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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

La soledad del mánager (13 page)

BOOK: La soledad del mánager
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—¿Veía usted a Jaumá con frecuencia?

— Últimamente no mucho. No soporto el paternalismo. No se lo aguanto a mi padre, se lo iba a aguantar a él. Estaba nervioso. Últimamente le vi más crispado. Más crítico. Más envidioso. Se comía a estas chicas con las que yo voy. Con los ojos. Son chicas para navegar y él vivía fatalmente varado y cada vez más angustiado.

24

Vilaseca se consideró indispensable para acompañar a Carvalho en su visita a Argemí. La muchacha los esperaba a la salida del restaurante semisentada en uno de los coches aparcados sobre el paseo central. Indolentemente los siguió y ya en el coche, cuando se enteró de los planes próximos, empezó a oponer obstáculos, primero con una cierta discreción pero ante las contestaciones evasivas de Vilaseca acabó gritando y exigiendo que la dejasen bajar del coche.

—Cambia de papel. Deja ya el papel de niña mal criada de buena familia y recita algo bueno. Por ejemplo, el diálogo de Gloria Grahame con Glenn Ford en Sobornados. Te pareces a Gloria Grahame, te lo he dicho cien veces. ¿Recuerda a la Grahame, Carvalho? Nació con la mirada más hermosa de este mundo, equívoca, tierna, lasciva. Tenía la expresión necesaria para sostener un diálogo inteligente. Te pareces mucho a la Grahame, Ana, en serio.

—Quiero irme. No soporto a tus amigos. No soporto el que os paséis cinco horas recordando majaderías que os hacen reír sólo a vosotros, sólo a vosotros. Yo me aburro. Sois aburridos.

—¡Pare, Carvalho!

Arrimó el coche a la hilera de los aparcados y aún finalizaba la maniobra cuando ya Vilaseca había saltado, abría la portezuela del asiento trasero e instaba a la muchacha:

—Baja. Vete ya a parir panteras. Tienes el día.

Bajó la chica con todo el empaque posible y al pasar ante Vilaseca dijo sin mirarle:

—Te espero en Zeleste a las once.

—Yo estaré en casa dentro de dos horas.

—Yo no.

—¿Adónde vas?

—Es cosa mía.

—Carvalho, lo he pensado mejor; no voy a ver a Argemí. Por favor, dígale que le llamaré uno de estos días. Tengo proyectos interesantísimos.

Se agachó más para que solamente Carvalho oyera sus palabras:

—Disculpe si no le acompaño. Es como una niña. He abusado un poco y he cargado el día de situaciones que a ella ni le van ni le vienen. Si alguna vez me necesita no tiene más que llamarme. Ha de cuidarse el pelo, caramba. Esas entradas. Yo estaba al borde de la calva y fui al médico a tiempo. ¿Sabe cuál era el problema? Nervioso. Vida doméstica. Consecuencia: calvo y gordo. Acabé con la vida doméstica y ya ve usted. Llámeme. No lo olvide.

La generosa disposición personal de Vilaseca era conmovedora. Por el retrovisor vio cómo el cineasta descomponía el gesto de comandante USA despidiendo al comando suicida y adoptaba la gesticulación del amante interesado por la congoja de la muchacha. Carvalho exploró con dos dedos en uve las supuestas entradas y se mesó el cabello por si había disminuido su consistencia.

—Cosas de este loco.

El mismo comentario que Carvalho había hecho en el coche apareció en labios de Argemí cuando le hizo un resumen del encuentro con Vilaseca. Bajo, de espaldas anchas, con vigor en un pelo negro donde apuntaba el gris, mirada falsamente dormida tras un fondo de pozo de dioptrías, lento al explicarse con una voz sin duda temible en los momentos de enfado, Argemí aparecía siempre como sorprendido entre dos sueños, nunca recuperado de la cólera de despertarse o de la cólera de estar a punto de dormirse. A esta impresión contribuía el achicamiento de los ojos tras las rejas de lentes espesos y la morosidad de movimientos y dialéctica.

