Read La Soledad de los números primos Online
Authors: Paolo Giordano
Alberto lo observaba desde su mesa fingiendo que no encontraba las hojas que ya tenía delante. Podía apreciar cómo le temblaban los dedos, y habría visto también la carta si Mattia no la ocultara con la palma de la mano. Observó que su amigo cerraba los ojos unos segundos y al abrirlos miraba a un sitio y a otro como desorientado, súbitamente ausente.
—¿Quién te escribe? —se atrevió a preguntar.
Mattia lo miró con una especie de estupor, como si no lo reconociera. Haciendo caso omiso de la pregunta, se levantó y dijo:
—He de ir.
—¿Qué?
—He de ir. A Italia…
Alberto se levantó como para impedírselo.
—Pero ¿por qué? ¿Qué pasa?
Se acercó instintivamente y quiso leer la carta, pero Mattia la protegía contra el estómago, como si fuera un secreto. Tres de las cuatro esquinas blancas sobresalían entre sus dedos, dejando suponer que era un papel cuadrado, nada más.
—No lo sé —contestó, y ya tenía un brazo metido en la manga del abrigo—. Pero he de ir.
—¿Y el artículo?
—Cuando vuelva. Entretanto sigue tú.
Y se fue antes de que Alberto pudiera protestar.
El día que Alice volvió al trabajo, llegó casi una hora tarde. Había apagado el despertador sin llegar a despertarse y luego hubo de prepararse muy lentamente, pues cada movimiento le costaba un esfuerzo sobrehumano.
Crozza no la reprendió. Lo comprendió todo con sólo verle la cara: estaba demacrada y sus ojos, que parecían desorbitados, estaban como ausentes, velados por una funesta indiferencia.
Al entrar dijo, aunque sin intención de excusarse realmente:
—Perdona el retraso.
Crozza volvió una página del periódico y miró el reloj.
—Hay que revelar unos carretes para las once —respondió—. Las tontadas de siempre.
Carraspeó y levantó más el periódico, pero de reojo observó a Alice. La vio dejar el bolso donde siempre, quitarse la chaqueta, sentarse ante la máquina; se movía despacio, con sumo cuidado, lo que delataba su esfuerzo por que todo pareciera normal. Se quedó ensimismada unos segundos, la barbilla apoyada en una mano, hasta que al fin, retirándose el pelo detrás de las orejas, decidió comenzar.
Crozza consideró su extrema delgadez, que ella disimulaba bajo un suéter de algodón de cuello alto y unos pantalones más bien holgados, pero que saltaba a la vista en sus manos y aún más en su cara. Y se sintió rabiosamente impotente por no pintar nada en su vida, cuando ella era como una hija, la hija que nunca tuvo.
Hasta la hora de comer trabajaron sin hablar, comunicándose, cuando era necesario, mediante gestos con la cabeza. Después de tantos años allí dentro obraban, se movían y se repartían el espacio de manera ágil y casi automática. Bajo el mostrador, la vieja Nikon todavía seguía en su estuche negro, y a veces se preguntaban si aún funcionaría.
—Podemos ir a comer a… —sugirió el fotógrafo.
—Lo siento —lo interrumpió Alice—, pero he quedado…
Él inclinó la cabeza, pensativo.
—Si no te ves con ánimo, esta tarde no vengas. Como ves, no hay mucho que hacer.
Alice lo miró alarmada, y fingiendo que ordenaba unos objetos sobre el mostrador —unas tijeras, un sobre de fotos, un bolígrafo y cuatro segmentos iguales de un rollo de película— pero en realidad cambiándolos sólo de sitio, repuso:
—No. ¿Por qué lo dices? Yo…
—¿Cuánto tiempo lleváis sin veros? —la atajó Crozza.
Ella tuvo un ligero sobresalto y metió una mano en el bolso, como para protegerla.
—Unas tres semanas.
Crozza asintió y se encogió de hombros.
—Ven conmigo.
—¿Eh?
—Que vengas —repitió él, más resuelto.
Alice se lo pensó, pero hizo caso. Cerraron la tienda. El colgante de la puerta tintineó un instante en la penumbra. Se dirigieron al coche de Crozza, él caminando despacio para amoldarse al fatigoso paso de ella, pero procurando que no se le notara.
El viejo Lancia arrancó al segundo intento y el fotógrafo masculló una blasfemia.
Recorrieron la avenida casi hasta el puente, luego giraron a la derecha y siguieron una calle que bordeaba el río. Cuando Crozza se pasó al carril de la derecha y encendió el intermitente para tomar la calle del hospital, Alice se puso tensa y preguntó:
—¿Adónde vamos?
Crozza aparcó delante de un taller que tenía las persianas medio bajadas; justo al otro lado de la calle se entraba a urgencias.
—No es asunto mío —dijo sin mirarla—, pero tú vas a entrar ahí. Que te atienda Fabio u otro médico, me da igual.
Alice se quedó mirándolo mientras el desconcierto inicial daba paso a la rabia. La calle estaba silenciosa. La gente comía en su casa o en los bares. Las hojas de los plátanos se agitaban silenciosamente.
