio volvía del baño, con la cara brillante aún de jabón y ropa interior limpia, Alice, que entretanto se había puesto la camiseta, le preguntaba si ya podía ducharse. Y cuando a su vez regresaba a la habitación, lo encontraba dormido, o al menos con los ojos cerrados, tendido de costado y ocupando estrictamente su lado de la cama.
Aquel viernes no fue distinto, por lo menos al principio. Alice se fue a la cama a la una pasada, después de estar toda la tarde en el cuarto oscuro que Fabio había habilitado en su despacho como regalo por el tercer aniversario de casados. Él bajó la revista que estaba leyendo y se quedó mirando los pies descalzos de ella, que se adherían al parquet.
Alice se deslizó entre las sábanas y lo abrazó. Fabio dejó la revista en el suelo y apagó la luz de la mesita. Procuraba que aquello no se convirtiera en una rutina, un sacrificio debido, aunque la verdad resultaba clara para ambos.
Ejecutaron una serie de actos que el tiempo había consolidado y lo simplificaban todo, hasta que Fabio, ayudándose de los dedos, la penetró.
A Alice le pareció que sollozaba, aunque no estaba segura porque, para evitar el contacto con su cara, tenía la cabeza ladeada; pero notó que se movía de otra manera, que embestía con más fuerza y frenesí del habitual; que de pronto paraba, respiraba fuerte, proseguía, como dividido entre el deseo de penetrar más hondo y el impulso de escapar, de ella y del cuarto; y en un momento dado lo oyó sorberse.
Cuando acabó, Fabio se retiró enseguida, bajó de la cama y, sin encender la luz siquiera, fue al baño.
Tardó más de lo habitual. Alice se desplazó al centro de la cama, donde las sábanas estaban aún frescas, se puso la mano en el vientre, en el que nada sucedía, y pensó que por primera vez no podía culpar a nadie, que todos aquellos fallos eran sólo suyos.
Fabio regresó a la habitación a oscuras y se tumbó dándole la espalda. Le tocaba ducharse a ella, pero no se movió. Sentía que iba a ocurrir algo, estaba en el aire.
Aún un minuto, quizá dos, tardó él en hablar.
—Ali.
—¿Sí?
Él calló un momento antes de decir en voz baja:
—Yo así no puedo más.
Alice sintió que las palabras se le agarraban al vientre como plantas trepadoras brotadas repentinamente en la cama. No contestó. Dejó que él continuara.
—Sé lo que pasa. —Su voz era más clara, resonaba en el cuarto con un eco metálico—. Tú no quieres que me meta, ni siquiera que hable, pero… —Se interrumpió.
Alice, cuyos ojos se habían habituado a la oscuridad, podía distinguir la forma de los muebles —la butaca, el armario, la cómoda con espejo, en el cual nada se reflejaba— y los sentía como una presencia quieta y opresiva.
Recordó la habitación de sus padres y pensó que se parecía a la suya, que todos los dormitorios del mundo se parecían. Y se preguntó qué temía más, si perderlo a él o perder todas aquellas cosas: las cortinas, los cuadros, la alfombra, toda la seguridad bien doblada en los cajones.
—Esta noche apenas has comido un par de calabacines —prosiguió Fabio.
—No tenía hambre —replicó ella casi automáticamente. Y pensó: Era eso.
—Y ayer igual. La carne ni la probaste. La hiciste trocitos y la escondiste bajo el mantel. ¿O es que crees que soy idiota?
Alice se agarró a las sábanas. ¿Cómo había podido creer que él no se daría cuenta? Y pensó en los cientos, los miles de veces que había escondido comida delante de su marido, y se preguntó con rabia qué habría pensado él.
—Y supongo que también sabrás lo que comí o dejé de comer anoche, y anteanoche.
—Explícame qué pasa —repuso él, en voz más alta esta vez—. Dime por qué te repugna tanto la comida.
