Read La Soledad de los números primos Online
Authors: Paolo Giordano
En la mayoría de los casos acababa con el camarero en la cama, o en la trasera del bar, entre barriles de cerveza y cajas de vodka, donde él le daba por detrás tapándole la boca para que no chillara.
Viola Bai sabía cómo contar una historia. Conocía lo expresivo que puede ser un detalle, y cómo dosificar el suspense para que el timbre de entrada a clase sonara cuando el camarero andaba a vueltas con la cremallera de sus vaqueros de marca: su entregado auditorio se dispersaba entonces lentamente, con las mejillas coloradas de envidia y frustración. Le hacían prometer que continuaría en el siguiente intervalo entre clases, aunque ella era demasiado inteligente para cumplir la promesa: al final despachaba el asunto haciendo una mueca con su boca perfecta, dando a entender que no tenía importancia alguna: era un lance más de su extraordinaria vida y ella lo tenía ya más que superado.
Sexo había practicado de verdad, como también había probado alguna de las drogas cuyos nombres tanto le gustaba pronunciar, aunque solamente con un chico y una sola vez. Ocurrió veraneando en el mar y él era un amigo de su hermana, que aquella noche bebió y fumó mucho y olvidó que una chiquilla de trece años es demasiado joven para ciertas cosas. Se la folló deprisa y corriendo, detrás de un contenedor. Cuando los dos volvían cabizbajos con los otros, Viola le tomó la mano, pero él se soltó con desdén. A ella le hormigueaba la cara y el calor que sentía entre las piernas la hizo sentirse muy sola. En los días siguientes, el chico no volvió a hablarle y ella se lo contó a su hermana, que riéndose de su ingenuidad le dijo: «So tonta, ¿qué te creías?»
El devoto séquito de Viola estaba compuesto por Giada Savarino, Federica Mazzoldi y Giulia Mirandi. Formaban un grupo compacto y despiadado al que algunos en el colegio llamaban «las cuatro pavas». Viola las había escogido una por una y de todas exigió un pequeño sacrificio, porque su amistad debía una ganársela. Era la que decidía por todas y sus decisiones eran oscuras e inequívocas.
Alice observaba a Viola a hurtadillas. Desde su sitio, dos filas más allá, se nutría de frases sueltas y fragmentos de relatos, y luego, por la noche, sola en su cuarto, se recreaba con ello.
Antes de la mañana de aquel miércoles, Viola no le había dirigido la palabra. Fue una especie de iniciación y se hizo como era debido. Ninguna de las muchachas supo nunca si Viola improvisó aquella tortura o si fue algo largamente meditado, pero todas convinieron en que estuvo genial.
Alice aborrecía los vestuarios. Sus compañeras de cuerpos perfectos se demoraban todo lo posible en bragas y sujetador para que las demás las envidiaran a sus anchas. Adoptaban posturas forzadas, hundían el estómago y adelantaban los pechos, daban suspiros mirándose en el espejo agrietado que ocupaba uno de los tabiques, se decían «fíjate», y con las manos se medían unas caderas que más proporcionadas y atractivas no podían ser.
Los miércoles Alice iba a clase con los pantalones cortos debajo de los vaqueros, para no tener que cambiarse. Las otras la miraban con malicia y recelo, imaginándose la facha que debía de tener bajo aquellas ropas. Ella se quitaba la camiseta vuelta de espaldas, para que no le vieran la barriga.
Una vez se había puesto las zapatillas de deporte, colocaba los zapatos contra la pared uno al lado del otro y doblaba los vaqueros con esmero. En cambio, sus compañeras dejaban la ropa de cualquier manera sobre los bancos y tiraban los zapatos por el suelo, porque se los quitaban con los pies.
—Alice, ¿tú eres golosa? —le preguntó Viola.
Alice tardó unos segundos en creerse que Viola Bai le hablaba a ella. Estaba convencida de ser transparente a sus ojos. Tiró de los cordones de las zapatillas, pero el nudo se deshizo.
—¿Yo? —preguntó mirando alrededor, cortada.
—Eres la única Alice que hay aquí, ¿no? —se burló Viola.
Las demás rieron.
—No, muy golosa no soy.
Viola se levantó del banco y se le acercó. Alice se sintió como traspasada por aquellos ojazos, que la sombra del flequillo tapaba a medias.
—Pero los caramelos te gustarán, ¿no? —prosiguió Viola en tono persuasivo.
—Sí… Bueno, más o menos. —Al punto Alice se mordió el labio y se reprochó aquella estúpida vacilación. Pegó la huesuda espalda a la pared y un temblor le recorrió la pierna sana. La otra siguió inerte, como siempre.
—¿Cómo que más o menos? Los caramelos gustan a todos, ¿a que sí, vosotras? —Viola se dirigía a sus tres acólitas, aunque sin volverse.
—A todos, sí —contestaron.
Alice percibió una extraña excitación en los ojos de Federica Mazzoldi, que la miraba desde el otro extremo del vestuario.
—Sí, sí que me gustan —se corrigió. Empezaba a tener miedo, sin saber por qué.
