Read La Soledad de los números primos Online
Authors: Paolo Giordano
En aquella calleja, Denis tocó su fondo, o más bien chocó con él de bruces, como quien se zambulle en aguas poco profundas. Desde aquel día no volvió al local y se encerró con mayor obstinación en la negación de su ser.
Cursando el tercer año de universidad hizo un viaje de estudios a España. Allí, lejos del mirar inquisitivo de la familia, los amigos, la gente que lo conocía por la calle, halló el amor. Se llamaba Valerio y como él era italiano, y como él era joven y estaba asustadísimo. Los meses que pasaron juntos en un pisito cercano a las Ramblas de Barcelona, rápidos e intensos, terminaron por hacerle olvidar todo aquel sufrimiento, como una noche despejada hace olvidar los días de lluvia torrencial que la han precedido.
De regreso en Italia no volvieron a verse, pero Denis no sufrió. Con una confianza que ya nunca lo abandonaría, se embarcó en nuevas aventuras que parecían haberlo esperado todo el tiempo en ordenada fila al doblar cada esquina. De los viejos amigos no conservó más que a Mattia. Seguían en contacto, sobre todo por teléfono, y eran capaces de estarse en silencio minutos enteros, absorto cada cual en sus pensamientos, oyendo al otro lado de la línea el respirar rítmico y tranquilizador del amigo.
Cuando aquel día sonó el teléfono, Denis estaba lavándose los dientes. En su casa no solía sonar más de dos veces, lo que tardaban en llegar al aparato más cercano desde cualquier punto de la casa.
Su madre le gritó que era para él. Denis no se apresuró a responder; se enjuagó bien la boca, se secó con la toalla, se miró un momento los incisivos superiores, que últimamente tenía la impresión de que se estaban montando, debido sin duda a las pujantes muelas del juicio.
—¿Sí?
—Hola. —Mattia casi nunca se identificaba; sabía que su amigo conocía perfectamente su voz y le molestaba pronunciar su nombre.
—Hombre, doctor, ¿qué tal? —dijo Denis con efusión. No se había tomado a mal lo de la tesis. Había aprendido a respetar el abismo que Mattia se había excavado alrededor. Años atrás quiso saltarlo y se había despeñado. Ahora se conformaba con sentarse en el borde y dejar colgar las piernas. La voz de Mattia no le producía ya vuelcos de corazón, aunque lo tenía y lo tendría siempre presente como el único punto de comparación con todo lo que había venido después.
—¿Te molesto? —preguntó Mattia.
—No. ¿Y yo a ti? —replicó Denis con burla.
—El que llama soy yo.
—Por eso, dime; por tu voz diría que pasa algo.
Mattia guardó silencio. Lo tenía en la punta de la lengua.
—Bueno, ¿qué? ¿Me lo dices o no?
Denis lo oyó dar un fuerte suspiro y tuvo la impresión de que le costaba respirar. Cogió un bolígrafo que había junto al teléfono y empezó a juguetear con él, hasta que se le cayó; no se agachó a recogerlo. Mattia seguía callado.
—¿Tendré que preguntarte? Pues veamos…
—Me ofrecen trabajo en el extranjero —dijo por fin Mattia—, en una universidad importante.
—¡¿Qué me dices?! —repuso Denis, aunque nada sorprendido—. Caramba, suena muy bien. ¿Y piensas aceptar?
—No lo sé. ¿Tú qué dices?
Denis simuló una carcajada.
—¿Y me lo preguntas a mí, que ni siquiera acabé la carrera? Yo aceptaría sin vacilar. Cambiar de aires está muy bien. —Además, quiso añadir, ¿aquí qué te retiene?, pero se abstuvo.
—Es que el otro día ocurrió algo… el día que me doctoré…
—¿Algo?
—Con Alice…
—¿Qué fue?
Mattia dudó un momento y al cabo se oyó decir:
—En fin, que nos besamos.
Denis oprimió el aparato con una reacción que lo sorprendió. No eran celos, sería absurdo tenerlos a esas alturas, pero aquello le trajo ciertos recuerdos que creía sepultados en el olvido: Mattia y Alice entrando en la cocina de Viola cogidos de la mano, Giulia Mirandi metiéndole la lengua en la boca como si le introdujera un estropajo. Afectando contento exclamó:
—¡Sí señor, ya era hora!
—Ya.
Hubo un silencio durante el cual ambos tuvieron ganas de colgar. No sin esfuerzo, Denis dijo:
—Y por eso estás que no sabes qué hacer.
—Pues sí.
—Pero ahora ella y tú sois… ¿cómo decirlo…?
—Nada, no hemos vuelto a vernos…
—Ah.
Denis pasó la uña del dedo por el cable enrollado del teléfono. Mattia hizo lo mismo y pensó como siempre en una hélice de ADN a la que faltara la pareja.
—Piensa que a lo tuyo puedes dedicarte en cualquier sitio —dijo Denis—, ¿o no?
—Sí.
—En cambio, Alice sólo está aquí.
—Sí.
—Pues ya lo tienes claro. —Denis notó que su amigo empezaba a respirar de manera más ligera y regular.
—Gracias.
