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Authors: John Katzenbach

La sombra (42 page)

BOOK: La sombra
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Robinson cambió de postura y observó el meticuloso proceso de ponerle cara a la Sombra.

Tommy Alter se rindió al cabo de unas horas y se marchó después de haberle sacado a Robinson la promesa de que Leroy Jefferson sería devuelto a su casa y de que el viaje sería directo y sin tropiezos. El dibujante era concienzudo y se negaba a darse prisa, un hombre que disfrutaba de su trabajo del mismo modo que disfruta un artista al ver cómo las formas van materializándose sobre el lienzo.

Ya era tarde cuando Espy Martínez y Walter Robinson tuvieron un momento a solas en el pasillo fuera de la sala de interrogatorios.

—Estoy agotada —dijo ella.

—¿Por qué no te vas a casa?

Ella sonrió.

—Para mí, la casa representa dos cosas: aburrimiento o frustración. Aburrimiento porque vivo sola y allí no hay nada que me haga sentir la persona que realmente quiero ser, y frustración porque en cuanto cierre la puerta empezará a sonar el teléfono, y serán mis padres llamándome desde su mitad del dúplex. Mi madre querrá saber qué estoy haciendo y con quién, y me hará otra docena de preguntas a las que no quiero contestar. —Sacudió la cabeza—. Estoy demasiado cansada para solucionar estas cosas, Walter. Pero estar contigo es, no sé, una aventura. Algo muy alejado de todo lo que he hecho siempre. Siempre he hecho lo que se esperaba de mí. Y esto no lo es, y me gusta. Me gusta mucho. —Alargó el brazo y rozó la mano de él con los dedos—. ¿Hay algo de malo en ello?

—No lo sé. No estoy seguro de lo que pienso, si es que pienso algo.

—Lo siento —dijo ella—. Podríamos hablar en otro momento, cuando no estemos tan cansados.

—Sí —repuso él—. Es lo más sensato.

—Quiero hacer que esto funcione —dijo ella.

—Yo también.

Espy Martínez hizo una pausa.

—Esta noche no quiero ir a casa.

Él asintió. Estaba preocupado, pero el deseo superó todas las dudas que tenía. Apenas lo reconoció, se consideró ligeramente débil y luego pensó que era una estupidez, porque reflexionar demasiado sobre una relación era casi como condenarla, y con Espy Martínez quedaban todavía muchas cosas que él deseaba que ocurrieran. De manera que se metió la mano en el bolsillo y extrajo el juego de llaves. Separó la del apartamento y se la entregó a ella.

—Tengo que hacer de chófer con nuestro Leroy. Ve a mi casa y espérame allí, ¿vale?

—¿Quieres que te acompañe?

—No. —Sonrió—. Así tendré la oportunidad de fastidiar a ese cabrón sin sentirme culpable de violar el espíritu del acuerdo que ha firmado con el estado de Florida.

—Está bien —sonrió ella—. Pero no lo fastidies tanto como para que le entren ganas de escaparse.

—No va a escaparse a ninguna parte.

—¿Y mañana qué haremos?

—Empezaremos con el plan de Simon Winter. Iremos a verlo a él y a los dos ancianos llevando el retrato.

En ese momento se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y apareció el dibujante. Sostenía una hoja y la observaba con ojo clínico. Vio que los dos volvían la vista hacia él, y les dijo:

—A Jefferson no se le ha dado bien lo de los ojos, creo que es porque no llegó a tener una visión de frente de ese hombre. Según lo que ha contado, las más de las veces lo vio de perfil, o quizá de tres cuartos. En ningún momento lo miró a los ojos, lo cual probablemente lo favorecerá. Aparte de eso, opino que el retrato ha salido bastante bien. ¿Qué les parece?

