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Authors: John Katzenbach

La sombra (45 page)

BOOK: La sombra
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Entonces se le ocurrió una idea horrible, y por un segundo le tembló el bolígrafo sobre el cuaderno. «A lo mejor Sophie Millstein no te descubrió por accidente. A lo mejor tú llevabas un tiempo persiguiéndola. Y a los otros también. ¿A cuántos?»

Le rechinaron los dientes. Cuando todo parece apuntar en una dirección, de pronto surgen otras posibilidades. Se advirtió a sí mismo: «Cíñete a lo que esté al alcance de tu mano.»

Muy bien. Siguió hablando consigo mismo, maniobrando a través del laberinto de contradicciones que podía ser la Sombra. «Muy bien, ¿qué más sabes? Sé que no le da miedo la policía, porque fue a por mí sin mucha preparación. Simplemente iba a quitarme la vida y luego dejar que limpiara mis restos el detective Robinson. De modo que piensa que no pueden detenerle. ¿Por qué?»

La respuesta se le reveló de inmediato: «Porque no es un delincuente.»

«Si yo descubriera hoy cómo te llamas, ¿qué me diría tu nombre? Que nunca te han detenido. Que nunca te han tomado las huellas dactilares. Que nunca han introducido tu nombre en un banco de datos de delincuentes por ser sospechoso de ningún delito. Que nunca has engañado a la hora de pagar impuestos. Que nunca te has retrasado en un pago ni has dejado de abonar un préstamo ni has devuelto tarde un coche de alquiler. Que nunca te han parado por conducir bebido. Que ni siquiera te han puesto una multa por exceso de velocidad. Has llevado una existencia discreta invisible; una vida ejemplar con una única excepción: tú matas a personas.»

Simon Winter exhaló el aire despacio. Afirmó con la cabeza para sí. «Eso es lo que hace que te sientas seguro. Sabes que la policía opera en un mundo circunscrito por la rutina.» Se acordó de la famosa frase de Claude Rains en la película Casablanca: «Examina a los sospechosos habituales.» «Pero a ti jamás te atraparían en ese corral, ¿verdad? Porque tú no encajas en lo que nos han enseñado que debemos buscar. Leroy Jefferson sí que encajaba, y por eso al detective Robinson le fue tan fácil encontrarlo. Pero tú no eres un drogadicto de los bajos fondos podrido por el crack, ¿verdad que no?»

Apoyó el cuaderno sobre el reposabrazos del sillón. Se preguntó si Walter Robinson habría conseguido que preparasen el retrato robot. De pronto lo invadió el deseo de ver al hombre del que había estado tan cerca y durante tan pocos segundos en la oscuridad de su apartamento. «Estoy empezando a entenderte, Sombra —susurró para sus adentros—. Y cuanto más te entiendo, más luz arrojo sobre tu sombra.»

Miró los libros esparcidos a su alrededor y de pronto se le ocurrió una idea. «Estoy buscando en el sitio que no es —pensó—. Estoy preguntando a quien no debo preguntar. El rabino, Frieda Kroner, Esther y el Centro del Holocausto, todos los historiadores... Me estoy equivocando de gente. De lo único que saben ellos es del miedo y la amenaza que creó el hombre llamado la Sombra. He de encontrar a uno de los hombres que ayudaron a crearlo a él.»

Simon Winter tomó un libro del montón que tenía al lado, titulado: Enciclopedia del Tercer Reich. Pasó las páginas rápidamente hasta que encontró un organigrama. Anotó varios números y denominaciones en su hoja de notas y después aspiró profundamente.

«Dudo que resulte —pensó—. Pero en situaciones más difíciles me he visto. Y además es algo que tú no te esperas, ¿verdad?»

Recogió sus cosas y se levantó. Justo al salir de la biblioteca había una fila de teléfonos, y repitió el número de Esther Weiss en el Centro del Holocausto y también los de los historiadores con los que había hablado. Por un instante vio su imagen reflejada en el cristal de la ventana de la puerta principal de la biblioteca y se dio cuenta de que había movido los labios mientras llevaba a cabo aquella conversación unilateral. Aquello le hizo gracia. Las personas mayores siempre están hablando consigo mismas, porque no las escucha nadie más. Forma parte de la inofensiva locura que conlleva la edad. A veces hablan con los hijos ausentes, o con amistades que han perdido hace tiempo, o con hermanos desaparecidos. En ocasiones conversan con Dios. A menudo charlan animadamente con fantasmas. «Yo —pensó Simon sonriendo para sí— hablo con un asesino oculto.»

Walter Robinson también se sentía frustrado.

El retrato robot de la Sombra le devolvió la mirada desde su mesa de trabajo. El dibujante había trazado el rostro con una sonrisa leve, casi burlona, que irritaba al detective. No era el dibujo en sí, sino la sonrisa, porque hablaba de anonimato y de un carácter esquivo.

