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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

La soledad del mánager (11 page)

BOOK: La soledad del mánager
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20

—¿No conoce usted nuestras instalaciones? ¿No se ha dado usted una vuelta por nuestro bosque privado? ¿Quiere usted hacer un recorrido para familiarizarse con la mansión?

Carvalho duda si Gausachs ha dicho una de estas tres cosas. La que ha dicho o las dos que ha sugerido su entonación. Alto, con el tórax en forma de campana, la espalda tiesa, rubio cabello caro de joven patricio del textil con algún ingeniero inglés o su hija entre sus antepasados, la corrección misma en unas facciones griegas algo hinchadas en los primeros años de la treintena por un exceso de mesa y bebida, ademanes de jefe de protocolo, mirada sernientornada, sonrisa contenida y sólo un brazo en movimiento suave para indicar asiento, memoria, olvido, dirección a, un castellano forzado para evitar las relajadas vocales catalanas, falsamente acastizado para estar a la altura de gentes importantes de Madrid:

—Me han explicao… he constatao… se ha cerrao y toda la jerga lingüística de joven ejecutivo: por supuesto, en base de, a nivel de, eso está hecho.

—Con mucho gusto se las enseñaré aunque ha de disculpar un cierto desorden porque estamos en obras. Cada maestrillo tiene su librillo y he querido adaptar a mi estilo sobre todo la parte de recepción. El llorado Jaumá, como en todo, era un intuitivo y no concedía excesiva importancia al escenario. Incluso este improvisado despacho en el que le recibo hubiera sido inconcebible en sus tiempos.

Revestimientos de pared en madera de haya, mesa Res Mobel, nevera de despacho, tresillo Oxford en piel auténtica, tan delicada que diríase piel humana, alfombra india, un Sunyer adquirido en una reciente subasta, un regalo, apostilló Gausachs, un mueble bar donde el whisky de malta predominaba en torno a un cubo de hielo de plata maciza.

—Luego le enseñaré donde ejercía Jaumá. Parece la oficina de un almacén del Pueblo Nuevo o del Pueblo Seco, de un barrio de ésos. Era un hombre de intuiciones geniales pero un poco chapado a la antigua, aunque puede decirse que estaba en plena juventud. A nivel de gestión, un águila. Pero a nivel de representación, de imagen, vivía con cincuenta años de retraso.

—¿Ya se ha hecho usted cargo totalmente de la empresa?

—Me asesora una junta enviada desde la central de Londres, pero próximamente se irán.

—Según los especialistas en la Petnay, y usted sabe que los hay sobre todo desde el golpe de Chile, junto a los altos cargos de gestión, por ejemplo usted, siempre hay altos cargos… políticos. Algo equivalente a la función del comisario político en los ejércitos populares.

Milagrosamente Gausachs conseguía reírse sólo con el labio inferior, maravilla técnica que dejó boquiabierto a Carvalho.

—Las multinacionales no sé si pasarán a la historia de la Economía, señor Carvalho, pero desde luego ya tienen un lugar en la historia de la Literatura, capítulo de Cuentos y Leyendas. Absurdo. Completamente absurdo. No le negaré que hay gestiones que rozan la política y, más que la política, la legislación vigente. Esas gestiones se realizan a altos niveles políticos, pero las realizo yo, Martín Gausachs Doménech, ¿comprende?, como en su día las realizaba el señor Jaumá.

—¿Nada escapa al control de un gerente general de zona?

—Absolutamente nada. Cada uno de nosotros tiene contactos bilaterales trimestrales con la dirección y cada semestre hay una convención general. Periódicamente pasan inspectores de zona o generales y hay una especie de comité de administración central que cumple el papel de gran cerebro contable.

—Dieter Rhomberg ya no es el inspector de esta zona.

—En efecto. Ha dimitido.

—¿Cuándo?

—Yo me enteré ayer. Recibí un télex de la central en el que dicen: Desde hace dos meses Rhomberg ya no es inspector de zona. Ha dimitido.

—¿No es extraño que le comuniquen esa dimisión con dos meses de retraso?

