La Soledad de los números primos (13 page)

BOOK: La Soledad de los números primos
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Pensó que era guapo, guapo como debe serlo un joven. Enfocó su cara. Él sonrió sin embarazo alguno, sin alzar la cabeza como hacen muchos ante el objetivo. Apretó el disparador, sonó un clic.

23

Mattia volvió al despacho de Niccoli a la semana de la primera entrevista. El profesor lo reconoció por el modo de llamar a la puerta y ya eso lo irritó sobremanera. Al verlo aparecer dio un profundo resoplido, dispuesto a montar en cólera no bien le dijera que había cosas que no entendía o pidiera que le explicara esta o aquella ecuación. Si me muestro lo bastante severo, se dijo, lo mismo me lo quito de encima.

Mattia pidió permiso y, sin mirarlo a la cara, dejó sobre la mesa los folios del artículo que le había encargado que estudiara. Cuando Niccoli los cogió, cayeron unas hojas sueltas, numeradas y escritas con buena letra, que el muchacho adjuntaba a las grapadas. Las reunió y las hojeó un momento: allí estaban las ecuaciones del artículo, cabalmente desarrolladas y con sendas referencias al texto. No tuvo necesidad de examinarlas a fondo para comprender que eran correctas: ya el orden de las páginas lo demostraba.

Sintió cierta frustración al no poder desahogar la cólera que incubaba, como cuando uno quiere estornudar y no puede. Estudió con mayor detenimiento el trabajo, cabeceando con aprobación. No pudo evitar un acceso de envidia, pues aquel muchacho que tan poco apto parecía para la vida, estaba sin duda más dotado para aquella materia que él mismo.

Al final dijo, aunque más para sí mismo y sin intención real de felicitarlo:

—Muy bien. —Y añadió en tono enfáticamente tedioso—: En los últimos párrafos se plantea cierto problema sobre los momentos de la zeta que…

—Sí —lo interrumpió Mattia—, y creo que lo he resuelto.

Niccoli lo miró primero con incredulidad y luego con franco desdén.

—Ah, ¿sí?

—Vea la última página que adjunto.

El profesor se humedeció el índice, pasó las páginas hasta llegar a la última y leyó ceñudo la demostración de Mattia, sin entenderla muy bien ni hallar tampoco nada que objetar. Con más calma, la leyó una segunda vez, y ahora sí le pareció clara, incluso rigurosa y hasta salpicada de ciertas pedanterías diletantes. A medida que seguía el desarrollo fue distendiendo la frente y sin darse cuenta empezó a acariciarse el labio inferior, olvidado de Mattia, que había permanecido todo el tiempo en la misma postura, mirándose los pies y rogando a Dios que fuera correcto, correcto, como si el resto de su vida dependiera de aquel profesor. No imaginaba que, en efecto, así había de ser.

Niccoli dejó con cuidado los folios en la mesa y se reclinó en la silla con las manos cruzadas en la nuca, postura que debía de ser su preferida.

—Bien, enhorabuena.

La discusión de la tesis doctoral fue fijada para finales de mayo y Mattia pidió a sus padres que no asistieran. «¿Por qué?», preguntó su madre, y no llegó a decir nada más. Él negaba con la cabeza mirando por la ventana; fuera estaba oscuro y en el cristal se reflejaban los tres sentados a la mesa; así vio cómo su padre asía a su madre del brazo y con la otra mano le indicaba que lo dejara correr, y cómo su madre se levantaba de la mesa con la mano en la boca y, aunque no habían terminado de cenar, abría el grifo del fregadero para lavar los platos.

El día de la tesis, que llegó como llegan todos los días, Mattia se levantó antes de que sonara el despertador. Los fantasmas que por la noche se le habían aparecido como hojas emborronadas tardaron unos segundos en desvanecerse. En el salón no encontró a nadie; sólo había un elegante traje azul oscuro, nuevo, y una camisa rosa claro perfectamente planchada. Sobre la camisa había una nota que rezaba «Para nuestro doctor», firmada por su padre y su madre, aunque con la letra del primero. Mattia se puso el traje y salió sin mirarse en el espejo.

