Read La Soledad de los números primos Online
Authors: Paolo Giordano
—Y eso que últimamente te han pasado un montón de cosas…
—Así es.
Alice dudó en decirlo, pero lo soltó con la boca seca:
—Algunas de ellas bonitas, ¿o no?
Mattia encogió las piernas y pensó: «Me lo temía.»
—Sí, algunas.
Sabía muy bien lo que debía hacer: levantarse, sentarse a su lado, sonreír, mirarla a los ojos y besarla; pura mecánica, trivial sucesión de acciones que lo llevarían a aplicar su boca sobre la de ella. Aunque en aquel momento no le apetecía, podía hacerlo, podía confiarse al automatismo del acto.
Quiso levantarse pero no pudo; como si la cama, superficie pegajosa, lo retuviera.
Una vez más Alice actuó por él.
—¿Puedo sentarme a tu lado?
Él asintió con la cabeza y se apartó un poco sin necesidad.
Ayudándose con las manos, Alice se puso en pie.
Sobre la cama, en el sitio que Mattia había dejado libre, había una hoja escrita a máquina y plegada como un acordeón en tres partes. Al cogerla para apartarla, Alice observó que estaba escrita en inglés.
—¿Y esto?
—Me ha llegado hoy. Una carta de una universidad.
Ella leyó el nombre de la ciudad, escrito en negrita en la esquina superior izquierda, y los ojos se le empañaron.
—¿Y qué te dicen?
—Me ofrecen una beca.
Alice sintió un mareo y palideció.
—¡Uau! —dijo aparentando alegría—. ¿Para cuánto tiempo?
—Cuatro años.
Ella tragó saliva. Seguía de pie.
—¿Y vas a aceptar? —musitó.
—Aún no lo sé —contestó él como excusándose—. ¿Tú qué harías?
Alice permaneció con la hoja en la mano, la mirada perdida.
—¿Tú qué harías? —repitió él, como si creyera que no lo había oído.
—¿Que qué haría? —contestó ella en un tono repentinamente duro que casi sobresaltó a Mattia.
Sin saber por qué, Alice pensó en su madre, ingresada en el hospital, aturdida a base de fármacos. Miró impasible el papel y tuvo impulsos de romperlo. Pero lo dejó de nuevo en la cama, donde tendría que haberse sentado ella.
—Sería conveniente para mi carrera —se justificó Mattia.
Ella asintió con la cabeza, seria, sacando la barbilla, como si en la boca tuviera una pelota.
—Bueno, pues ¿a qué esperas? Vete. Total, aquí no hay nada que te importe, me parece —murmuró.
Mattia notó que se le hinchaban las venas del cuello. Quizá porque iba a llorar. Desde aquella tarde en el parque siempre se lo parecía, como algo que se le atragantaba; al parecer, sus conductos lacrimales, tanto tiempo obturados, se habían abierto por fin y todo lo que llevaba dentro pugnaba por salir. Con voz algo trémula dijo:
—Pero si acepto, tú me…
—Yo te ¿qué? —Y lo miró como si mirase una mancha en la colcha—. Yo los siguientes cuatro años me los imaginaba de otro modo. Tengo veintitrés años, mi madre está agonizando y yo… —Movió la cabeza—. Aunque a ti esto te importa muy poco. Sólo piensas en tu carrera.
Era la primera vez que utilizaba la enfermedad de su madre para atacar a alguien y no se arrepintió. Lo miró como si le pareciera más pequeño.
Él no replicó. Repasaba para sus adentros las instrucciones para respirar.
—Pero descuida —prosiguió ella—, que ya tengo a alguien a quien le importa. En realidad venía a decírtelo. —Hizo una pausa durante la cual no pensó nada. Las cosas ocurrían de nuevo por sí solas, volvía a rodar por el barranco, olvidada de frenar con los bastones—. Se llama Fabio y es médico. No quería que tú… pues eso…
Lo dijo como una mala actriz, con una voz postiza, sintiendo que las palabras le raspaban como arena, y mientras lo decía escrutó la cara de Mattia buscando un atisbo de decepción al que aferrarse; pero él tenía los ojos demasiado oscuros y no pudo apreciar el relámpago que los cruzó. Se convenció de que a él le era indiferente y sintió que se le helaba la sangre. En voz baja, rendida, dijo:
—Me voy.
Mattia inclinó la cabeza y se volvió hacia la ventana cerrada para eliminar por completo a Alice de su campo visual. Aquel nombre, Fabio, caído del cielo, se le había incrustado en la cabeza como metralla y sólo quería que ella se fuera.
Vio que hacía una noche clara y supuso que soplaría una brisa cálida. Las pelusillas blancas de los chopos revoloteaban a la luz de las farolas como grandes insectos sin patas.
Alice abrió la puerta y él se levantó; la acompañó, dos pasos detrás, hasta el rellano de la escalera. Ella se miró distraídamente el bolso para ver si lo llevaba todo, para ganar un poco más de tiempo. Murmuró que sí y subió al ascensor. Y cuando las puertas se cerraban se dijeron un adiós que nada significaba.