Había empezado a ejecutar varias operaciones rutinarias de detección, las típicas tareas que suelen realizar los policías y que suelen obtener cierto éxito. Pero hasta el momento sus esfuerzos habían resultado infructuosos. Había enviado por fax la huella parcial del dedo pulgar tomada del cuello de Sophie Millstein al laboratorio del FBI en Maryland, para ver si el ordenador era capaz de encontrar alguna coincidencia. El matrimonio entre la tecnología de huellas dactilares y los ordenadores se ha desarrollado con lentitud. Durante años, los emparejamientos los realizó el ojo humano, lo cual, naturalmente, requería que el policía que buscaba una coincidencia supiera quién era su sospechoso para que el técnico pudiera comparar la huella encontrada en la escena del crimen con un ejemplar tomado como Dios manda. Sólo en los últimos años se ha creado una tecnología informática que permite introducir una huella desconocida en una máquina y extraer una identidad de los millones de huellas archivadas. El ordenador del condado de Dade, una versión en pequeño del que utilizaba el FBI, ya había fracasado. Robinson no abrigaba muchas esperanzas de que el Bureau aportara algo distinto. Y debido a la inmensidad de la muestra del FBI, el examen de la misma llevaría más de una semana, y no sabía si disponía de ese tiempo.

Pasó varias horas irritantes en el ordenador buscando en los datos algún indicio de la Sombra. Había dos entradas con la palabra «sombra» en «apodos conocidos», pero una de ellas correspondía a un asesino a sueldo hispano, al que se suponía muerto víctima del habitual ajuste de cuentas entre narcotraficantes, y la otra se refería a un violador que trabajaba en la zona de Pensacola y cuyo mote se lo había puesto el periódico local. Probó con diversas variantes, pero sin éxito. Incluso tuvo la ingeniosa idea de repasar las listas de contribuyentes usando el apellido alemán Schattenmann, pero resultó un callejón sin salida.

Intentó entrar en la base nacional de datos informáticos de delincuentes con palabras clave tales como «Holocausto» y «judío», pero la primera no dio resultado alguno y la segunda produjo una larguísima lista de profanaciones de sinagogas y cementerios, también enumeradas como «crímenes por odio».

Probó con la palabra «Berlín» y obtuvo el mismo éxito. Sus esfuerzos con «Auschwitz» y «Gestapo» resultaron inútiles.

En realidad no había esperado conseguir nada, pero cada vez que el ordenador le devolvía la respuesta «no hay datos» su frustración se renovaba.

También volvió a entrar en el archivo de casos cerrados de la policía de Miami Beach, preguntándose si habría algún indicio de la Sombra en casos antiguos, pero de momento no había encontrado nada. En efecto, había muertes de judíos sin resolver, y probablemente algunos de ellos fueran supervivientes del Holocausto, pero si procedían de Berlín y cómo y dónde habían sobrevivido al Holocausto no eran detalles que se hallaran indicados en los archivos. Rastrear casos que databan de cinco, diez o quizá veinte años llevaría días. Sostuvo los archivos en sus manos y pensó para sí que seguramente uno, dos, acaso más, podrían ser obra de la Sombra. Por un instante pensó en los hombres y mujeres que la Sombra había atrapado en la Alemania en guerra, y comprendió que los casos que tenía en las manos los tenía tan perdidos como aquellos asesinatos.

Aquella idea lo hizo jurar en voz alta, un torrente de obscenidades que nadie oyó.

Robinson se levantó de su asiento y se paseó entre las mesas de la oficina de Homicidios con la intensidad de un felino salvaje recién capturado, esperando que el movimiento lograra liberar una idea que lo condujera a un derrotero electrónico provechoso. Todo policía tiene en mente esos recuerdos salientes, como el caso del Hijo de Sam de Nueva York, que se resolvió cuando alguien por fin examinó todos los vales de aparcamiento emitidos cerca de una de las escenas del crimen. Fue de un extremo de la sala al otro, y se detuvo una sola vez en la ventana a contemplar la ciudad, que humeaba al sol del mediodía. Después regresó a su mesa, tomó el retrato robot y, sosteniéndolo frente a él, continuó paseándose.

Levantó la vista sólo cuando oyó una voz que le preguntaba:

—¿Es nuestro hombre?

Era Simon Winter. Robinson afirmó con la cabeza, se acercó y le entregó el dibujo. Winter lo observó atentamente. Sus ojos parecían absorber cada detalle para grabarlo en la memoria. A continuación sonrió sin humor.

—Encantado de conocerte, bastardo. —Y pensó: «Así que tú eres el hombre que ha intentado matarme.»

—Ahora —dijo Robinson—, sólo nos falta ponerle un nombre.

—Un nombre...

—Y después cazaré a ese cabrón, no lo dudes. Eso es lo único que necesito: un nombre. La siguiente parada será la cárcel del condado de Dade. Una breve escala en el accidentado camino al corredor de la muerte.

Winter asintió.

—Dime, Walter, ¿alguna vez has perseguido a un individuo que ha participado en múltiples homicidios?