Presentó la tesis con voz firme y mirando por igual a todos los miembros del tribunal. Niccoli, sentado en primera fila, aprobaba ceñudo con la cabeza y lanzaba ojeadas a sus cada vez más asombrados colegas.

Cuando llegó el momento de la concesión de títulos, Mattia se puso en la fila con los demás doctorandos; eran los únicos que estaban de pie en el inmenso ámbito del aula magna. Mattia sentía las miradas del público como un hormigueo en la espalda y procuró distraerse calculando el volumen del recinto a partir de la estatura del presidente, pero el hormigueo se le extendió por el cuello y las sienes; imaginó miles de pequeños insectos penetrando por sus oídos, miles de polillas hambrientas cavando túneles en su cerebro.

La fórmula que para todos los candidatos repetía idéntica el presidente le pareció cada vez más larga, y acabó ahogándola el ruido que crecía en su cabeza, de modo que cuando le tocó a él no oyó su nombre. Sintió que se atragantaba con algo duro como un cubito de hielo. Estrechó la mano del presidente y la notó tan seca que instintivamente buscó la hebilla metálica del cinturón que no llevaba. El público se puso en pie con rumor de marea. Niccoli se acercó y le dio dos palmaditas en el hombro y la enhorabuena. No habían cesado los aplausos cuando ya Mattia salía del aula y por el pasillo se dirigía aprisa hacia la salida, olvidando pisar primero con las puntas para que sus pasos no resonaran.

Lo he conseguido, lo he conseguido, se repetía. Pero cuanto más se acercaba a la calle, más se le revolvía el estómago. En la puerta lo embistió la luz, el calor, el fragor del tráfico, y se detuvo vacilando, como temeroso de caer por los escalones de cemento. En la acera había un grupo de personas, dieciséis, según contó al primer vistazo. Muchas llevaban flores y esperaban sin duda a sus parientes. Por un instante también él deseó que lo esperase alguien. Sentía la necesidad de descansar su peso en otro cuerpo, como si de repente sus piernas no pudieran seguir soportando el contenido de su cabeza. Buscó a sus padres, a Alice, a Denis, pero sólo veía desconocidos que miraban nerviosos sus relojes, se abanicaban con folios, fumaban, hablaban en voz alta y no se daban cuenta de nada.

Miró el rollo de papiro que llevaba en la mano, en el que con bella letra cursiva se acreditaba que Mattia Balossino era doctor, profesional, adulto; que ya era hora de que se enfrentara con la vida real; que allí acababa la vía que lo había llevado ciega y sordamente de párvulos al doctorado. Sintió que se ahogaba, como si no tuviera fuerzas para inspirar hasta el fondo de los pulmones.

¿Y ahora qué?, se preguntó.

Una señora baja que llegaba acalorada le pidió paso. Él la siguió dentro, como si la mujer pudiera conducirlo a la respuesta; volvió a recorrer el pasillo en sentido contrario, subió al primer piso, entró en la biblioteca, se sentó en su sitio de siempre, junto a una ventana, dejó el documento en la silla de al lado, apoyó las manos sobre la mesa, bien abiertas, y se concentró en la respiración, que seguía faltándole. Le había pasado otras veces, pero nunca tanto tiempo seguido.

No puedes haber olvidado cómo se respira, se dijo; eso no se olvida.

Expulsó todo el aire y evitó respirar unos segundos. Al cabo abrió la boca e inspiró lo más hondo que pudo, hasta que el pecho le dolió. Esta vez sí introdujo el aire hasta el fondo de los pulmones, y se figuró las moléculas de oxígeno, blancas y redondas, esparciéndose por las arterias y remolineando en el corazón.