—De nada.
Mattia colgó. Denis se quedó unos segundos con el auricular al oído, como escuchando el silencio. Sintió que algo acababa de apagarse en su interior, como al final se apaga un ascua cubierta de ceniza.
He dicho lo que debía, pensó.
Por fin empezó a sonar el tono de ocupado. Denis colgó y volvió al baño, a mirarse aquellas malditas muelas del juicio.
—
¿Qué pasa, mi amorcito?
—preguntó Soledad a Alice, ladeando un poco la cabeza para cruzar su mirada. Desde que Fernanda estaba ingresada comía con ellos, porque estar solos los dos, padre e hija, frente a frente, les resultaba insoportable.
El padre había tomado la costumbre de no cambiarse de ropa al volver del trabajo, y cenaba con chaqueta y corbata, que se aflojaba un poco, como si estuviera de paso. Mientras cenaba leía un periódico y sólo a ratos levantaba la vista, para ver si la hija tomaba al menos algún bocado.
Comer en silencio era ya norma y sólo molestaba a Sol, que se acordaba siempre de los bulliciosos almuerzos de su casa, cuando era una niña y no se imaginaba que le esperaba aquel futuro.
Alice, que ni siquiera había mirado la chuleta y la ensalada que tenía en el plato y sólo bebía agua, a traguitos y mirando el vaso que se llevaba a los labios con los ojos bizcos, seria como si tomara un medicamento, se encogió de hombros y dirigió a Sol una fugaz sonrisa.
—Nada, que no tengo hambre —contestó por fin.
Su padre volvió la página nerviosamente, y antes de posar de nuevo el periódico en la mesa lo sacudió con ímpetu y echó un vistazo al plato intacto de la hija, aunque nada dijo, empezó a leer, desde la mitad y sin entender de qué iba, el primer artículo que cayó bajo sus ojos.
—Sol —añadió Alice.
—¿Sí?
—¿Cómo te conquistó tu marido? La primera vez, digo. ¿Qué hizo?
Soledad dejó de masticar un momento y luego prosiguió más lentamente, para tomarse su tiempo. Lo primero que le vino a la memoria no fue el día que conoció a su marido, sino la mañana en que se levantó tarde y, descalza, lo buscó por toda la casa. Con los años todos los recuerdos de su vida conyugal se habían concentrado en aquellos pocos instantes, como si el tiempo compartido con su marido no hubiera sido sino el preludio del fin. Recordó que aquella mañana se había quedado mirando los platos sin fregar de la noche anterior y los cojines en desorden del sofá. Todo estaba exactamente como lo habían dejado y se oían los mismos ruidos de siempre. Sin embargo, algo había en la disposición de los objetos, en el modo como la luz incidía en ellos, que la dejó clavada en medio del salón, con el alma en vilo. Y de pronto supo, con una claridad abrumadora, que él se había ido.
Dio un suspiro de afectada nostalgia y contestó:
—Todos los días me recogía en el trabajo y me llevaba a casa en bicicleta. Y me regaló unos zapatos.
—¿Unos zapatos?
—Sí, blancos, de tacón alto. —Sonrió y con los dedos indicó la longitud del tacón—. Preciosos.
El padre de Alice soltó un resoplido y se rebulló en la silla, censurando tácitamente aquel tema de conversación. Alice se imaginó al marido de Soledad saliendo de la zapatería con la caja bajo el brazo. Lo conocía por la foto que ella tenía colgada sobre la cabecera de su cama, en cuyo cáncamo había insertada una ramita de olivo.
Así distrajo un momento su pensamiento, aunque no tardó en ocuparlo de nuevo Mattia, para no dejarlo ya; había pasado una semana y seguía sin llamarla.
Pues iré ahora mismo, se dijo.
Pinchó y comió un poco de ensalada —el vinagre le escoció en los labios—, para que su padre viera que se alimentaba, y aún masticando se levantó de la mesa y dijo:
—Tengo que irme.
Enarcando las cejas, su padre repuso:
—¿Y se puede saber adónde, a estas horas?
—A donde yo quiera —contestó desafiante Alice; pero bajando el tono aclaró—: A casa de una amiga.
Él movió la cabeza, dando a entender que le daba igual. Por un instante Alice lo compadeció, viéndolo allí tan solo con su periódico, y tuvo el impulso de darle un abrazo y contárselo todo y pedirle consejo, pero al instante la misma idea la sobrecogió. Dio media vuelta y se dirigió resueltamente al baño.
Su padre dejó el periódico y se frotó los párpados cansados. Sol se recreó otro ratito con el recuerdo de los zapatos de tacón alto, tras lo cual lo relegó de nuevo al olvido y se levantó para quitar la mesa.
De camino a casa de su amigo, Alice puso la música alta, pero si al llegar le hubieran preguntado qué escuchaba no habría sabido decirlo. De pronto estaba furiosa; sabía que iba a estropearlo todo, pero también que no había remedio. Al levantarse hacía un rato de la mesa había superado el invisible límite más allá del cual las cosas ocurren por sí solas. Lo mismo le había pasado cuando el accidente de esquí, en que bastó que desplazara hacia delante el centro de gravedad unos milímetros para acabar cayendo de cabeza en la nieve.
