Read La soledad del mánager Online

Authors: Manuel Vázquez Montalbán

La soledad del mánager (10 page)

BOOK: La soledad del mánager
2.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
18

Una nota de Biscuter le avisaba de una llamada del abogado Fontanillas. Los personajes empezaban a perseguirle, se dijo Carvalho, y llamó al teléfono que le indicaba la nota como el más adecuado para localizar al abogado a media tarde. Hasta dos secretarias intermediarias midieron la importancia del acceso a Fontanillas y la voz que se puso al otro lado estaba imbuida de ese énfasis con el que los curas, los médicos y los abogados pretenden hacernos olvidar que pueden llevarnos a la otra vida por el más mínimo de sus errores.

—Señor Carvalho. Encantado de conocerle. Sin más preámbulos, puesto que los dos somos hombres ocupados. La señora viuda de Jaumá, de soltera Hijar, me hizo un extraño encargo. Averiguar si las bragas encontradas en el bolsillo del malogrado Antonio estaban usadas o sin usar. Usted comprenderá que no me dedico habitualmente a estos menesteres, pero a título excepcional, por pedírmelo Concha, por tratarse de algo relacionado con mi gran amigo Jaumá, he movido peones, amistades. En fin. Estoy en condiciones de responderle. Eran unas bragas sin usar.

—¿Sin usar?

—Completamente nuevas para ser más exactos, si el detalle le interesa o le divierte. Le diré que el asunto me ha reportado alguna molestia porque hace unos minutos he recibido la llamada de un inspector de policía dispuesto a saber por qué estaba yo interesado en ese pormenor. No he tenido más remedio que darles una explicación que le concierne a usted. Es decir, la policía ya sabe que usted ha empezado una investigación por cuenta de la viuda.

—Sabe más de lo que debería saber.

—No he tenido más remedio. Y ahora le dejo porque mis obligaciones…

—No cuelgue. Aprovecho la llamada para concertar una cita. Es importante que hable con los principales amigos de Antonio.

—Aguarde un segundo.

La voz enfática se suavizó cuando hizo un aparte del teléfono y preguntó a la secretaria qué horas tenía disponibles al día siguiente.

—¿Le gusta hacer deporte?

—Deportes imaginativos. Comer. Joder.

—Lamentablemente no puedo complacerle en nada de eso. Mañana tengo una hora libre de 11 a 12 y pienso destinarla a pasarme por el club Cambridge a jugar un poco al frontón, una sauna, masaje. Con mucho gusto le invito y de paso charlamos. Puedo llevar invitados. Y ahora disculpe. Hasta la vista.

Sin opción de réplica, Carvalho se vio implicado en un turbio asunto deportivo. Colgó el teléfono y realizó unas cuantas respiratorias paródicas en busca de aires perdidos de antiguas gimnasias. Incluso flexionó las rodillas y se quedó sentado en cuclillas, riéndose sin saber muy bien por qué. Fue el momento escogido por Biscuter para entrar empujando la puerta con una rodilla, las manos cargadas con cestas desbordadas de verduras y botellas de detergentes.

—¿Se ha caído, jefe?

—No. Es que estoy bien así.

—¿Va bien para la columna vertebral?

—Va bien para algo de lo que no me acuerdo, pero va bien.

—He ido hasta la Boquería a comprar unos pies de cordero. Los voy a hacer con alcachofas y guisantes. Sé que le gustan. También hay que hacer una limpieza general de todo. ¿No huele usted a polvo?

Una vez en pie comprobó que le dolían las piernas desde las rodillas hasta los pies.

—Hay que hacer gimnasia, Biscuter.

—Más gimnasia de la que yo hago. No paro. Cuando no hay nada que hacer me lo invento. Algo que me enseñaron en el hospicio. La pereza es la madre de todos los vicios.

—Déjalo ya, Biscuter. Cuando te pones moralista me revientas.

—¿Un café, jefe?