—Desde la muerte de Jaumá ha habido algunos desfases, evidentes décalages en base al necesario período de reajuste abierto y que aún tardará en cerrarse. Aunque estas grandes empresas son como maquinarias gigantescas, el factor humano cuenta y sobre todo en el caso de Jaumá, un hombre muy personal, con muchas cosas en la cabeza y poco uso de la agenda. Montones de rincones dejados por Jaumá aún no han sido explorados. Confiaba en su prodigiosa memoria y eso no se hereda. No se fiaba de la división de poderes y trabajos. Imagínese usted. Esta empresa tiene un equipo de administración impresionante, absolutamente fabuloso y con un centro de cálculo comparable al del Pentágono. Pues bien. ¡Jaumá hacía repasar las cuentas de su jurisdicción por misteriosos contables amigos suyos!

De nuevo la risa plana, como si fuera una lámina descargada a síncopes por el labio inferior de Gausachs.

—¿Sospechaba de algo o de alguien?

—No. No creo. Era una manera de ser en base a un origen rural o algo así, provinciano, eso es. Era un poco provinciano en algunas cosas.

—¿Le tenía usted aprecio?

—Apreciaba sus cualidades profesionales, innegables, aunque muchas cosas yo las hubiera hecho de otra manera. —Ahora podrá hacerlas.

—Se me ha complicado mucho la vida. El puesto de Jaumá obliga a viajar mucho. He de dejar mi adjuntía en la Universidad y ahora mismo se me plantea un problema de conciencia. ¿Me presento como candidato a diputado para la próxima legislatura de las Cortes? Un grupo de amigos me anima a que lo haga. Catalunya necesita hombres de empresa que la representen en los supremos órganos legislativos.

—Y los órganos legislativos necesitan la representación de Catalunya a través de los hombres de empresa.

—Sin duda. Pero no sé si podré alternar la responsabilidad política y la responsabilidad profesional. Creo que hay que elegir.

—¿Qué elegirá?

—De momento, sin duda, tal como están las cosas hoy, a las diez de la mañana, en base a los datos que todos tenemos y a nivel de decisión estrictamente privada, elijo la Petnay. Puedo esperar otra convocatoria de elecciones y, por supuesto, de momento este cargo me fascina.

—¿Qué fabrica la Petnay en España?

—Fabricar, fabricar, sobre todo cosmética, farmacia, abonos, piensos, industria alimenticia. Pero tiene cadenas de acabado de muchísimos otros productos y no es un secreto que los intereses de la Petnay participan en condiciones cualitativamente determinantes en muchos otros sectores industriales del país.

—¿Cualitativamente determinantes?

—Es una expresión que yo he acuñado en mis clases sobre la inversión exterior. Muchas veces no es necesario que la gran empresa internacional controle el 51 por ciento de las acciones. Le basta con tener un paquete de acciones suficiente para garantizar el equilibrio interno de la empresa y su imagen exterior de cara al crédito bancario. ¿Comprende?

21

Casi nada quedaba de aquel muchacho despeinado, algo bizco, simpático, achulado. Tenía el suficiente pelo como para no ser calvo, pero no el requerido para poder ir despeinado. Gruesos cristales diluyentes parecían haber corregido el estrabismo por el procedimiento de sumergirle los ojos en un mar de distancia lechosa. Arrugas, surcos en ambas mejillas, ahora convertidas en desagües para el reguero de sudor que le brota de las raíces del cabello, mientras el abogado Fontanillas se esfuerza en seguir los movimientos del monitor.

—Esa cintura. ¡Esa cintura! Trabaje esa cintura, así, ¡así! ¡¡así!! Con rabia ¡U ao! ¡U ao!