A casa de Mattia sólo había ido una vez y no pasó de la sala de estar. Aquel día, mientras Mattia subía a mudarse a su habitación, cambió con la madre unas embarazosas palabras. La señora Adele, sentada en el sofá, la miraba con un aire inquieto, casi alarmado, como si el pelo le ardiera o algo parecido, y ni siquiera atinó a invitarla a tomar asiento.
Alice tocó el timbre de los Balossino-Corvoli hasta que el piloto rojo se encendió, como dando el último aviso. El interfono crepitó un instante y la voz de la madre de Mattia contestó, asustada:
—¿Quién es?
—Soy Alice. Perdone la hora, pero… ¿está Mattia?
Al otro lado hubo un silencio nervioso. Alice tuvo la desagradable impresión de ser observada por el objetivo del interfono y se echó todo el pelo por el hombro. La puerta se abrió con un chasquido eléctrico y Alice, antes de entrar, lo agradeció sonriendo a la cámara.
En el vacío vestíbulo del edificio sus pasos resonaron con ritmo de latir cardíaco. La pierna coja parecía más muerta que nunca, como si el corazón se hubiera olvidado de irrigarla.
La puerta del piso estaba entornada, pero no había nadie esperándola. Alice pidió permiso y entró. Mattia salió del salón, se detuvo a no menos de tres pasos de ella y sin mover un miembro le dijo:
—Hola.
—Hola.
Siguieron quietos, examinándose, como dos perfectos desconocidos. Mattia, que calzaba pantuflas, había montado el dedo gordo del pie sobre el vecino y los oprimía entre sí y contra el suelo como si quisiera aplastarlos.
—Perdona si…
—Pasa —dijo Mattia con voz mecánica.
Alice quiso cerrar la puerta pero la palma sudada le resbaló por el pomo de latón. Sonó un portazo que hizo retemblar las maderas y Mattia tuvo un arranque de impaciencia.
¿A qué ha venido?, se preguntó.
Tuvo la sensación de que la Alice sobre la que acababa de hablar a Denis no era la misma que ahora se presentaba en su casa sin avisar. Era una idea absurda y quiso conjurarla, pero no logró superar aquella sensación de fastidio.
Se le ocurrió una palabra: acorralado. Y recordó cuando su padre lo derribaba sobre la alfombra y, aprisionándolo entre sus brazos enormes, le hacía cosquillas en la barriga y las costillas; él se desternillaba hasta enrojecer.
Alice lo siguió al salón. Los padres de Mattia esperaban en pie, formando un pequeño comité de bienvenida.
—Buenas —los saludó ella, encogiéndose de hombros.
—Hola, Alice —contestó Adele, aunque sin moverse del sitio.
Pietro, en cambio, cosa inesperada, se acercó y le acarició el pelo:
—Cada vez estás más guapa. ¿Qué tal tu madre?
Adele, que esbozaba una sonrisa fija, se mordió los labios lamentando no haberlo preguntado antes ella.
Alice se sonrojó, pero no queriendo parecer melodramática contestó:
—Como siempre, ahí sigue.
—Deséale lo mejor de nuestra parte —dijo Pietro.
Y los cuatro se quedaron mudos. El padre de Mattia miraba a Alice como si fuese transparente, y ella trató de disimular su cojera equilibrando el peso sobre las dos piernas. De pronto tomó conciencia de que su madre no conocería ya a los padres de Mattia y lo sintió, pero aún sintió más ser la única en darse cuenta.
—Id arriba si queréis —dijo al final Pietro.
Alice sonrió a Adele, inclinó la cabeza ante Pietro y salió del salón. Mattia se había adelantado y llegó antes a su cuarto.
—¿Cierro? —preguntó ella al entrar, sintiendo que el valor la abandonaba de pronto.
—Hum.
Mattia se sentó en la cama y cruzó las manos sobre las rodillas. Alice paseó la mirada por la reducida habitación. Los objetos aparentaban no haber sido tocados nunca, parecían pulcramente expuestos en el escaparate de una tienda. No había nada superfluo, ni fotos en las paredes ni muñecos infantiles conservados como fetiches, nada que transmitiese esa sensación de familiaridad y cariño que suelen tener las habitaciones de los adolescentes. Alice, que tenía la cabeza y el cuerpo hechos un lío, se sintió fuera de lugar. Sin pensarlo realmente, dijo:
—Un cuarto muy bonito.
—Gracias.
Sobre sus cabezas flotaba una gran burbuja llena de cosas que tendrían que decirse y los dos miraban al suelo para no verla.
Apoyándose contra el armario y deslizándose por él, Alice se sentó en el suelo, la pierna sana flexionada sobre el pecho. Procuró sonreír.
—Bueno, ¿qué se siente al ser doctor?
Mattia encogió los hombros y esbozó una media sonrisa.
—Nada especial.
—Nunca estás satisfecho, ¿eh?
—Eso parece.
Alice emitió un murmullo afectuoso y pensó que no había razón alguna para sentirse violentos, aunque de hecho lo estaban, de una manera invencible.