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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

La soledad del mánager (2 page)

BOOK: La soledad del mánager
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La niebla no es el único obstáculo en el camino hacia el trabajo. Hay pocas posibilidades de eludir una irregular espera ante el paso a nivel y los habituales de cada mañana acogen la luz roja del semáforo como un riesgo perfectamente calculado, y asimilado. Los que van en bicicleta o moto ponen pie a tierra y conservan la moto entre piernas como si se les hubiera dormido. Los que van en coche ponen en marcha el cepillo o el aire interior para que desvele el parabrisas. Pocos son los que abandonan el tibio coche para limpiar a mano el cristal o tirar de la antena de la radio. Siempre es una sorpresa comprobar que a estas horas de la mañana hay emisoras en antena desde las que algún locutor, con la boca llena de cafés y madrugada, intenta conservar cierta capacidad de entusiasmo para vender la bondad de los discos con éxito.

¿Qué temperatura en La Coruña? Dos grados bajo cero.

¿Granada? ¿Por favor, Granada? No hay conexión con Granada.

¿Bilbao? Dos grados sobre cero y sopla viento del Cantábrico.

Ya lo han oído los hombres del mar. Malos vientos en el Cantábrico.

¿Barcelona?. ¿Qué temperatura tenéis por ahí? Cuatro grados, y humedad relativa, 87 %.

¿Y en Vich? Se pregunta el hombre. Seguro que por debajo de cero. Si en Barcelona están a cuatro. Se sorprende a sí mismo soplándose los dedos como cuando era niño y se echa a reír mientras le viene a la garganta una bocanada nostálgica de pan dormido empapado en café con leche. ¡Hay que ver los recuerdos! Cualquier cosa te desencadena un amontonamiento de imágenes rotas.


Joan, no emprenyis mes i pren-te la llet
1

Le decía su abuelo. Como él mismo podría decírselo día tras día a sus hijos, sobre todo al gandul de Oriol.


Oriol, un dia m'acabaras la paciencia i el potaré un calbot
2
.

Se echa a reír. El niño pone entonces cara de orgulloso obligado por las circunstancias y engulle la leche con perfección técnica, incluso despreciativa. Beber la leche, de mañana, con las manos adaptadas al cuenco, buscando el misterioso calor que parece subirle desde el centro de la tierra. Yo tazas de ésas no quiero, le dijo a su mujer cuando vio que había comprado una vajilla de duralex. Para la leche no las quiero. Estás cargado de cuentos. Mira, no sé por qué, pero si no me tomo la leche en tazón no me parece buena, sobre todo la leche de la mañana. La que tiene que limpiarlas soy yo y, la loza se desconcha, siempre es un nido de mierda, tú muy señorito, pero…


S'ha acabat el bróquil! La llet en taça i no en parletn més!
3

De vez en cuando hay que sacar el genio porque si no a uno le toman por el pito del sereno. Ya sé que son manías, pero tampoco está cargado uno de tantas como para no permitirse ésta. El tazón de leche le permitía recuperar la infancia, rostros de fondo, casi imposible recuperarlos del todo. La tieta:
Joan, faras tard a l'escola
. El abuelo:
Joan, no emprenys mes…
Las luces débiles de las primeras bombillas del Valles, quince, veinticinco watios y se apagaban cuidadosamente en cuanto entraban las primeras claridades, como si se tratara de una pugna entre el fluido y los campesinos asustados ante los gastos del consumo. Ahora todo va como va. Diez luces abiertas a la vez y luego los recibos suben lo que suben. De eso no se preocupa, no, eso no son caprichos. En cambio sí que le critica porque quiere tomarse la leche en tazón. La iaia les encarecía que cerraran bien la despensa porque de noche los locutores salían del aparato de radio y se comían todo cuanto encontraban. Se puso a reír y acabó llorando. El rojo seguía abotonando la niebla y se desperezó lo suficiente como para notarse hinchado el sexo. Se lo palpó con un cierto orgullo y entonces notó que le venía un cosquilleo desde dentro. He de mear. No se oía nada que anunciara la cercanía del tren esperado y más allá del margen de la carretera se adivinaba la suficiente broza y niebla como para proteger una meada lenta y segura de las miradas de la serpiente de coches, motos, bicicletas y camiones que aguardaban el paso del tren. La amenaza del frío y la posibilidad de que el tren se presentara de pronto le hicieron provocarse una última prueba. Hizo fuerzas para orinar y luego apretó los esfínteres para contener el río oculto. Apenas si pudo y unas gotas de orina saltaron como alborozadas chispas de agua dorada sobre el sudario de los calzoncillos.