—No te veía así desde… —el fotógrafo dudó— desde que te conocí.
Alice se preguntó por el significado de aquel «así», que le sonó funesto, y quiso mirarse en el retrovisor, aunque no llegó a verse porque el espejo estaba orientado para reflejar el flanco derecho del coche. Sacudiendo la cabeza, abrió la portezuela y se apeó, cerró con un portazo y sin volverse echó a andar a paso ligero en dirección contraria al hospital.
Se alejó lo más rápido que pudo de aquel lugar y de la impertinencia de Crozza, pero a los cien metros tuvo que parar: le faltaba el aire y la pierna le dolía, le daba punzadas como pidiendo clemencia; era como si el hueso se le hubiera roto de nuevo y le penetrara en la carne. Descansó todo el peso en la pierna derecha y, manteniendo a duras penas el equilibrio, se quedó apoyada contra una áspera pared.
Esperó a que el dolor remitiera, a que la pierna volviera a ser el objeto insensible que siempre era, y a recobrar el aliento. La sangre le zumbaba en los oídos, pese a que el corazón parecía latir sin fuerza, cansinamente.
Que te atienda Fabio u otro médico, le repetía la voz de Crozza. ¿Y entonces qué pasaría?, se preguntó.
Dio media vuelta y se encaminó al hospital, sin saber muy bien por qué; su cuerpo le dictaba el rumbo como por instinto. Los transeúntes que venían por la acera se apartaban, porque Alice, sin darse cuenta, se tambaleaba un poco. Alguno incluso se paró un momento, dudando si ofrecerle ayuda.
Entró en el patio del hospital sin recordar que por allí mismo había paseado muchas veces con Fabio. Se sentía como si no tuviera pasado, como si se hallara de pronto en aquel lugar sin saber cómo. Estaba cansada, con ese cansancio que es simple vacío.
Subió la escalinata asiéndose del pasamano y se detuvo ante la puerta. Sólo quería eso: llegar allí, que las puertas correderas se abrieran y, antes de reunir valor para irse, esperar unos minutos. Era como dar un empujoncito a la casualidad, presentarse donde Fabio se encontraba y ver lo que ocurría. No haría lo que decía Crozza, ni escucharía a nadie, ni admitiría que en el fondo esperaba encontrarlo.
Nada ocurrió. Las puertas automáticas se abrieron, y al dar ella un paso atrás se cerraron.
¿Qué esperabas?, se dijo.
Pensó en sentarse y descansar un momento. Su cuerpo, sus nervios, le pedían algo a gritos, pero ella no quería escucharlos. Iba a desistir cuando oyó que las puertas se abrían de nuevo. Alzó los ojos por reflejo, segura de que ahora sí era su marido.
Pero en lugar de Fabio, quien apareció en la puerta, cuyas hojas permanecieron abiertas, fue una chica; su presencia había activado el sensor, pero no salía: estaba quieta alisándose la falda. Al cabo hizo lo que Alice: retrocedió un paso y las puertas se cerraron.
Alice la observó, intrigada. Vio que no era tan joven, probablemente de su edad. Tenía el tronco un poco inclinado hacia delante y los hombros muy encogidos, como si no hubiera espacio. Algo en ella le resultó familiar, no sabía qué, quizá su expresión, pero, por más que lo intentaba, no acertaba. Entonces la joven hizo lo mismo de antes: dio un paso al frente para que se abrieran las puertas, se detuvo juntando los pies y al poco retrocedió. Y en ese momento alzó la cabeza y sonrió desde el otro lado del cristal.
Alice sintió un estremecimiento que le recorrió vértebra a vértebra la espalda y se perdió en la pierna coja. Se quedó sin habla. Conocía a alguien con aquella misma sonrisa, que arqueaba el labio superior y dejaba al descubierto los dos incisivos sin que el resto de la boca se moviera.
No puede ser, se dijo.
Se acercó para ver mejor y las puertas se abrieron. La chica pareció contrariada y la miró con ceño. Alice comprendió y retrocedió para que siguiera su juego; ella así lo hizo, tan tranquila.
Tenía el mismo pelo moreno, espeso y ondulado en las puntas, que tan pocas veces ella había podido tocar, por cierto. Los pómulos marcados ocultaban en parte sus ojos negros, pero mirándolos bien reconoció en ellos la misma expresión vertiginosa que ciertas noches la había tenido en vela hasta altas horas, el mismo resplandor opaco de los ojos de Mattia.
Es ella, pensó, y sintió una especie de terror que le apretó la garganta. Al punto echó mano al bolso en busca de la cámara fotográfica, pero ni siquiera llevaba una maldita automática.
Así que siguió observando a la chica, sin poder hacer otra cosa. La cabeza le daba vueltas, la vista se le nublaba por momentos, como si el cristalino no acabara de enfocarse. Quiso pronunciar «Michela», pero por sus labios secos no salió suficiente aire.
La muchacha parecía incansable en su juego, como una niña, y ahora daba saltitos adelante y atrás como para sorprender a la fotocélula de la puerta.