Ella pensó en su padre cuando tomaba sopa, para lo cual inclinaba la cabeza sobre el plato y sorbía de la cuchara ruidosamente, en lugar de metérsela en la boca como todo el mundo; pensó con asco en la papilla que le veía masticar a su marido siempre que cenaba sentada enfrente; pensó en el caramelo de Viola, lleno de pelos pegados y con un sabor a fresa sintético; y pensó por último en sí misma, mirándose en el gran espejo de su antigua casa sin camiseta, y en la cicatriz de aquella pierna inútil, excrecencia del tronco, y en el frágil equilibrio de su silueta, y en la sombra sutil que las costillas proyectaban sobre el vientre y que ella estaba dispuesta a defender a toda costa.
—¿Qué quieres, que empiece a atracarme, que me deforme para tener a tu hijo? —Habló como si el hijo ya existiera en algún lugar del universo. Y dijo «tu» con toda intención—. Si tanto te importa puedo someterme a un tratamiento, tomar hormonas, medicinas, las porquerías que hagan falta para que tengas un hijo. Así dejarás de espiarme.
—La cuestión no es ésa —repuso Fabio, que de pronto había recuperado toda su irritante seguridad.
Alice se desplazó al borde de la cama para alejarse de aquel cuerpo amenazante. Él se giró boca arriba; tenía los ojos abiertos y la cara contraída, como si tratara de ver algo en la oscuridad.
—Ah, ¿no?
—Tendrías que pensar en todos los riesgos, especialmente en tu estado.
En tu estado, se repitió mentalmente Alice. Y quiso doblar la pierna coja para demostrarse a sí misma que la dominaba, aunque apenas pudo moverla.
—Pobre Fabio, con una mujer coja y… —No llegó a concluir. La última palabra, que ya vibraba en el aire, se le atragantó.
—Una parte del cerebro —dijo él, pasando por alto el comentario y como si una explicación científica pudiera volverlo todo más sencillo—, el hipotálamo, controla el índice de masa grasa presente en el organismo. Si este índice cae a niveles muy bajos, la producción de gonadotropina cesa. El mecanismo se bloquea y las menstruaciones desaparecen. Pero esto es sólo el primer síntoma. Ocurren otras cosas más graves. La densidad de minerales en los huesos disminuye y sobreviene osteoporosis. Los huesos se desmenuzan como hojaldre.
Habló como médico, exponiendo causas y efectos en tono monótono, y como si conocer el nombre de un mal equivaliera a curarlo. Alice pensó que sus huesos ya se habían desmenuzado una vez y que todo aquello no le interesaba.
—Basta con elevar ese índice para que todo vuelva a ser normal —concluyó Fabio—. Es un proceso lento, pero aún estamos a tiempo.
Alice se había incorporado y se apoyaba en los codos. Quería irse de allí.
—Pues qué bien. Seguro que lo tenías preparado hace tiempo. Es la solución, ni más ni menos.
También Fabio se había sentado. Le cogió un brazo, pero ella se desasió. Él la miró a los ojos, en la penumbra.
—Ya no es sólo problema tuyo.
Alice negó con la cabeza y replicó:
—Pues sí, porque a lo mejor eso es lo que quiero, ¿no lo habías pensado? Que mis huesos se desmenucen, que se me bloquee el mecanismo, como tú dices.
Fabio soltó tal manotazo en la cama que ella se sobresaltó.
—¿Y ahora qué piensas hacer, eh? —lo provocó más.
Fabio dio un bufido con violencia, la misma violencia que le tensó los brazos.
—Tú no eres más que una egoísta, una egoísta y una mimada.
Se dejó caer en la cama y de nuevo le dio la espalda. Los objetos parecieron retornar de pronto a su sitio en la oscuridad. Se hizo el silencio, aunque un silencio impreciso en el que se oía un débil zumbido, como el runrún de las viejas películas de cine. Alice aguzó el oído para averiguar qué era. Vio entonces que su marido daba leves sacudidas y comprendió: eran sus sollozos reprimidos, que semejaban una vibración rítmica de la cama. Aquel cuerpo clamaba por que ella tendiera la mano y lo tocara, le acariciara el cuello y el pelo. Pero Alice no hizo nada de eso, sino que bajó de la cama y se fue al baño dando un portazo.