No había más remedio pues. Saltó del coche, alzó los hombros como apuntalando el cuerpo frente al peso del frío y dando saltitos que pretendía elásticos rebasó el margen y se adentró en la maleza volviendo varias veces la cabeza para calcular si podían verle los que esperaban en la carretera. El río oculto reclamaba una urgente liberación, como si disfrutara ejerciendo una coacción sádica sobre su amo-esclavo. Ya va, ya va, dijo el hombre a media voz. Sus ojos ya habían visto el lomo del tronco de un tilo y los dedos bajaban la cremallera de la bragueta. Como si buscara un cuerpo vivo, delicado y difícil de tratar, probablemente una paloma, la mano derecha se introdujo en la bragueta, buscó la ventanilla lateral del braga-slip y aferró el sexo caliente y nervudo. Sin descuidar el mirar a derecha e izquierda, adelante y atrás, el hombre tendió su apéndice cogido con dos dedos mientras los restantes le componían un techo o, mejor diríase, un palio del casi religioso recogimiento con que meaba. A medida que se liberaba de la urgencia se sentía eufórico, ya despreocupado de si miraban o no miraban. Trató de mojar el tronco según un plan preconcebido, pero sus ojos se detuvieron en una extraña forma a ras de suelo, casi hundida en la tierra, que iba delimitándose gracias a la escarpa del pipí. La punta eléctrica de la orina limpió la forma y ante los ojos progresivamente desmedidos de Joan de can Gubern apareció una mano. Los ojos permanecieron quietos un instante como tratando de racionalizar el descubrimiento, pero después se pusieron en marcha y de la mano pasaron a la embarrada manga de una chaqueta llena de brazo de hombre, a la chaqueta entera, igualmente llena de hombre, al hombre mismo, de bruces y semioculto por la tierra, la escarcha y la maleza. El sexo de Joan Gubern pendía fláccido, achicándose por el frío a una velocidad diríase que no humana. Pensó: he de gritar, pero le contuvo el ruido del tren y el recuerdo de que había dejado el coche en la carretera impidiendo el tráfico. Volvió sobre sus pasos corriendo y de mala manera se metió el pene en su cascara.

1.
Juan, no jodas más y tómate la leche.

2.
Oriol, un día me acabarás la paciencia y te daré un pescozón.

3.
Se acabó lo que se daba. La leche en tazón y no hablemos más
.

3

—Ya iba para mi despacho. ¿Tan urgente es el asunto que ha subido usted hasta Vallvidrera?

Mientras pregunta, Carvalho no ha invitado al otro a que se siente. Le molesta la sensación de animal sorprendido en su madriguera y los ojos del detective van de una a otra evidencia de desorden: los platos sucios de la cena sobre la mesa-camilla, el disco dormido en el plato lejos de su funda tirada en el suelo, el cenicero colmado junto al sofá y el libro abierto en el suelo y sucio de ceniza. Lo primero que resuelve es el problema del libro. Lo cierra y lo tira sobre una estantería situada a dos metros de distancia. Pega una patada al cenicero para que desaparezca bajo el sofá, casi al tiempo que apila platos y vasos para llevárselos hacia la cocina. Cuando vuelve, el visitante ha recuperado el libro de la alacena, lo hojea y lo sopla para liberarlo de la ceniza guardada entre sus páginas.

—No se preocupe. Es sólo un libro.

El otro le sonríe con una enigmática complicidad. Unos cuarenta años, piensa Carvalho, pero el rostro joven. Un jersey y las puntas del cuello de la camisa como alitas de un cuello no demasiado alto. «Un muchacho que se ha quedado anclado en la gesticulación de James Dean», se comenta Carvalho cuando ve que el otro mete las manos en los bolsillos, alza los hombros y sonríe infantilmente mientras recorre la estancia con ojillos voluntariamente maliciosos.

—Hay cosas peores que los libros, señor Carvalho. Está usted bien instalado. ¿Paga mucho por el alquiler de este chaletito?

—Creo que es de compra.

—¿Sólo lo cree?

Carvalho se asoma a la amplia cristalera y tras comprobar que el paisaje del Valles sigue donde estaba la noche anterior, se detiene en el coche parado al. pie de la escalera del jardín y en el hombre que aguarda recostado contra la carrocería.

—¿Ha venido con el chófer?

—No tengo chófer, ni coche. No tengo casi nada. Algún que otro jersey; una chica de vez en cuando; amigos, no muchos; idiomas, por ejemplo el alemán.

—¿Me ha tomado por una oficina de empleo?

—No. Vengo a hablarle de un amigo común. Antonio Jaumá.

—Será amigo suyo. Mío no. No conozco a ningún Jaumá, o quizá sí conocí una vez a un tal Jaumá, un compañero de estudios, pedagogo, delgado, alto, cristiano progresista, inolvidable. Pero no se llamaba Antonio.

—Antonio Jaumá no era muy alto, no era un pedagogo, sino un alto ejecutivo de una empresa internacional, no era cristiano y su progresismo era más vital que político. Según parece Jaumá confiaba mucho en usted. Le diré dónde y cómo se conocieron: en Estados Unidos, en un avión que cubría el vuelo regular entre Las Vegas y San Francisco.

—¡El manager!