Robinson cogió el dibujo y lo sostuvo en alto para que pudieran verlo los dos. Lo que vieron fue el retrato de un hombre mayor, alto y de pecho corpulento, que llevaba la edad que tenía con el aspecto de una persona bastante más joven. Mostraba un mentón fuerte, como de boxeador, con la piel tensa. Tenía los pómulos altos y la frente ancha, lo cual le daba el aspecto de un hombre que mirara a lo lejos. El pelo era blanco, de corte militar pero tupido.

—Está muy bien —dijo en voz baja.

—Diablos, Walter, tú podrías hacerlo mejor. —El dibujante sabía de la afición de Robinson.

—Así que éste es la Sombra —dijo Espy.

—No creo que los ojos sean éstos —repitió el dibujante—. No lo he logrado.

Los ojos del retrato eran inexpresivos, vacíos.

—Ya —replicó el inspector—. Éstos podrían ser los de cualquiera, no los de un asesino.

«Ojos como cuchillas», pensó. Robinson sostuvo el retrato y se preguntó qué dirían el rabino y Frieda Kroner cuando lo vieran.

Los Apartamentos King ofrecían un aspecto muy parecido al que tenían la noche en que Robinson había ido a detener a Jefferson. Acercó el vehículo al bordillo haciendo crujir varios cristales rotos. A lo lejos se oían ruidos nocturnos, acompañados de la sirena distante de un camión de bomberos que cruzaba aullando el centro de la ciudad.

—Hogar, dulce hogar —dijo Robinson.

Jefferson gruñó:

—No es gran cosa.

—No puedo decir que lo sea.

—Puede que me mude a otro sitio. Ahora éste está muy relacionado con la mala suerte.

—¿Qué mala suerte, Leroy?

—Es mala suerte que lo detengan a uno —respondió con una ancha sonrisa—. Aunque encuentre una salida.

Robinson se apeó del coche, sacó la silla de ruedas del maletero y abrió la portezuela de atrás para que Jefferson bajara por sí solo y se sentase en la silla. Y así lo hizo, con una agilidad que hizo pensar a Robinson que el dolor de la pierna había disminuido bastante. O era eso, o era que estaba deseoso de ver lo que le estaba esperando.

—¿Te ayudo a subir las escaleras?

Jefferson negó con la cabeza sin dejar de sonreír.

—No me apetece que mis vecinos sepan que he estado ayudando a la poli. No opinan que sea algo demasiado bueno, ya sabe.

—No forma parte de la idea que se tiene por aquí del buen ciudadano, ¿eh?

—Ha acertado.

—¿Y cómo vas a subir las escaleras?

—Puede que hayan arreglado el ascensor. Si no, ya me las ingeniaré. Sea como sea, no es asunto suyo.

Jefferson dio un empujón a las ruedas y éstas avanzaron unos metros, hasta el camino de entrada. A continuación giró en redondo y miró de nuevo al inspector.

—Ya he hecho lo que me pidió, ¿no?

—Sí. Hasta ahora, todo bien.

—Ya le dije que cumpliría con mi parte.

—Pues sigue cumpliéndola.

—No tiene suficiente confianza en el género humano, detective —rió Jefferson—. Ni siquiera distingue cuándo le están ayudando. Si no fuera por mí, no tendría nada que presentar contra ese asesino.

—Tú sigue colaborando, Leroy. No te vayas a ninguna parte y no te metas en líos. ¿Entendido?

—Claro, jefe.

Jefferson soltó una carcajada que resonó calle abajo. Retrocedió un poco en su silla y añadió:

—Mire, usted no es tan ajeno a todo esto, detective. Se pone ese traje y actúa como todo un tío, pero lo cierto es que podría ser que usted estuviera aquí y yo ahí.

Robinson sacudió la cabeza.

—No. Te equivocas.

Pero no lo sabía a ciencia cierta. Sin embargo, sí sabía que Espy Martínez lo estaba esperando, y se dijo que, más que ninguna otra cosa, en ese momento deseaba marcharse de Liberty City, alejarse de los Apartamentos King y regresar al mundo en que vivía.