Con un resoplido da por terminada Fontanillas la gimnasia y se encamina hacia la bicicleta fija. Mientras tanto Carvalho se va vistiendo con ropas prestadas para los visitantes. Camiseta y shorts blancos, debajo unas bragas de nailon rojo para la sesión de piscina y sauna. Carvalho mueve las piernas como en la fase de precalentamiento de un partido de fútbol. Las rodillas le crujen, pero conserva elasticidad muscular suficiente para saltar con flexibilidad sobre las zapatillas de gimnasia. Como si cumpliera todas las estaciones del vía crucis, resoplando, sudoroso, Fontanillas le indica con un ademán que le siga. Escogen raquetas y se introducen en la habitación frontón que finge verdes de primavera. Los primeros pelotazos resuenan contra la pared huecos y duros. A veces da la pelota en el límite metálico de tolerancia y el ruido del fracaso parece como el chasquido de una máquina denunciadora. Deporte de refugio antiatómico en el que la blanca pelota de tenis no puede escapar hacia el cielo ni rebasar ninguna orilla en busca de escondite. Condenadas a rebotar y rebotar hasta una prematura vejez de gomas calvas y finalmente la muerte un día, un pelotazo, un corte por el que sale el liberado aire interior y el alma del caucho se va a los cielos.

Fontanillas tiene los reflejos educados por este frontón de animales subterráneos. Cada jugada afortunada pone a prueba sus largos músculos y la sonrisa semiescondida en un gesto de fatiga indica que ama y necesita esta victoria menor. Para Carvalho el ir y venir de la pelota, unas veces expulsada por las paredes laterales, otras lamiendo el techo y con un rebote semimuerto en el frontón, se convierte en una multiplicación de idas y venidas, las más veces infructuosas. Cuando le asoma a la piel su escaso sudor dormido ya ha educado sus ojos y sus brazos al ir y venir de la pelota y responde precariamente al juego sin coricesiones de Fontanillas. Consulta el reloj el abogado, agacha la cabeza y no acude a la recogida de pelota que le corresponde.

—Sauna y piscina. Allí hablaremos.

En bragas rojas avanzan por un pasillo moquetado y una puerta batiente los introduce en la zona húmeda del club. Una ducha fría, unas cuantas brazadas por la breve piscina cubierta unida al techo por un duro chorro de agua constante, secarse levemente con la toalla y entrar en la precámara del infierno cerrada por una pesada puerta de madera. Un recipiente de carbón caliente, bancos de madera, revistas maltratadas por el calor ambiental, relojes de arena en las paredes y termómetros, los dos cuerpos tumbados sobre un altillo como si hubieran sido introducidos por una pala de panadero en el horno y se cocieran lentamente. Los ahorros de sudor de Carvalho se dilapidan como aguas desbordadas y Fontanillas le observa con la satisfacción del que le ha brindado una experiencia provechosa.

—Esto es sanísimo. No porque adelgace, sino porque abre los poros.

—¿No hay un sistema menos torturante de abrir los poros?

—Esto no es nada. Es la presauna. Por aquella puerta estrecha se va al verdadero infierno. Me estoy haciendo una torre en el Desierto de Sarria y he hecho que me instalen una pequeña sauna. Para mí es como revivir. Por cierto, se agota el tiempo. Usted dirá.

—No. Usted. Es usted quien ha de contarme cosas sobre Jaumá.

—Supongo que querrá cosas concretas. No que le hable al tuntún.

—¿Le consultó alguna vez Jaumá algo que pudiera aclarar las circunstancias de su muerte? Algún asunto peligroso.

—Yo soy un abogado de combate, señor Carvalho, de combates pesados: artillería, acorazados, superbombarderos. He ganado mi prestigio en las salas de la audiencia casi siempre en torno a asuntos empresariales de gran envergadura. He hecho ganar a muchos clientes y perder a unos cuantos. Ninguno se me ha muerto por estas causas. Hay crímenes entre campesinos por cuestión de márgenes o entre tenderos porque se hacen la competencia en la misma calle de un pueblo. Pero en el mundo de los grandes negocios las reglas del juego son dantescas, señor Carvalho, y todo el mundo las sabe. Al margen de esta reflexión, he de decirle que yo he asesorado a Jaumá en algunos casos en que lo empresarial rozaba lo personal. La Petnay tiene su propio equipo de abogados.

—Es curioso. En el seno de una empresa multinacional en la que todo está escrito y ligado, Jaumá recurre a sus contables de confianza, a sus abogados de confianza, casi a título personal.

—Mis minutas las pagaba la Petnay. No Jaumá. Nada de lo que yo sé puede ayudarle. Son consultas muy técnicas.