La expresión divertida que había aparecido en el rostro de Carvalho ni animó ni desanimó a su visitante. Sus repetidas miradas hacia un sillón forzaron la invitación de Carvalho. Una vez sentado encendió un cigarrillo con parsimonia y rigor técnico, aspiró un aire personal y oculto para impulsar su relato y contó a Carvalho la parte del encuentro con Jaumá sobre el desierto de Mohave. Carvalho empezó a sospechar que tenía ante sí un novelista por vía oral, monologador habitual de tertulia de silenciosos más o menos adictos. Un progre culto venido a menos, pensó Carvalho, y se predijo que la narrativa terminaría con un golpe de efecto, con un final de cuento monorrítmico que precipita todas sus significaciones en la última línea.

—Pues bien.

Una bocanada de humo espesa, plana, casi como una sábana gris que sale de la boca del visitante. —Antonio Jaumá ha sido asesinado.

Aún no lo ha dicho todo, porque los ojos que fueron maliciosos y ahora están graves buscan algo en alguna parte, probablemente un punto de apoyo para concluir.

—En cualquier caso, está muerto.

—Le confieso que me interesa más el que haya sido asesinado. El que esté muerto es una consecuencia. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?

—Le pegaron un tiro por la espalda a la altura del corazón. Un tiro perfecto. Luego tiraron el cadáver entre la maleza, cerca de Vich, y allí estuvo según el forense pocas horas, las de una madrugada.

—¿Qué ha dicho la policía?

—Un ajuste de cuentas de algún chulo de putas. Ya sabe que Antonio era un poco mujeriego, en el sentido más antiguo y poco glorioso del término. Para la policía el caso estaba clarísimo. En una de sus correrías nocturnas, o bien le hicieron chantaje y opuso resistencia, o se topó con un chulo malasombra. El cadáver apestaba a perfume íntimo de señora, del más íntimo:
Eau lústrale par l'hygienie intime
. Además el cuerpo apareció vestido casi totalmente pero le faltaba una pieza fundamental: los calzoncillos. Tal vez para compensar llevaba unas bragas en el bolsillo del pantalón.

—Lo que se dice una juerga. Parece claro.

—Yo no lo creo así. La viuda tampoco.

—No faltaba más. No es la primera viuda que se niega a aceptar que su marido lleva una doble vida.

—En el caso de Concha es posible. Es una muchachita de Valladolid que nunca se tomó en serio la erotomanía de Antonio. Pero yo tampoco creo que la cosa fuera tan simple.

—¿Por qué?

—Todos tenemos la imaginación ya muy educada por las películas y estamos hartos de ver películas en las que se dan pistas falsas para desorientar sobre las causas y objetivos de un crimen. Dígame: ¿cuál es la pista falsa más habitual?

—Meter en el gaznate del cadáver una botella de whisky o coñac para hacer creer que estaba embriagado.

—Perfecto, señor Carvalho. En el caso de Jaumá me parece que han hecho algo parecido.

—¿Apestaba a alcohol?

—No. A agua de colonia para higiene íntima de señora. Como si le hubieran derramado por encima un tonel lleno, ¿comprende?

—¿Se lo hizo ver a la policía?

—Yo no tengo tratos con la policía. He vivido muchos años exiliado en los países del Este y aún no tengo muy clara mi situación jurídica. Pero forcé a Concha para que lo comunicara y moviera incluso a un abogado. Ni la policía ni el abogado le hicieron el menor caso. Pero ella está decidida a investigar el asunto. Es entonces cuando yo recuerdo que Jaumá me había hablado varias veces de usted, incluso en ocasiones estuvo a punto de llamarle para encargarle investigaciones sobre casos de espionaje industrial. Jaumá era un manager importantísimo. Representaba en el sur de Europa a la Petnay, una multinacional apabullante, y en ocasiones le hacían inspeccionar la situación en América Latina.

—No entiendo cómo un hombre tan importante pudo seguir recordando a alguien como yo, un encuentro fortuito y casi demencial sobre el Valle de la Muerte, una cena en el Fisherman's Wharf de San Francisco, concretamente en el restaurante del alcalde Aliotto, un mañoso de tomo y lomo. Finalmente una excursión en la que me despedí a la francesa. Y lo que me parece un misterio tan evidente o más que el que rodea la muerte de Jaumá es que usted haya dado conmigo aquí y sepa que soy detective privado. Cuando Jaumá me conoció yo aún vivía en Estados Unidos.

—Jaumá nos lo dejó todo muy fácil. En las páginas de su agenda figuran su nombre, tres direcciones posibles y el aviso a una de sus secretarias de que se pusiera en contacto con usted urgentemente.

—¿Tres direcciones?

— Ésta, la de un despacho que tiene usted en las Ramblas y la de su amiga: Rosario García López, alias Charo.

—¿Por qué me buscaba?

— Ése es otro misterio. Forma parte del misterio. Probablemente algo ligado con su empresa.

—¿Era celoso? ¿Podía sospechar de un posible amante de su mujer?

—¿Concha?

Por primera vez el maduro muchacho del jersey parecía sorprendido.

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