—Vengo sólo a firmar.

Dijo y comprobó por encima de las gafas el efecto que sus palabras producían en Carvalho. Se rió para arrastrar la risa de Carvalho y consiguió una sonrisa de solidaridad. Con una gruesa estilográfica sin duda carísima iba firmando los papeles que le sustituía una secretaria joven, pulcra, recatada, virgen como deben ser las secretarias de las empresas de yogur, producto al que se asocian ideas de pureza e inocencia sólo aplicables a las carnes de los niños que aún no han hecho la primera comunión. Porque es blanco, porque se recomienda a los enfermos y porque es barato, el yogur es como la violeta de los alimentos. La mano firmante mostraba parte de la selva pilosa que Argemí escondía a lo largo y ancho de su cuerpo de hombre-lobo traicionado por una carita de niño con gafas. El marco merecía ser el despacho de unas granjas para señoras desocupadas en la era de la pérgola y el tenis. Rosas las paredes forradas de raso, blanco el techo levemente estucado y pendiente del cuadrado de una lámpara cenital de cristal grabado con el vuelo de unos pájaros opacos. También grabado el cristal que respaldaba un mueble bar al que sólo faltaba la presencia de Ella Rames con los hombros desnudos y los ojos vaselinados ofreciendo un martini al oficial de la RAF a punto de partir para morir en el bombardeo de Dresde. O tal vez encajaría mejor Gene Tierney ofreciendo un manhatan y pidiendo la protección del oficial de la Navy a punto de irse a la conquista de Alemania y volver con el mundo entero bajo el brazo, como si lo hubiera ganado en el tiro al blanco de una barraca de feria. Suelo de parket de roble sólido como los zapatos ingleses con mucho tacón que Argemí enseñaba enmarcados en la doble falda de una grave mesa acajonada doblemente y dejando en el centro un vacío teatral en el que las piernas de Argemí constituían el único espectáculo.

Cerró la pluma como si fuera de cristal, enarcó las cejas con el suficiente esfuerzo como para mantenerlas en alto una temporada.

—Bien. Usted dirá. Supongo que no habrá venido sólo para contarme cosas del loco de Vilaseca. Bueno loco, loco… Otra vez la risa personal y transferible.

—Ya me gustaría vivir como ese loco… Vive de puta madre, ¡de puta madre!

Se envainó una mano con la otra, hundió su cabeza en el pecho como para concentrarse más en el personaje que tenía delante y le alentó:

—Dígame, dígame.

—Usted parece haber sido uno de los compañeros de juventud que más siguió relacionándose con Jaumá.

—Tal como lo dice debo entender que ya no me considera joven.

—Ya no tan joven.

—Así está mejor.

De nuevo la propuesta de risa.

—He vuelto a abrir el caso y quisiera qué usted me contara cosas que me inciten a mantenerlo abierto. Es decir, cosas que hagan viable la sospecha de que Jaumá no fue asesinado como pretende la explicación oficial.

Suspiro lento. Meditación lenta. Movimientos lentos en búsqueda de la retaguardia del sillón con orejeras, lento descanso de la cabeza en una orejera, lento regreso a la posición inicial.

—Nada me permite ayudarle. Todo lo que sé sobre Jaumá se lo conté a la policía y todo lo que sé y puedo contar hace perfectamente lógico el desgraciado final de Jaumá. Yo le conocía mucho, mucho…

Sacó un Davidoff especial de una caja de tabaco inglesa con humidor marca Dunhill. Con una ligera tea de madera de cedro calentó meticulosamente una punta del puro y cuando quedaron prendidos los cantos lo agitó continuamente entre dos dedos hasta conseguir un encendido total. Luego cortó la otra punta con un cortapuros de plata y succionó una compacta masa de humo.

—Por favor.