En aquella postura permaneció inmóvil por un tiempo indefinido, sin pensar ni darse cuenta de que los estudiantes entraban y salían, en un estado de abstracción profunda e inquieta.

Hasta que de repente apareció algo delante de sus ojos, una mancha roja que lo sobresaltó; fijó la vista y vio que era una rosa, una rosa envuelta en celofán que alguien había puesto sobre la mesa; con la mirada siguió el tallo y reconoció la mano de Alice, de uñas redondas y muy recortadas.

—Mira que eres tonto.

Mattia la miró como si fuera una alucinación. Tuvo la impresión de que volvía a la realidad desde algún lugar remoto que sólo recordaba borrosamente, y mirándola vio en su semblante una tristeza nueva, profunda.

—¿Por qué no me lo dijiste? —prosiguió ella—. Tendrías que haberme avisado. —Y, agotada, se sentó en la silla de enfrente y miró a la calle moviendo la cabeza.

—¿Cómo lo has…? —dijo Mattia.

—Por tus padres, por tus padres lo he sabido. —Se volvió de pronto para mirarlo con sus ojos azul claro echando chispas—. ¿Te parece justo?

Mattia lo pensó, luego negó con la cabeza, y en el arrugado celofán vio cómo su reflejo, abrumado y deforme, cabeceaba también.

—Siempre he pensado que significaba algo para ti, siempre… Pero tú… —No pudo continuar, tenía un nudo en la garganta.

Mattia seguía preguntándose cómo aquel momento podía haberse vuelto repentinamente tan real. Se esforzó por recordar dónde se hallaba segundos antes, sin conseguirlo.

—Tú nada… —concluyó Alice—. Nunca.

Mattia tuvo la impresión de que la cabeza se le hundía entre los hombros, de que las polillas volvían a agitarse en su cerebro.

—No tenía importancia, no quería que… —susurró.

—¡Cállate! —lo interrumpió ella. Alguien hizo chitón y en el silencio subsiguiente quedó vibrando el eco de ese sonido. Alice se fijó mejor en Mattia y se alarmó—. Pero estás pálido… ¿Te ocurre algo?

—No sé, me siento como mareado.

Ella se puso en pie, se retiró el pelo de la frente, como si conjurase malos pensamientos, e inclinándose sobre él le dio un beso en la mejilla, leve y silencioso, que al instante espantó los insectos.

—Seguro que lo has hecho muy bien, lo sé —le dijo al oído.

Mattia notó su pelo cosquillearle en el cuello, y cómo el corto espacio que los separaba se llenaba con su calor y le oprimía la piel con suavidad de algodón. Tuvo el impulso de estrecharla contra sí, pero sus manos permanecieron quietas, como dormidas.

Alice se irguió y se estiró para coger de la silla el título de doctor. Lo desenrolló y lo leyó a media voz, sonriendo.

—¡Uau! —exclamó al final—. Esto hay que celebrarlo. ¡Venga, en pie, doctor!

Y le tendió la mano. Él se la tomó, no sin vacilar. Dejó que lo sacara de la biblioteca con la misma confianza desarmada con que años antes se había dejado arrastrar al baño de chicas. Con el tiempo la proporción entre sus manos había cambiado, y ahora la suya abarcaba por entero la de Alice, como la áspera valva de una concha.

—¿Adónde vamos?

—A dar una vuelta, a que te dé el sol, que falta te hace.

Salieron a la calle y esta vez él no tuvo miedo de la luz, del tráfico ni de la gente que esperaba a la puerta. Subieron al coche y bajaron las ventanillas. Alice conducía con las dos manos y cantaba
Pictures of you
imitando el sonido de palabras que no conocía. Mattia sintió que sus músculos se relajaban poco a poco y se amoldaban a la forma del asiento. Tenía la sensación de que el automóvil iba dejando una estela negra y viscosa, que era su pasado y sus preocupaciones. Se sentía cada vez más ligero, como un recipiente que se vacía. Cerró los ojos y por unos segundos flotó con la brisa que le daba en la cara y con la voz de Alice.