—Sí y no. O sea, en cierta ocasión perseguí a un traficante de drogas que había matado a cuatro o cinco rivales. Y formé parte del equipo que detuvo a aquel violador en serie que actuaba en Surfside. Siempre creímos que probablemente había algunos homicidios de los que podríamos haberle acusado, sobre todo en el condado de Broward, pero no apareció nada y se fue con una condena de tropecientos mil años. Pero ya sé lo que te preocupa. Quieres información sobre Ted Bunty, Charlie Manson, John Gacy, el Estrangulador de Boston y todos los demás, y te estás preguntando si alguna vez he participado en una de esas investigaciones. La respuesta es no, nunca. ¿Y tú?

El viejo sonrió.

—En cierta ocasión tomé confesión a un individuo que tenía sentado frente a mí fumando y bebiendo Coca-Cola. Fue en la época que venía en botellines y podías acabarte una de un par de sorbos. Hacía calor y en la sala sólo había un ventilador pequeño. Era muy tarde, y tuve la impresión de que cada vez que le daba una Coca-Cola a aquel tipo, él confesaba otro asesinato. De niños, en su mayoría. Le gustaban los niños. Sucedió en el sur, cerca del lugar donde los Everglades se extienden hasta tocar la bahía. La tierra de los campesinos blancos sureños simpatizantes del Klan. Él era un buen chico transplantado. Tenía un par de tatuajes desvaídos, barba de tres días, una gorra de béisbol raída. Apenas sabía leer y escribir. Para cuando amaneció, había llegado a confesar unos dieciocho homicidios, y estaba dispuesto a conducirnos en una visita guiada, ¿sabes? Me sentí igual que un conductor de autobús en una maldita trampa para turistas, como una especie de visitante de pesadilla, pensando cómo habrían sido las últimas horas de aquellos pequeños con el muy cabrón. Al principio utilizamos un todoterreno, pero se quedó atascado, así que nos cambiamos a una de esas embarcaciones especiales para pantanos, de las que se usan para cruzar las marismas, con ese motor de hélice montado sobre un armazón y que arma un ruido tremendo. Intentaba enseñarnos dónde había dejado los cadáveres, pero diablos, entre el sol y la lluvia, y que en aquel lugar todo parece igual, y que él tampoco era muy perspicaz que digamos, al final nos fuimos sin nada. Terminamos acusándolo del único caso probado. Fue a la silla eléctrica afirmando que había más. Muchos más. Y, ¿sabes?, de vez en cuando un cazador o un pescador se topaba con huesos en el bosque, entre el barro, y yo imaginaba que a lo mejor pertenecían a alguna víctima de aquel individuo, pero no había manera de saberlo.

Simon Winter meneó la cabeza apesadumbrado.

—Me molestó durante varios años, y aún me molesta —prosiguió—. No hacía más que pensar en todos aquellos padres y hermanos que no habían recibido ninguna respuesta de mí. ¿Sabes?, ésa es una de las cosas más valiosas que puede ofrecer un policía: certeza. Cuando uno puede darla, por muy terrible que sea, debe hacerlo, porque a la gente le resulta mucho más fácil vivir con una certeza, aunque sea la peor del mundo, que quedarse en la incertidumbre. Maldito pantano. Es capaz de ocultar cualquier cosa.

Robinson asintió.

—Ahora podríamos recorrer esos lugares con un helicóptero y filmar el terreno con una cámara de infrarrojos para captar el calor de un cadáver en descomposición.

Winter suspiró.

—La ciencia es algo maravilloso.

—Así que...

—Bueno, recuerdo que al escuchar a aquel tipo pensé cuándo había dejado de hacer aquellas cosas, y lo cierto es que nunca lo dejó. Uno tiene la sensación de haberse caído en un pozo. Está todo oscuro y húmedo, y es posible que no puedas salir nunca, y aunque salgas, lo único que recuerdas es la pesadilla. Creo que nuestro hombre es un poco así.

Robinson respiró hondo.

—Yo estoy teniendo problemas para dormir. Incluso con... —Dejó la frase sin terminar y Simon la acabó por él:

—...¿compañía agradable?

—Así es. Incluso con compañía. ¿Tan obvio resulta?

Winter sonrió.

—Yo fui detective.

Robinson se encogió ligeramente de hombros.

—La otra noche tuve una pesadilla.

—¿Qué clase de pesadilla?

—La que cabría esperar. Ésa en la que estás viendo cómo se ahoga una persona y no puedes hacer nada. Esa clase de cosas.

—¿Sabes qué era lo que más me aterrorizaba a mí?

—¿Qué?

—Que hubiera otros tipos como ése que había asesinado a dieciocho niños o más, y que anduvieran por ahí sueltos y no sólo yo no pudiera detenerlos nunca, sino que además siguieran haciendo cosas terribles a niños pobres que nunca habían tenido una oportunidad, y que cada vez fueran volviéndose más horrorosos y se hicieran viejos y finalmente murieran en paz en su cama, sin que nadie los hubiera tocado ni amenazado, sin ser nunca otra cosa que pura maldad. Y ahora yo también soy viejo y me preocupa que quizá no exista ni el cielo ni el infierno. Porque, maldita sea, de verdad me molesta pensar que si no podemos atrapar a esos tipos en este mundo, pueden simplemente desaparecer en el olvido sin que nadie les haya pedido cuentas. Eso es lo que me provoca pesadillas.

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