Recordó que en primero las cuatro pavas habían cogido un día a Alessandra Mirano, que luego suspendió y acabó estudiando para esteticista; la llevaron sujeta al vestuario de chicos y la encerraron dentro, y allí un par de tíos se la enseñaron. Desde el pasillo, Alice había oído las voces de incitación y las carcajadas de las cuatro torturadoras.
—Ya lo decía yo. ¿Y no querrías ahora un caramelo? —preguntó Viola.
Alice lo pensó. Si contesto que sí, cualquiera sabe lo que me obligan a comerme. Si contesto que no, igual Viola se enfada y me llevan también al vestuario de chicos. Se quedó callada como una estúpida.
—¿Y bien? No es una pregunta tan difícil —se burló Viola, y sacó del bolsillo un puñado de caramelos—. ¿Vosotras cuál queréis?
Giulia Mirandi se acercó y examinó las golosinas. Viola no apartaba la mirada de Alice, que se encogía como una hoja de periódico en la lumbre.
—Hay de naranja, de frambuesa, de arándanos, de fresa y de melocotón —enumeró Giulia, y echó a Alice una ojeada temerosa, sin que la viera Viola.
—Yo de frambuesa —dijo Federica.
—Yo de melocotón —dijo Giada.
Giulia les lanzó los caramelos, desenvolvió el suyo de naranja, se lo llevó a la boca y retrocedió un paso para devolver el protagonismo a Viola.
—Quedan de arándanos y de fresa. ¿Qué, lo quieres o no?
A lo mejor es que sólo quiere convidarme a un caramelo, pensó Alice. Y ver si me lo como. Es un simple caramelo.
—El de fresa —murmuró.
—Vaya, el que yo quería —repuso Viola, afectando contrariedad de manera muy poco convincente—. Pero a ti te lo doy.
Desenvolvió el caramelo y tiró la envoltura al suelo. Alice tendió la mano para cogerlo.
—Un momento —dijo Viola—, no seas avariciosa.
Y sosteniendo el caramelo entre el pulgar y el índice, se agachó y empezó a restregarlo por el sucio suelo del vestuario. Luego, avanzando así agachada, lo pasó también, lentamente, por el ángulo de la pared y el suelo, donde había porquería acumulada y se veían pelusas de polvo y pelos. Giada y Federica se tronchaban de risa. Giulia se mordisqueaba el labio con ansiedad. Las demás, comprendiendo lo que pasaba, habían salido y cerrado la puerta.
Cuando hubo acabado de restregarlo por la pared, Viola fue hasta al lavabo, donde las chicas se lavaban cara y axilas al acabar la clase de gimnasia, y con el caramelo rebañó la mugre blancuzca que recubría el desagüe.
Por último se acercó a Alice y ofreciéndole aquella asquerosidad le dijo:
—Toma, de fresa como querías. —No reía. Tenía el aire serio y resuelto de quien está haciendo algo doloroso pero necesario.
Alice negó sacudiendo la cabeza y se pegó aún más a la pared.
—¿Qué pasa? ¿Ya no lo quieres?
—Nada, lo has pedido y ahora te lo comes —terció Federica.
Alice tragó saliva y osó decir:
—¿Y si no lo quiero?
—Si no lo quieres, atente a las consecuencias —contestó Viola, enigmática.
—¿Qué consecuencias?
—Las consecuencias no se saben, nunca se saben.
Pretenden encerrarme en el vestuario de tíos, pensó Alice, o desnudarme y no devolverme luego la ropa.
Temblando, aunque de manera casi imperceptible, alargó la mano y Viola dejó caer el asqueroso caramelo en la palma. Lentamente, Alice se lo llevó a la boca.
Las otras habían enmudecido y parecían preguntarse si sería capaz de comérselo. Viola permaneció impasible. Alice depositó el caramelo en la lengua y sintió cómo la pelusa adherida se empapaba en saliva. Masticó dos veces y algo crujió entre sus dientes.
No vomites, se dijo, no debes vomitar.
Tragó un flujo de saliva y con él el caramelo, que le bajó con dificultad por el esófago, como si fuera una piedra.
El tubo fluorescente del techo zumbaba, del gimnasio llegaban confusas las voces y risas de los chicos. La atmósfera en aquellos subterráneos estaba enrarecida y por las pequeñas ventanas no circulaba el aire.
Viola se quedó mirando a Alice toda seria e inclinó la cabeza con aprobación. Luego hizo una seña como diciendo «Ya podemos irnos», dio media vuelta y, pasando junto a las otras tres sin dignarse mirarlas, salió del vestuario.
Había algo importante que saber sobre Denis. A decir verdad, él creía que era lo único que merecía la pena conocer de él y por eso nunca se lo había dicho a nadie.
Su secreto tenía un nombre terrible, que se ceñía como nailon a sus pensamientos y los asfixiaba. Gravitaba en su conciencia como una condena ineluctable, con la que antes o después tendría que enfrentarse.
Tenía diez años cuando, un día, al guiarle su profesor de piano los dedos por toda la escala de re mayor con su cálida palma, experimentó una emoción que lo dejó sin aliento y le provocó tal erección que hubo de inclinarse un poco para tapar el bulto que le hacía en los pantalones del chándal. Desde entonces aquel momento simbolizó para él el verdadero amor, y en adelante tanteó cada rincón de su vida en busca del calor adherente de aquel contacto.