—Un vaso de orujo frío. Voy a salir y quiero que me cites a todas estas personas de una manera racional. Es decir, no me cites a dos a la misma hora. Apriétalos para que pueda verlos a todos en un día.

Añadió el nombre de Gausachs a la lista que le había dado Núñez.

—Biscuter, pon un tono de voz adecuado. Que no te salgan esos gallos de vicetiple. Has de parecer un secretario de verdad.

Mientras Biscuter manejaba el teléfono, Carvalho trató de situarse frente al muro del enigma Jaumá. Ninguna puerta de entrada. Tampoco a la vista el lado propicio para escalar la pared. Una serie de movimientos hacia el éxito o el fracaso a partir de la casi evidencia de la falsificación del móvil. El asco con el que Carvalho solía acoger casos menores, casi todos producto de la usura moral de gente pequeña, parecía preferible a la inquietud con que se enfrentaba a un desafío tal vez por encima de sus posibilidades. ¿Cuáles son mis posibilidades? Voy a remover veinte posos y tal vez en algunos esté la clave del crimen. ¿Y si no? Señora Jaumá, las bragas pueden ser todo lo nuevas que quieran, pero su marido murió como consecuencia de una camorra. Tal vez en lugar de pedirle a la chica las que llevaba puestas, le quitó unas nuevas del cajón de la cómoda o del armario. O tal vez se insinuaba enseñando unas bragas nuevas:

—Señorita, si se quita las bragas que lleva puestas le regalo unas nuevas.

Al fin y al cabo las tesis del
Martillo de Oro
no tienen por qué ser infalibles. Cuatro golfos incontrolados putean a una muchacha y aparece Jaumá. Se dan cuenta de que. va forrado y se presentan de pronto para chantajearle. Jaumá se resiste. Le dejan seco. Pero ¿por qué las bragas? Ese detalle sólo podía obedecer a dos causas: o porque forma parte del ritual del ajuste de cuentas chulesco o porque se conozca la personalidad de Jaumá lo suficiente como para saber que muchos encontrarán lógica su muerte «detrás de unas bragas». El Martillo de Oro niega la primera posibilidad. Queda la segunda. ¿Y la torpeza de poner unas bragas limpias, nuevas? ¿Y las prisas por dar esta explicación como la justa?

—Jefe, le buscan.

Carvalho vuelve de su ensimismamiento y se da cuenta de que no están solos. Dos muchachos melenudos le tienden la chapa de policía y están ahí, ante él, dentro de su despacho.

—¿José Carvalho?

—Sí.

—Nos envían a hacerle algunas preguntas sobre el asesinato de Antonio Jaumá.

Ha de buscar Biscuter otra silla en el cuarto de baño y la trae, fría, de fórmica azul y metal. Carvalho mueve con disimulo la manivela que permite alzar su propio asiento y ganar unos centímetros sobre sus interrogadores.

—¿Es usted detective privado?

Les tiende Carvalho un carnet que ni miran.

—En España los detectives privados no suelen meterse en camisas de once varas y mucho menos en terrenos que ya pisa la policía.

—Por lo que yo sé, el caso Jaumá se dio por cerrado.

—¿Por qué lo abre usted?

—Es un encargo de la viuda.

—El jefe nos ha dicho que de momento le diéramos un consejo: nada de voces. Cualquier cosa qué usted sepa nos la ha de decir. Mucho ojo con que se entere antes cualquiera que nosotros. Un carnet de detective privado puede durar media hora si nos da la gana.

—No quiero que me den el Oscar ni el Nobel. Sólo quiero que mi cliente me pague, y en cuanto sepa algo, por descontado que se lo diré en primer lugar al cliente y luego ella decidirá.

—Cuidado con las atribuciones que se toma y a quien molesta. Luego se echan sobre nosotros y hemos de dar explicaciones. El jefe nos dice que no se crea usted el James Bond.

Biscuter miraba a los jóvenes policías y a su jefe como si estuvieran jugando al tenis.

—Me parezco más a Gregory Peck.