—¿Qué explicación da usted a la muerte de Jaumá?

—No tengo otra que la oficial, y me sorprende que Concha no se haya conformado con ella.

—Según parece los técnicos en macarrones, putas y todo eso no creen en esa explicación oficial. El detalle de las bragas es casi una ingenuidad. Además estaban sin usar, eran nuevas. Ninguna mujer se las había puesto nunca. ¿Para qué sirven unas bragas en el bolsillo si no huelen a mujer?

—No es necesario que lo hayan hecho chulos o sus señoritas. ¿Por qué no la venganza de un marido celoso o un amante sustituido o el padre de alguna chica? Todo eso se lo planteó la policía, interrogó a mucha gente y nada. Concha se ha movido por un impulso sentimental comprensible pero discutible.

—Usted no quiere que el crimen se complique.

—¿Cómo dice?

—Usted no tiene interés en que el crimen se complique. Se le nota por lo fácilmente que niega toda posibilidad de complicación.

—No quiero complicaciones inútiles. Nunca las he querido y ha sido un método perfecto para abrirme camino en la vida. Concha se está buscando complicaciones inútiles y la culpa es de Núñez. Yo le quiero mucho, pero Núñez es una calamidad. A sus cuarenta y cinco años sigue siendo un joven prometedor. Dentro de cinco años será un cincuentón fracasado. Va por el mundo viendo la paja en el ojo ajeno y las manchas de la Luna. Ahora duda de las causas de la muerte de Jaumá y pone peros. Lía a Concha en el asunto y ya la tenemos armada. ¿Por qué? ¿Para qué? Porque Núñez casi no tiene nunca nada que hacer. ¿Para qué? Para compensar su indudable frustración por no hacer nunca nada de provecho.

—Tener una mujer, unos hijos, una casa en el Desierto de Sarria, una sauna.

—Vamos. También es usted un
enragé
. Suponía que los detectives privados eran más sensatos o más de vuelta de todo. ¿Pertenece usted a la célula de detectives privados del partido comunista?

—No. A la célula de gastrónomos.

—En ese caso le conviene pasar a la sauna propiamente dicha porque comer bien engorda y recibir satisfacciones éticas y políticas también.

22

Nada que oponer a la sensación de ligereza y flotabilidad con que Carvalho salió del taller de ejecutivos descompuestos. Parecía como si sus poros realmente absorbieran más y mejor el aire y cuando empezó a escalar el despacho del laboralista Biedma las piernas tenían alguna razón secreta para llegar cuanto antes. En la recepción un grupo de obreros escuchaba explicaciones sobre algo que había ocurrido aquella mañana en Magistratura de Trabajo. Una secretaria escribía a máquina en una esquina bajo un póster de la revolución portuguesa: un niño tiende la mano para coger el clavel que asoma de un fusil. Coge el fusil y deja la flor, piensa Carvalho, de lo contrario un día te pegarán un tiro y descubrirás con sorpresa que el clavel era una bala. Lo que discuten los obreros es el cierre de una sección de una fábrica de sanitarios. Un piso del Ensanche con mosaicos historiados, cegada chimenea de alabastro, portones de madera repujada sobre los que se ha colocado una capa de laca azul y en el mar de laca se abre un rectángulo que ocupa casi enteramente Biedma, alto, sólido, con los ojos grandes muy abiertos sobre un rostro cilíndrico. Los obreros callan y le saludan con el mismo respeto que si fuera un médico. Se sumerge Carvalho en el mar de laca azul y a sus espaldas queda Biedma intercambiando información con los contertulios. Un despacho eficaz lleno de muebles de oficina de los años cuarenta muy parecidos a los que llenan la oficina de Carvalho: archivo de madera con persiana, librería acristalada, dos butacas forradas de hule raído en el cular y en las acodaderas. Sobre la mesa un cierto desorden que parece perder importancia cuando se sienta Biedma con suavidad, fija los codos como si sus brazos fueran arquitrabes para el cuerpo y con la voz lenta, honda y joven perpetúa la sensación de templanza que brota de su cara, sólo traicionada de vez en cuando por un tic de ojos fruncidos y en fuga buscando algún punto inexistente hacia el noreste.

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