Los padres de Mattia estaban viendo la tele sentados en el sofá, ella con las piernas acurrucadas bajo el camisón, él con las piernas estiradas y cruzadas sobre la mesita, el mando a distancia en el muslo. Alice se había ido sin despedirse, ni siquiera pareció notar que estaban allí.
Mattia se detuvo ante el respaldo del sofá y dijo:
—He decidido aceptar.
Adele se llevó la mano a la cara y miró a su marido, desconcertada. Pietro se volvió a medias y miró a su hijo como se mira a un hijo adulto.
—Bien hecho.
Mattia volvió a su habitación. Recogió la carta de la cama y se sentó al escritorio. Sintió que el universo era una superficie elástica que se expandía y aceleraba bajo sus pies, y por un momento temió que se rompiera y lo dejara caer al vacío.
Buscó a tientas el interruptor de la lámpara y la encendió. De los cuatro lápices que había alineados peligrosamente al borde del escritorio, escogió el más largo. Con un sacapuntas que sacó del segundo cajón empezó a afilarlo, inclinado sobre la papelera. Al acabar sopló la fina viruta adherida a la cónica punta. La hoja en blanco ya la tenía preparada.
Puso la mano izquierda sobre el papel, con los dedos bien abiertos, y deslizó por el dorso la afiladísima punta de grafito. Estuvo en un tris de clavársela en el punto donde dos venas del dedo medio confluían. Por último la levantó lentamente y soltó un hondo suspiro.
Escribió en la hoja: «
To the kind attention of the Dean
.»
Fabio la recibió en la puerta, con las luces de rellano, recibidor y salón encendidas. Y al pasarle ella la bolsa de plástico en que traía el helado, le apretó los dedos y le dio un beso en la mejilla como lo más natural del mundo. Y le dijo, porque de verdad lo pensaba, que el vestido le sentaba de maravilla, y siguió preparando la cena sin dejar de mirarla.
Sonaba una música que Alice no conocía y que él no había puesto para que escucharan, sino para completar un escenario perfecto pensado al detalle. Había dos velas encendidas y la botella de vino ya estaba abierta. La mesa estaba muy bien puesta para dos, con el filo de los cuchillos hacia dentro para significar que el comensal era bienvenido, como ella sabía porque su madre se lo había enseñado de pequeña; el mantel de la mesa, blanco, no tenía una sola arruga, y los dobleces de las servilletas plegadas en forma triangular coincidían a la perfección.
Alice se sentó a la mesa y contó los platos del servicio para saber cuánto había que comer. Esa noche, antes de salir, había permanecido mucho rato encerrada en el baño mirando absorta las toallas, que Soledad cambiaba todos los viernes. En el mueble con tablero de mármol encontró el estuche de maquillaje de su madre y decidió pintarse. Lo hizo medio a oscuras, y antes de pintarse los labios olió la barra: el olor no le recordó nada.
Había querido cumplir con el rito de probarse vestidos, y lo hizo con cuatro distintos, aunque ya desde el día anterior tenía elegido cuál ponerse: el que vistió en la confirmación del hijo de Ronconi, y que su padre juzgó impropio para tal ocasión porque le dejaba al descubierto los brazos y la espalda hasta más abajo de las costillas.
Con aquel vestidito azul puesto, cuyo escote sobre la piel clara parecía una sonrisa de satisfacción, y sin calzarse todavía, había bajado a la cocina para recabar la opinión de Sol alzando las cejas con ansiedad. La criada le dijo que estaba radiante y le dio un beso en la frente, a riesgo, como Alice temió, de estropearle el maquillaje.
Fabio se movía por la cocina con agilidad y al mismo tiempo la cautela de quien se sabe observado. Alice bebía a sorbitos el vino blanco que él le había servido y notaba en el estómago, vacío desde hacía al menos veinte horas, como pequeños estallidos provocados por el alcohol. Una sensación de calor se difundía por sus venas, le subía poco a poco a la cabeza y conjuraba el recuerdo de Mattia, como marea que barre la playa.
Sentada a la mesa, observó atentamente el tipo de Fabio: la neta línea que separaba su pelo castaño del cuello, las caderas no muy estrechas y los hombros que abultaban bajo la camisa. Acabó pensando en lo muy segura que debería sentirse la mujer a quien aquellos brazos estrecharan con fuerza, sin darle elección.
Había aceptado la invitación por lo que le había dicho a Mattia, y porque, ya estaba segura, no conocería nada más parecido al amor que lo que allí encontrase.
Fabio sacó del frigorífico una pastilla de mantequilla y cortó un pedazo de al menos, según estimó Alice, ochenta o noventa gramos. Luego lo echó a la sartén en que previamente había hecho el
risotto
con setas —con lo que se disolvió liberando todas sus grasas saturadas y animales—, apagó el fuego y siguió removiendo con un cucharón de madera otro par de minutos.
—Listo —dijo al fin.
Se secó con un trapo que colgaba de una silla y, sartén en mano, se dirigió a la mesa.