—No se lo tome usted a guasa.

Intervino con la voz crispada el hasta ahora silencioso: —Hemos venido de buenas maneras, pero sabemos con quién hablamos. Tiene usted un historial muy raro y el jefe al leerlo se hacía cruces de que le hubieran dado el carnet de investigador privado.

—Conocía al sobrino de un sobrino del primo del ministro de Gobernación de la época. —¿Cuándo fue eso? —Aún vivía el glorioso general Franco.

—Pues no habla usted de tiempo. Eso fue cuando lo de Matusalén.

19

El diario de la tarde daba la noticia del hallazgo de un coche extranjero en el río Tordera. Bajaba el río con crecida inhabitual por las últimas lluvias y se había llevado el coche unos metros sin dejar ni rastro de su ocupante. Sólo se sabía que era un coche de alquiler de la compañía Avis contratado en Bonn por Peter Herzen. Lo curioso del hecho es que dentro del vehículo tampoco había ni rastro del equipaje y se adelantaba la hipótesis de que al viajar solo llevara la maleta en el asiento de detrás y de que la hubieran arrastrado las aguas.

Anochecidas las Ramblas, Carvalho empezó a captar los síntomas de que se acercaban las algaradas cotidianas. La policía de la Brigada Especial Antidisturbios había empezado a tomar posiciones según un ritual de perpetuo estado de sitio. Jóvenes contraculturales apolíticos y jóvenes contraculturales políticos divorciaban sus grupos. En cualquier momento podía aparecer un comando de ultraderecha actuando como provocador y por las aceras se deslizaban los militantes de este y aquel partido en busca de sus sedes ya legales, sin ganas de verse mezclados en la inmediata trifulca, dispuestos a no verse desmontados de un porrazo del recién adquirido caballo de la legalidad y la respetabilidad histórica. Entre las ocho y las diez desaparecían putas, macarrones, maricones, hampones mayores y menores para no recibir de rechazo un golpe político. Desde la ventana Carvalho contempla el aumento de la tensión Ramblas arriba y a su lado Biscuter se quejaba de lo peligrosa que se está poniendo la ciudad.

—Y aún esto es tranquilo, jefe. ¿Se imagina Bilbao? ¿San Sebastián? ¿Madrid? Los del Grapo y la Eta secuestrando. Los de la derecha disparando contra manifestantes. Y lo de los abogados. Quieren así desestabizar la situación.

—Desestabilizar, Biscuter.

—Y eso ¿qué quiere decir exactamente, jefe?

—Creas la sensación de que el poder no controla la situación y de que el sistema político no sirve para garantizar el orden.

—Y eso ¿en favor de quién?

—Casi siempre en favor del propio poder, que así obtiene coartadas y cheques en blanco para hacer lo que le pasa por los cojones y como le pasa por los cojones.

—No hay derecho, jefe. Habría que colgarlos a todos. O mejor dicho: a pico y pala. A pico y pala los ponía yo. ¡Me cago en la mar! ¡Los pies!

El pitido de la olla a presión se había extinguido. Los reniegos de Biscuter llegaron a los oídos de Carvalho casi al mismo tiempo que los primeros gritos. En pocos segundos las Ramblas se convirtieron en un desfiladero nocturno lleno de seres humanos en estampida. Como soldados de plomo acristalados bajaba la Brigada Antidisturbios en una crispada carrera hacia el golpe. De pronto, como movidos por un resorte colectivo, se paraban y los manifestantes fugitivos se reagrupaban lentamente, disminuidos sus efectivos, pero aún suficientes para que alguien renovara los gritos de
Amnistía total
y los pelotones avanzaran de nuevo desafiantes hacia la policía. Otra carga. Entre la vanguardia de policías estalla un cóctel Molotov y la lógica de la carga se descompone. Diríase que la ira controlada anterior ha sido sustituida por una rabia aniquiladora. Al paso de la policía caen transeúntes cazados al vuelo de las porras y los tiradores de bombas de humo y de balas de goma lanzan el cuerpo atrás para respaldar el disparo hacia los grupos que huyen. El ruido de un tiro pone alarma en los nervios del Carvalho mirón desde la ventana. La policía se ha detenido y se revuelve mirando hacia las bocacalles y hacia las ventanas. Un agente dispara una bala de goma ciega contra las fachadas y el público cierra los portones de los palcos con urgencias de lluvia. Carvalho entorna los postigos y por la ranura presencia una estilizada carga, movimientos rotos de las fuerzas del orden obligadas a pasar por tan escaso punto de mira. Desde la cocina grita Biscuter:

—¡Le echo la picada y ya está, jefe! ¡Ya he ligado el sofrito!

Cuando el olor de los platos le hace volver la cabeza, la paz ha vuelto a las Ramblas. La policía ha recuperado la vigilancia parsimoniosa del inicio y en las ((tocineras» los guardias se relajan con las viseras de plástico levantadas.

—¿Estaban bien limpios?

—Yo mismo he rascado los pocos pelos que les quedaban. Están tiernísimos.

Sobre la base del sofrito y la picada se ha construido una buena cocina popular, la catalana; y Biscuter tiene aprendida la lección. Come el hombrecillo sin quitar la vista de Carvalho por si se le escapa el necesitado comentario elogioso.

—De rechupete, ¿eh, jefe?

—Correcto.

—¿Correcto sólo? Hosti, jefe. A usted hay que hacerle cojones de periquito a la bechamel para que diga ¡buenísimo, Biscuter! ¡De puta madre, Biscuter!

Minutos después, Carvalho se toma un carajillo en el Café de la Ópera, rodeado de restos de manifestación y de los primeros caracoles de la fauna ramblesca salidos de sus madrigueras. Carvalho selecciona intuitivamente los que pueden ser policías disfrazados. Entre los disfrazados y los qué llevamos un policía mental prohibidor ¿quién de aquí no es policía? Dos aprendices de maricón se acarician bajo un espejo modernista que reproduce la ternura de sus nucas. Diecisiete muchachas disfrazadas de fumar grifa y de haberse ido de casa, acaban de llegar de sus casas y piden al camarero agua mineral sin gas. Doscientos treinta clientes del Café de la Ópera dan el espectáculo sobre su isla en cinemascope, contemplada desde fuera por transeúntes tímidos que van de mirón o de putas. Los camareros se abren paso entre los isleños como serpientes blanquinegras y el imán de sus manos sostiene bandejas de latón, antaño corroídas por absentas volcadas en las noches locas de los señores y sus fulanas de moaré.

—¡Más madera, que es la guerra!

Grita un jorobado doble que trata de abrirse paso. Las ropas huelen a hierba. Los sobacos a cuerpo. Las voces a tabaco y a bocadillo engullido como una gasolina que garantice el largo viaje del cuerpo de la nada a la muerte, pasando por la más absoluta inapetencia. Sobre los hombros y la cabellera de un hombrón huesudo, un niño de dos años se asoma al pozo de un gin-tonic y acepta el chupachup de fresa que le tiende un camarero de mejillas rosadas. En un rincón el joven pretuberculoso escucha solo su solo de guitarra con las guedejas de pelo sucio derramadas sobre las cuerdas. En la puerta se abren de piernas dos antidisturbios con la visera calada, la sonrisa de sorna aplastada por la mirilla de plástico. Ni avanzan ni se van. Miran y probablemente escuchan el silencio que han creado, roto por alguna tos y el toque de los vasos abandonados sobre los veladores de mármol. El niño se echa a llorar. Los antidisturbios se marchan.

BOOK: La soledad del mánager
2.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Witch Cradle by Kathleen Hills
Killing for Keeps by Mari Hannah
The Alington Inheritance by Wentworth, Patricia
Rush Into You by Lee, Brianna
The Count's Prize by Christina Hollis
Second to None by Alexander Kent
Maid for Martin by Samantha Lovern