Dijo de pronto como molesto consigo mismo por un imperdonable olvido, y tendió a Carvalho la caja de los Davidoff. El detective estaba seguro de que la maniobra había sido estudiada y de que era un test para comprobar hasta qué punto Carvalho se sentía atraído por el tabaco de calité. Los ojos de Carvalho no habían abandonado el Davidoff desde que apareciera en la mano de Argemí como brotó la manzana en la mano de Eva. Con complacencia evidente Argemí observó que Carvalho repetía el encendido ritualesco, y cuando los dos Davidoff quedaron con las perfectas ascuas enfrentadas un vínculo de connaisseurs se había establecido entre el empresario y el detective. Se palmeó Argemí una leve tripita de animal lujoso.

—Jaumá no fumaba.

—Pero comía y bebía.

—¡Y jodia! ¡Y jodia! ¡No lo olvide! ¡Y jodia!

Risas y humos salían de la boca semicerrada de Argemí mientras recalcaba su aseveración con el cuerpo volcado hacia Carvalho y el puro pugnativo en primer término.

—Viajábamos mucho. A veces solos. A veces con nuestras respectivas esposas. Viajar ayuda a conocer a las personas. Yo puedo decir mucho, pero es que mucho, sobre la obsesión erótica de Jaumá. Entre otras cosas porque la comparto.

—¿Por qué viajaban tanto juntos?

—Digamos que a veces por afinidad y otras por negocios. Hay aspectos complementarios entre los negocios de Jaumá y el mío. Determinados productos de los que me abastece la Petnay a través de la filial equis, ¿comprende?

—¿Corrobora usted la impresión de que últimamente Jaumá estaba especialmente deprimido, casi angustiado?

—En absoluto. De ninguna manera. Pasaba de la depresión a la euforia con facilidad. Pero últimamente no capté en él ningún cambio revelador de nada. ¿Quién le ha hablado de las depresiones de Jaumá?

—Núñez, Vilaseca, Biedma.

—El ala izquierda, vamos. Ésos siempre tienen muchas ganas de demostrar que Jaumá, yo o Fontanillas nos hemos equivocado en la elección de sistema de vida.

—¿Se han equivocado?

Levantó el Davidoff como si fuera un cáliz a punto de consagración y con la cabeza indicó el Davidoff que Carvalho estaba fumando.

—¿Usted cree que me he equivocado de sistema de vida?