Alice echó una ojeada despavorida al contenido de la sartén.
—Para mí poquísimo —dijo, haciendo con los dedos el gesto de una pizca, justo antes de que cayera en su plato una enorme cucharada de aquella pasta hipercalórica.
—¿No te gusta?
—Es que soy alérgica a las setas —mintió—, pero lo probaré.
Fabio pareció frustrado y dejó un momento la sartén suspendida en el aire.
—Vaya, lo siento. No lo sabía.
—No importa, de veras —repuso Alice sonriendo.
—Si quieres te hago…
Ella lo acalló cogiéndole la muñeca. Fabio la miró como niño que mira un regalo.
—Lo probaré, en serio.
Él sacudió la cabeza.
—De ninguna manera. ¿Y si te sienta mal?
Retiró la sartén y Alice no pudo evitar sonreír. La siguiente media hora la pasaron hablando ante los platos vacíos y Fabio tuvo que abrir otra botella de vino blanco.
Alice tenía la grata sensación de que perdía trozos de su ser con cada trago que daba. Y a la vez que experimentaba aquella levedad de su cuerpo, sentía la maciza presencia del de Fabio sentado enfrente, los codos apoyados en la mesa y la camisa arremangada hasta mitad del antebrazo. La imagen de Mattia, que tanto la había traído de cabeza las últimas semanas, vibraba débilmente en el aire como cuerda de violín algo floja o nota disonante en medio de un acorde.
—Bien, consolémonos con el segundo plato —dijo Fabio entonces.
A Alice estuvo a punto de darle un soponcio. Había supuesto que no habría más. Pero sí: Fabio se había levantado de la mesa y sacaba del horno una bandeja con dos tomates, dos berenjenas y dos pimientos amarillos, rellenos con lo que parecía carne picada y pan rallado. Los colores eran alegres, pero viendo el tamaño desmesurado de aquellas verduras ella se las imaginó al punto metidas, enteritas como estaban, dentro de su estómago, como piedras en el fondo de un estanque.
—Elige —le ofreció Fabio.
Alice se mordió el labio y señaló tímidamente un tomate, y él, pinzándolo con el tenedor y el cuchillo, lo sirvió en su plato.
—¿Qué más?
—Nada más.
—Eso sí que no. No has comido nada. ¡Y con lo que llevas bebido!
Alice lo miró y por un instante lo odió profundamente, como odiaba a su padre, a su madre, a Sol y a quienquiera que llevase la cuenta de lo que comía. Pero se rindió y señaló una berenjena:
—Esta.
Fabio se sirvió una ración de cada verdura y las atacó no sin antes mirarlas con satisfacción. Alice probó el relleno con la punta del tenedor. Además de carne, enseguida reconoció huevo, queso fresco y parmesano, y rápidamente calculó que un día de ayuno no bastaría para compensar.
—¿Te gusta? —preguntó Fabio con una sonrisa y la boca medio llena.
—Buenísimo.
Se armó de valor y tomó un bocado de berenjena; reprimió las náuseas y siguió comiendo, bocado tras bocado y sin pronunciar palabra hasta que se la terminó, pero no bien dejó el tenedor junto al plato le entraron ganas de vomitar. Fabio hablaba sin dejar de servirle vino, y ella asentía dando cabezadas mientras la berenjena le bailaba en el estómago.
A todo esto, él se lo había comido todo, mientras que a ella aún le quedaba el nauseabundo tomate relleno. No podía trocearlo e ir escondiendo los trozos en la servilleta sin que él la viera, pues, aparte de las velas ya medio consumidas, nada había que la tapara.
Se acabó también, bendita fuera, la segunda botella de vino, y Fabio, no sin dificultad, se levantó de la mesa con intención de abrir una tercera. Se llevó las manos a la cabeza y le dijo en voz alta: «Por favor, señorita, ya está bien de beber», y Alice le rió la gracia. Fabio buscó en el frigorífico y los armarios, pero nada, no encontró más botellas.
—Me parece que mis padres se las han soplado todas. Tendré que bajar al sótano.
Rompió a reír sin motivo y Alice rió también, por mucho que al hacerlo le doliera la tripa.
—Tú no te muevas de aquí —ordenó él, señalándola con el dedo.
—Descuida —contestó ella; de pronto se le había ocurrido una idea.
No bien desapareció Fabio, cogió el pringoso tomate con dos dedos y, teniéndolo bien lejos de la nariz para no aspirar más su olor, fue al baño. Echó el pestillo, levantó la tapa del váter y le pareció que la limpia taza le sonreía como diciéndole ya me encargo yo.
Examinó el tomate; era grande y quizá convenía trocearlo, pero como también estaba blando, pensó que pasaría y lo echó tal cual. El tomate cayó con un
plof
, a punto de salpicarle el vestido azul, y fue a parar al recodo del desagüe, donde quedó medio escondido.
Alice tiró de la cadena y el agua cayó como lluvia salvífica, sólo que, en lugar de desaguar por el conducto, empezó a llenar la taza con un inquietante borbolleo.