Del fondo del vestíbulo apareció una anciana. Llevaba un bolso del que sobresalía un gran sobre amarillo, quizá una radiografía. Sin decir nada, tomó a la chica del brazo y la condujo fuera.
La chica no se opuso. Al pasar junto a Alice se volvió un momento y miró las puertas correderas como agradeciéndoles la diversión que le habían procurado. Tan cerca estuvo de ella que Alice pudo percibir el aire que desplazó a su paso, y habría podido tocarla; pero estaba como paralizada.
Siguió con la mirada a las dos mujeres, que se alejaron caminando despacio.
Ahora entraba y salía gente y las puertas se abrían y cerraban sin cesar, con un ritmo hipnótico y mareante. Espabilando de pronto, Alice exclamó en voz bien alta:
—¡Michela!
Pero ni la chica ni su anciana acompañante se volvieron, y tampoco alteraron su paso. Al parecer, aquel nombre nada les decía.
Se dijo que debía seguirlas, ver más de cerca a aquella joven, hablarle, saber; posó el pie derecho en el primer escalón, pero la otra pierna permaneció como clavada en el sitio. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas; en vano buscó la barandilla con la mano.
Se desplomó como una rama rota y resbaló por los otros dos escalones hasta la acera. Y desde allí tuvo aún tiempo de ver a las mujeres doblar la esquina y desaparecer. Entonces notó que la atmósfera se cargaba de humedad y que los sonidos se volvían cada vez más sordos y distantes.
Mattia había subido los tres pisos corriendo por la escalera. Entre el primero y el segundo se cruzó con un estudiante que quería preguntarle algo e intentó detenerlo, pero él se excusó diciendo que tenía prisa y al esquivarlo estuvo a punto de caerse. Al llegar al vestíbulo, por guardar la compostura, aflojó el paso, aunque no dejó de caminar ligero; el brillante pavimento de mármol negro reflejaba objetos y personas como una superficie líquida. Mattia saludó con un gesto al portero y salió a la calle.
El aire frío lo sacudió de su enajenación. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó.
Se sentó en un murete que había frente a la puerta y trató de explicarse aquella reacción; era como si en todos aquellos años no hubiera hecho sino esperar una señal para volver.
Miró de nuevo la fotografía que Alice le mandaba: se los veía a los dos juntos ante la cama de los padres de ella, vestidos con aquellos trajes de novios que olían a naftalina. Mattia tenía un aire resignado, ella sonreía. Alice le ceñía la cintura con un brazo y con el otro sostenía la cámara de fotos, por lo que se salía del encuadre y ahora parecía que lo tendiese hacia él, ya adulto, para acariciarlo.
Detrás, Alice sólo había escrito unas palabras y firmado.
Tienes que venir. Ali
Mattia buscó una explicación a aquel mensaje y aún más a su impetuosa reacción. Se imaginó la escena: él saliendo de la zona de llegadas del aeropuerto y saludando a Alice y Fabio, que lo esperaban al otro lado de la barrera; a ella la besaba en la mejilla, a él le estrechaba la mano y se presentaba. Discutirían cordialmente por ver quién cargaba con la maleta, subirían al coche y en el trayecto se contarían sus vidas, como si de verdad pudieran resumirse. Mattia sentado detrás, ellos delante: tres desconocidos que fingen una intimidad y arañan la superficie de las cosas para evitar el silencio.
Por Dios, es absurdo, se dijo.
Este lúcido pensamiento le procuró cierto alivio y le hizo sentir que recobraba el dominio de sí tras un momento de extravío. Golpeteó la foto con el dedo, decidido ya a tirarla, volver al despacho y seguir trabajando con Alberto.
Pero entonces, estando aún absorto, se le acercó por detrás Kirsten Gorbahn, posgraduada de Dresde con la que había firmado algunos de los últimos artículos, y mirando la foto y señalando a Alice le preguntó:
—¿Tu mujer?
Mattia se volvió y la vio inclinada sobre él. Su primer impulso fue esconder la foto, aunque pensó que no sería de buena educación. Kirsten tenía la cara alargada, como si se la hubieran estirado. Había estudiado dos años en Roma y chapurreaba un poco el italiano, pronunciando cerradas todas las
o
.
—Hola —dijo Mattia, inseguro—. No, no es mi mujer. Es… una amiga.
Kirsten rió, no se supo de qué, bebió un trago de café del vaso de plástico que llevaba y comentó:
—
She’s cute
.
Mattia se quedó mirándola un tanto violento y observó luego otra vez la foto; sí, sí que era bonita.
Cuando Alice despertó, una enfermera estaba tomándole el pulso. Yacía, un poco de través y aún calzada, sobre una sábana blanca en una camilla junto a la puerta. En quien primero pensó fue en Fabio, que podía haberla visto en aquel estado, y se incorporó bruscamente.
—Estoy bien —dijo.
—Quédese tumbada —ordenó la enfermera—. Vamos a hacerle una revisión.
—No hace falta, estoy bien, de verdad —replicó Alice, y de nuevo se incorporó, esta vez imponiéndose a la enfermera, que trataba de mantenerla quieta. No vio a Fabio.