Leroy rio otra vez, burlón. Sintió una súbita sensación de optimismo y, por primera vez, al medir la distancia que mediaba entre el inspector y él, creyó de verdad que había logrado vencer al sistema.

—Uno se siente realmente bien siendo libre —dijo—. Viéndolo a usted.

Y acto seguido dio vuelta a la silla y empezó a girar las ruedas con entusiasmo en dirección al edificio. No miró atrás, y no vio a Robinson, que, irritado pero conforme, se subió al monovolumen metió la marcha y aceleró para perderse en la negra noche.

Para su sorpresa, el ascensor funcionaba.

Mientras las sórdidas puertas de acero se juntaban para cerrarse, Leroy Jefferson se dijo que era buena señal. Hubo una pausa momentánea, después una fricción y luego la cabina comenzó a elevarse. La iluminación interior se atenuó un instante al llegar al segundo piso, y las puertas parecieron extrañamente reacias a abrirse, pero finalmente se abrieron, y se empujó a sí mismo hasta el rellano pensando que todo lo que le rodeaba funcionaba prácticamente igual de bien que siempre.

Maniobró por el rellano para dirigirse a su apartamento, con la respiración agitada por el esfuerzo de empujar la silla de ruedas. Sentía el sudor pegajoso en las axilas, goteándole por la frente y resbalándole por las mejillas para finalmente ir a caer de la barbilla al pecho. Era un sudor irritante, provocado por el cansancio y el aire húmedo y quieto, no el sudor genuino del movimiento atlético. Apretó los dientes y se dijo: «No podré volver a jugar al baloncesto como antes», y maldijo para sus adentros a Espy Martínez y su infortunado disparo, que le había dejado aquel incómodo dolor. Dio un golpe a la silla de ruedas y se recordó que los médicos habían estimado que le desaparecería al cabo de un mes, lo cual estaba deseando que ocurriera porque hasta que recuperara el movimiento no veía muchas oportunidades de obtener ingresos.

Sabía que durante un tiempo estaría bien. Sonrió para sí. Aquel jodido poli tenía razón. Guardaba un alijo particular detrás de una baldosa suelta del cuarto de baño, doscientos dólares y una cantidad similar en gramos de cocaína en bruto en una bolsa de plástico, metida entre las tuberías de modo que resultaba imposible de ver a menos que uno diera con la baldosa indicada. Había que introducir el brazo muy abajo y saber lo que se estaba buscando. Pensó: «Puede que pruebe un poquito y venda el resto. Estaré bien otra vez en cuanto pueda sostenerme en pie, aunque sea cojeando. Todo va a salir bien. Siempre sale bien.»

Levantó una mano y se secó el sudor de la frente, concentrado en el alijo.

«Sólo probaré una pizca», se repitió.

Se detuvo un momento delante de la puerta de su apartamento. Los deshilachados restos de cinta policial amarilla colgaban lacios del marco agrietado y astillado. La puerta en sí la habían cambiado, pero de manera poco eficaz. Alargó el brazo y la empujó, y se abrió. No estaba cerrada con llave.

—Malditos drogatas, probablemente me lo han robado todo —masculló.

Se revolvió en el asiento y bramó por encima del hombro:

—¡Sois unos cabrones! ¡No tenéis respeto por las cosas ajenas!

De una habitación distante le llegó un grito: «¡Jódete!», y desde el otro extremo del pasillo alguien vociferó: «¡Cállate ya, puto negro!»

Aguardó un momento para ver si había alguna respuesta más, pero el pasillo quedó sumido en el silencio. No había visto a nadie en la calle y tampoco en los rellanos. Se sintió solo, lo cual no le molestó porque no tenía ninguna gana de compartir lo que le aguardaba debajo de aquella baldosa suelta.

Se acordó de lo que había dicho Walter Robinson: «Hogar, dulce hogar.»