Cuando los abrió estaban en su calle. Se preguntó si no le habrían organizado una fiesta sorpresa y rogó a Dios que no.

—Di, ¿adónde vamos?

—Hum —murmuró Alice—. Tú no te preocupes. El día que conduzcas tú, podrás llevarme a donde quieras.

Por primera vez se avergonzó de no tener carnet de conducir a sus veintidós años. Ésa era otra de las cosas que se había saltado, otro de los consabidos pasos de la vida de un joven que él había preferido no dar, a fin de seguir al margen del engranaje de la vida; como comer palomitas en el cine, sentarse en el respaldo de los bancos, no respetar la hora de volver a casa impuesta por los padres, jugar al fútbol con pelotas de papel de aluminio o quedarse desnudo ante una chica. Y pensó que aquello cambiaría. Sí, obtendría el carnet cuanto antes. Y lo haría por ella, para llevarla de paseo en coche. Porque —miedo le daba admitirlo— cuando estaba con ella sentía que valía la pena hacer todas esas cosas normales que hacen las personas normales.

Ya cerca de casa de Mattia, Alice dobló una esquina y enfiló la avenida principal; a los cien metros aparcó enfrente del parque.


Voilà
. —Se quitó el cinturón y se apeó. Mattia no se movió y se quedó mirando el parque—. ¿Qué, no bajas? —añadió ella.

—Aquí no.

—Va, baja.

Él negó con la cabeza.

—Vamos a otro sitio.

Alice miró a los lados.

—¿Qué problema hay? Vamos a dar un paseo.

Se acercó a la ventanilla de su amigo. Mattia estaba rígido como si alguien le hubiera puesto un puñal a la espalda, y se agarraba al asidero de la portezuela con los dedos crispados como patas de araña; miraba con fijeza los árboles cien metros más allá, cuyos anchos follajes cubrían los troncos nudosos, la espesa maraña del enramado, el terrible secreto.

No había vuelto allí desde el día que fue con la policía, el día que su padre le dijo que diera la mano a su madre y ella se metió la suya en el bolsillo. Aquel día aún llevaba los brazos vendados hasta los codos, con una venda gruesa que le daba varias vueltas y que sólo con una sierra habría podido atravesar. Indicó a los policías dónde se había quedado sentada Michela —querían saber el punto exacto— y tomaron fotos, de lejos y de cerca.

Cuando volvían a casa vieron desde el coche cómo unas excavadoras hundían sus brazos mecánicos en el río y extraían grandes masas de cieno negro que dejaban caer pesadamente en la orilla. Su madre contenía el aliento cada vez que eso ocurría, hasta que el cúmulo de cieno se deshacía en el suelo: Michela tenía que estar en aquel fango, y sin embargo no apareció.

—Vámonos, por favor —repitió Mattia, con tono absorto y contrariado más que suplicante.

Alice subió al coche.

—A veces no sé si…

—Ahí abandoné a mi hermana gemela —la interrumpió él con voz neutra, casi inhumana. Alzando el brazo, que dejó suspendido como si se hubiera olvidado de bajarlo, señaló los árboles.

—¿Tu hermana gemela? ¿Tienes una hermana gemela?

Mattia asintió lentamente con la cabeza, sin dejar de mirar la arboleda.

—Era igual que yo.

Y sin esperar a que Alice le preguntase nada, se lo contó todo, a raudales, como un dique roto: lo del gusano, lo de la fiesta, lo del juego de Lego, lo del río, lo de los cristales, lo de la sala del hospital, lo del juez Berardino, lo del anuncio en televisión, lo del psicólogo, todo, lo que nunca le había contado a nadie. Y lo hizo sin mirarla y sin emocionarse. Cuando acabó se quedó callado. Con la mano derecha tentó debajo del asiento, pero sólo encontró formas redondeadas. Se había calmado. Se sentía de nuevo lejos, ajeno a su cuerpo.

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