Cada vez que recuerdos como éste invadían su ánimo, a tal punto que el cuello y las manos empezaban a sudarle, Denis se encerraba en el cuarto de baño y se masturbaba con furor, sentado al revés en la taza del váter. El placer no duraba más que un instante y sólo se irradiaba unos centímetros en torno a su sexo. En cambio, el sentimiento de culpa caía sobre él como una ducha de agua sucia que le calaba la piel y penetraba hasta las entrañas, pudriéndolo todo poco a poco como la humedad corroe las paredes de las casas.
Estaban en clase de Biología, en el laboratorio del sótano. Denis observaba cómo Mattia seccionaba un filete separando las fibras blancas de las rojas, y sentía el impulso de acariciarle las manos. Quería comprobar si aquel molesto coágulo sensual que llevaba enquistado en la cabeza se desharía como mantequilla al contacto del compañero de quien se había enamorado.
Estaban sentados juntos, los dos con los antebrazos apoyados en la mesa. Una fila de matraces, probetas y redomas los separaba del resto de la clase y refractaba la luz deformando cuanto quedaba al otro lado.
Concentrado en la labor, Mattia llevaba al menos media hora sin levantar la vista. La biología no le gustaba, pero cumplía su deber con la misma aplicación que ponía en las demás asignaturas. La materia orgánica, vulnerable e imperfecta, le resultaba del todo ajena. El olor vital que rezumaba aquel trozo de carne cruda apenas le causaba un leve fastidio.
Con unas pinzas tomó un sutil filamento blanco y lo depositó en la platina del microscopio, aplicó el ojo y enfocó. Fue apuntándolo todo en un cuaderno cuadriculado e hizo un dibujo de la imagen.
Denis dio un profundo suspiro y, armándose de valor como si tuviera que zambullirse de espaldas, le preguntó:
—Matti, ¿tú tienes algún secreto?
Mattia pareció hacer oídos sordos, pero el escalpelo con que estaba cortando otra sección de músculo se le escapó y cayó tintineando sobre el tablero metálico. Lo recogió con un lento ademán.
Denis aguardó unos segundos; Mattia se había quedado inmóvil con el instrumento suspendido a un par de centímetros de la carne.
—A mí puedes contármelo. —Ahora que se había lanzado, ahora que había dado un paso en la intimidad fascinante del compañero, la cara le palpitaba de emoción y no estaba dispuesto a desistir—. Yo también tengo uno.
Mattia seccionó el músculo de un tajo limpio, como si hubiera querido rematarlo, y dijo en voz baja:
—Yo no tengo ningún secreto.
—Si me dices el tuyo, yo te digo el mío —insistió Denis. Acercó el taburete y notó que Mattia se ponía tenso.
—Hay que terminar el experimento —dijo éste con voz átona, mirando inexpresivo el trozo de carne—, o no podremos completar la ficha.
—A mí la ficha me da lo mismo —repuso Denis—. Dime qué te has hecho en las manos.
Mattia inspiró tres veces. En el aire flotaban levísimas moléculas de etanol y algunas le penetraron en la nariz; notó con grato picor cómo ascendían por el tabique nasal y le llegaban a los ojos.
—¿De verdad quieres saber lo que me he hecho en las manos? —preguntó, volviendo la cara hacia Denis pero mirando los frascos de formol alineados tras él, en los que se conservaban fetos y miembros de animales. El otro asintió temblando—. Pues mira.
Empuñó el escalpelo, introdujo la punta entre los dedos índice y medio y la corrió hasta la muñeca.
El jueves, Viola la esperó en la puerta del colegio. Cruzaba la verja cuando la paró tirándole de la manga y llamándola por su nombre; sobresaltada, Alice pensó al punto en lo del caramelo y sintió náuseas y mareo. Cuando las cuatro pavas la tomaban con una, le hacían la vida imposible.
—La de mates va a preguntarme, no sé nada y no quiero entrar —le dijo Viola.
Alice se quedó mirándola sin comprender; la otra no parecía hostil, pero no se fiaba. Intentó desprenderse.
—¿Damos una vuelta tú y yo solas? —propuso Viola—. Sí, tú y yo solas. —Alice miró a un lado y otro aterrada—. Venga, vamos, que no nos vean aquí —la apremió.
—Es que… —quiso objetar, pero Viola, sin escucharla, le tiró con más fuerza de la manga.
Tuvo que seguirla, corriendo a trompicones, hasta la parada del autobús.
Se sentaron juntas. Alice se arrimó todo lo que pudo a la ventanilla para dejar sitio a Viola y quedó a la espera de que algo, algo terrible, ocurriera de un momento a otro. Viola, por su parte, estaba radiante. Sacó un pintalabios del bolso y empezó a aplicárselo, luego se lo ofreció a ella, que rehusó moviendo la cabeza. Atrás dejaban el colegio.
—Mi padre me va a matar —murmuró; le temblaban las piernas.