Empujó la puerta para abrirla de par en par y pasó al interior con la silla de ruedas.

En el apartamento hacía calor y el aire estaba denso, como si las paredes acumularan un mes entero de días opresivos. Cerró de un portazo a su espalda y buscó el interruptor.

Pero su mano no llegó a tocar la pared, porque fue detenida por una garra que le aferró el antebrazo.

En el mismo instante una voz gélida dijo:

—De momento no vamos a necesitar luz, señor Jefferson.

El miedo lo recorrió de arriba abajo.

—¿Quién es usted? —boqueó.

La voz se había situado a su espalda, y exhaló una breve risa antes de contestar:

—Pero si ya lo sabe, ¿no es así, señor Jefferson? —El hombre hizo una pausa y luego preguntó—: Dígamelo usted. ¿Quién soy?

Al mismo tiempo que aquellas palabras se esparcían en la oscuridad del apartamento, Jefferson se vio súbitamente lanzado hacia atrás cuando el hombre, soltándole el brazo, pasó a sujetarlo apretando un musculoso antebrazo contra la frente, un movimiento que le echó la cabeza atrás y le dejó el cuello al descubierto. Jefferson lanzó una exclamación ahogada y alzó las manos al sentir el frío helado de un cuchillo contra la garganta.

—No, señor Jefferson, baje las manos. No me obligue a matarlo antes de que hayamos tenido oportunidad de hablar.

Sus manos, con los dedos en tensión hacia el cuchillo, se quedaron inmóviles en el aire. Poco a poco las fue bajando hacia los costados, a las ruedas de la silla. Ahora su cerebro trabajaba a toda velocidad, más allá del miedo, intentando saber qué hacer. Abrió la boca para pedir socorro, pero volvió a cerrarla de golpe. «No acudirá nadie, grites lo que grites», se recordó. Y es muy posible que este tipo te rebane el cuello antes de que puedas pronunciar la segunda palabra. Se acordó del grito sofocado de Sophie Millstein antes de morir, y eso le provocó un escalofrío; el miedo le estaba aflojando el intestino, pero luchó contra él haciendo inspiraciones rápidas y profundas, controlando el temblor de las manos y el hormigueo en los párpados. «Convéncele para que te suelte —se dijo—. Sigue hablando. Intenta alcanzar un trato.»

—Así está mejor —dijo la voz—. Ahora, ponga las manos muy despacio detrás de la silla, con las muñecas juntas.

—No hace falta que haga esto, estoy dispuesto a decirle todo lo que quiera saber.

—Excelente, señor Jefferson. Eso me resulta muy tranquilizador. Ahora, mueva las manos muy despacio. Piénselo de esta manera: cualquier nudo que ate, siempre puedo desatarlo. Alejandro Magno lo demostró. ¿Usted sabe quién fue Alejandro Magno, señor Jefferson? ¿No? Eso me parecía. Pero sí que sabrá que siempre es más sensato complacer a un hombre que le ha puesto un cuchillo en la garganta.

La inexpresiva voz parecía paciente, fría, con un leve matiz de urgencia. Pero la hoja del cuchillo le estaba mordiendo la piel y su exigencia resultaba obvia. La presión se incrementó ligeramente, lo suficiente para hacer brotar un fino hilo de sangre. Jefferson puso las manos a la espalda tal como se le pedía. Sintió el cuchillo resbalar por el cuello en dirección al oído, a la nuca, y por fin apartarse.

Entonces experimentó un impulso momentáneo de saltar, de contraatacar, pero se disipó tan rápido como había llegado. Se dijo: «Conserva la sangre fría. No puedes huir ni puedes luchar.» De pronto se oyó el ruido de algo que se desgarraba y sintió que le sujetaban las manos con cinta aislante.

Cuando tuvo los brazos inmovilizados, la silla fue empujada hasta el centro de la habitación. Esperó, jadeando igual que un corredor que intenta alcanzar a los que van en cabeza.

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