25

—Cuando se descubre que se vive solamente una vez es cuando se ha alcanzado la madurez. Entonces, una de dos: o decides vivir materialmente lo mejor posible, o te drogas de trascendencia y te haces religioso como Núñez, Vilaseca, Biedma o Santa Teresa de Jesús. Cada vez que me angustio excesivamente cojo un avión y me voy al hotel Princess de Acapulco. ¿Lo conoce? De oídas. Bueno. Es el hotel más lujoso del mundo. Cuando era joven y no tenía dinero escribía versos y me compraba corbatas. Así superaba las depresiones. Núñez, Vilaseca o Biedma creen en la inmortalidad del alma, no en la inmortalidad del alma individual, sino en la inmortalidad del alma de las clases sociales ascendentes, ¡ascendentes! No lo olvide, porque la mía es descendente, según ellos. Muy bien. El alma de la burguesía merece morir con el estómago lleno de champán Krugg del 72 y los ojos velados por los vapores de los especiales Davidoff. Cada mañana desayuno tres suficientes canapés de caviar iraní y una copa de champán francés con zumo de naranja. Luego o nado en la piscina cubierta de casa o juego al tenis en mi pista o me voy a jugar al golf. Cuando llega el buen tiempo hago vela deportiva durante la semana y los fines de semana saco el yate para las amistades y disfruto del placer de ser impotentemente envidiado. Nunca como rutinariamente, Carvalho, ¡nunca! Ningún sentido merece ser tratado rutinariamente porque mediante los sentidos estamos vivos. En mi casa comemos a la carta. Al menos cinco posibilidades de elección cada día y en cada plato. Mi mujer y yo hacemos régimen para mantenemos en forma. Nada triste. Langosta a la parrilla con una ligera salsa de alcaparras o un solomillo a las hierbas o incluso un estofado de toro hecho casi sin grasa. Envié a mi cocinero a unos cursos especiales sobre cocina dietética que da el profesor Bricher Benner. ¿Sabe usted lo que me cuesta el cocinero? Ante todo pagarle suficientemente para que no se marche
de motu proprio
y luego costearle una malla que le impida marcharse ante tentaciones exteriores. Tengo a toda su familia colocada en mi empresa. Pero un cocinero es el amigo más fiel del hombre y si mi cocinero muriera, Carvalho, le lloraría desconsoladamente. Tengo cinco mil botellas en mi bodega del Ampurdan y unas dos mil en la de Barcelona. Muy seleccionado todo. Las mejores cosechas de vinos franceses. Poco español. Algunos blancos porque a veces me apetece un vino verde gallego muy frío, en verano o cuando tengo sed. Mañana me voy a París, a cenar en la Tour d'Argent, y al día siguiente voy por carretera a Lyon a comer en el Paul Baucus. Es un viaje de rearme moral gastronómico. ¿Lo ve? ¿Cree usted que me he equivocado de sistema de vida? Grotesco. Vivo de puta madre, ¡de puta madre! Ni siquiera tengo preocupaciones empresariales excesivas. No tengo competencia en el mercado interior. Exporto. Oiga bien: ¡exporto yogures! El procedimiento industrial es simplísimo y la red comercial también. En cuanto a mi vida afectiva, podría asegurarla en la Lloyds por diez mil millones de dólares. Una esposa equilibrada que sabe estar cerca y lejos, que sabe llevar trajes de noche y saltos de cama. Hijos tal vez no tan inteligentes como yo hubiera querido, pero satisfechos y sanos. Amistades complementarias: desde la dosis de placentera nostalgia que me suministran los compañeros de Universidad, hasta las cenas de matrimonios ricos y lustrosos. Amantes igualmente complementarias. La ex compañera de estudios con el cuerpo cuarentón, pero que me libera de las represiones adolescentes. Muchachas en flor cazadas con la cartera, con el descapotable o con este leve parecido a Onassis que se me insinúa a medida que envejezco. La mujer de alguno de mis subalternos, lo que me suministra esa dosis de ofensa y humillación que a veces requiere el acto sexual. La mujer o la hija de una de esas amistades de cenas de matrimonios. Podría decirse incluso que soy un coleccionista. Se lo cuento a usted porque a los detectives y a la policía hay que contárselo todo y porque usted sabe fumar un Davidoff. La semana pasada me gasté doscientas mil pesetas comprándome camisas en Londres. En setiembre volveré para reponer mi surtido de jerseys. Tengo cuanto deseo y gracias a Dios estoy libre de la necesidad de erotismo de poder político. Miro a mi alrededor y desde hace semanas descubro a muchos empresarios agobiados por la concupiscencia política. Quieren ser diputados o senadores. En parte por el temor de que los políticos no representen suficientemente sus intereses. En parte por el erotismo del poder. Porque saben que en los manuales de Historia gordos suelen reproducir los nombres de los gobiernos del país y en cambio no quedará constancia de que yo fui propietario de Aracata, S. A. Es otra forma de apetito trascendente para el que estoy vacunado. Tengo escritos excelentes libros de versos en catalán y pienso publicarlos cuando tenga casi sesenta años, por el simple placer de que pierdan el culo los de la Enciclopedia Catalana y me dediquen diez líneas en la edición contemporánea y sin duda treinta en una edición de dentro de cincuenta años. Mire. Aquí tengo escrita una aproximación a lo que será la nota biográfica que me dedicarán en las enciclopedias dentro de cincuenta años. Le hago una fotocopia, la conserva y si tiene paciencia o voluntad de vivir cincuenta años más comprueba si me he equivocado de mucho.

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