Después de comer, Alberto y Mattia bajaron al subsuelo, donde siempre era la misma hora y el paso del tiempo se medía por la pesadez de los ojos, llenos de la luz blanca de los fluorescentes del techo. Entraron en un aula vacía y Alberto se sentó en la cátedra. Estaba macizo, no gordo, aunque Mattia tenía la impresión de que su cuerpo se hallaba en constante expansión.
—Desembucha, y empieza por el principio.
Mattia cogió una tiza y la partió por la mitad. Una partícula blanca fue a depositársele en la punta de uno de los zapatos de piel, los que había calzado el día que se doctoró.
—Consideremos el caso en dos dimensiones —dijo.
Y empezó a escribir con su bella letra. Comenzó en la esquina superior izquierda y llenó las dos primeras pizarras; en la tercera apuntaba los resultados que más adelante necesitaría. Aparentaba haber hecho aquella operación cien veces, pero en realidad era la primera. A ratos se volvía a mirar a Alberto, que asentía serio, esforzándose por seguirlo.
Mattia terminó al cabo de más de media hora, recuadró el resultado final y escribió al lado Q.E.D., como hacía de estudiante. La tiza le había secado la mano, pero él no se dio ni cuenta; las piernas le temblaban un poco.
Se quedaron contemplando aquello un rato. Luego, Alberto dio una palmada que resonó como el restallar de un látigo y saltó de la cátedra, con lo que casi se cayó, pues de tenerlas tanto tiempo colgando las piernas se le habían dormido. Le puso la mano en el hombro —Mattia la notó a la vez pesada y tranquilizadora— y le dijo:
—Esta noche cenas en mi casa, y nada de peros; esto hay que celebrarlo.
Mattia sonrió un poco.
—Bueno.
Borraron la pizarra, procurando que no quedara ni rastro de lo escrito. En realidad, tampoco lo habría entendido nadie, pero celaban aquel resultado como si fuera un valiosísimo secreto.
Salieron del aula y Mattia apagó las luces. Luego subieron la escalera uno detrás del otro, cada cual saboreando a solas la modesta gloria de aquel momento.
Alberto vivía en una zona residencial idéntica a la de Mattia, sólo que en la otra punta de la ciudad. Mattia hizo el trayecto en un autobús casi vacío, con la frente apoyada en el cristal. Lo aliviaba el contacto de aquella superficie fría, que le recordó la venda que su madre le ponía a Michela en la cabeza cuando por las noches le daba el ataque y empezaba a temblar y rechinar los dientes; era un simple pañuelo humedecido, pero bastaba para calmarla. Ella quería que se lo pusieran también al hermano y con los ojos se lo pedía a su madre; él se tumbaba entonces en la cama y allí se quedaba hasta que su hermana dejaba de retorcerse.
Se había puesto chaqueta negra y camisa, iba duchado y afeitado. En una licorería donde nunca había entrado compró una botella de vino tinto, que eligió por su elegante etiqueta. La dependienta la envolvió en papel de seda y se la entregó en una bolsa plateada.
Bolsa que ahora hacía oscilar adelante y atrás, mientras esperaba a que le abrieran. Con el pie colocó la esterilla de modo que su perímetro coincidiese exactamente con las rayas del suelo.
Acudió a abrir la mujer de Alberto que, sin hacer caso de su mano tendida ni de la botella, lo atrajo, le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído:
—No sé lo que habréis hecho, pero nunca había visto a Alberto tan contento. Pasa.
Mattia se aguantó las ganas de frotarse la oreja contra el hombro.
—¡Albi! —gritó ella hacia otro cuarto, o hacia el piso de arriba—, es Mattia.