La sombra de Ender (36 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La sombra de Ender
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No estaba tan llena como de costumbre. Bean supuso que era debido a que todo el mundo hacía prácticas extra en ese tiempo libre, tratando de descubrir lo que pensaban que hacía Wiggin antes de tener que enfrentarse a él en batalla. Con todo, había unos cuantos dispuestos a juguetear con los controles y hacer que las pantallas y los hologramas cobraran vida.

Bean encontró un juego de pantalla plana que tenía por héroe a un ratón. Nadie lo utilizaba, así que empezó a maniobrar por un laberinto. Rápidamente el laberinto dio paso a los pasadizos y gateras de una vieja casa, con trampas emplazadas aquí y allá, nada complicado. los gatos lo perseguían… en vano. Saltó a una mesa y se encontró cara a cara con un gigante.

Un gigante que le ofreció una bebida.

Esto era el juego de fantasía. Era el juego psicológico que todos los demás practicaban en sus consolas todo el tiempo. Lo habían engañado para que lo jugara una vez, pero dudaba que hubieran aprendido algo importante hasta ahora. A la mierda con ellos. Podían engañarlo para que jugara hasta cierto punto, pero no tenia que ir mas allá… si no fuera porque la cara del gigante había cambiado. Era Aquiles.

Bean se quedó allí, aturdido durante un momento. Petrificado, aterrado. ¿Cómo lo sabían? ¿Por qué lo hacían? Enfrentarlo cara a cara con Aquiles, y por sorpresa. Qué hijos de puta.

Se retiró del juego.

Momentos después, se dio la vuelta y regresó. El gigante ya no estaba en la pantalla. El ratón corría de nuevo, tratando de escapar del laberinto.

No, no jugaré. Aquiles está muy lejos y no tiene poder para hacerme daño. Ni a Poke tampoco, ni a nadie más. No tengo que pensar en él y, seguro como que el infierno existe que no tengo que beber nada que me ofrezca.

Bean se marchó de nuevo, y esta vez no regresó.

Caminó hasta el comedor. Acababa de cerrar, pero Bean no tenía otra cosa que hacer, así que se sentó en el pasillo ante la puerta del salón y apoyó la cabeza en las rodillas. Pensó en Rotterdam, cuando se sentaba en lo alto de un cubo de basura para observar a Poke trabajando con su banda, y cómo ella era la jefa de banda más decente que había visto jamás, la manera en que escuchaba a los niños pequeños y les daba una porción justa y los mantenía vivos aunque significara no comer mucho ella misma, y por eso la eligió, porque tenía compasión… tanta compasión que era capaz de escuchar a un niño.

Su compasión la mató.

Yo la maté al elegirla.

Será mejor que Dios exista. Para que pueda condenar a Aquiles en el infierno para siempre.

Alguien le dio una patada en el pie.

—Márchate —dijo Bean—. No te estoy molestando.

Fuera quien fuese volvió a darle otra patada. Utilizando las manos, Bean evitó caer. Alzó la mirada. Bonzo Madrid se alzaba sobre él.

—Tengo entendido que eres el mojoncito que se agarra a los pelos del culo de la Escuadra Dragón —le soltó Bonzo.

Había otros tres tipos con él. Tipos grandes. Todos tenían cara de matón.

—Hola, Bonzo.

—Tenemos que hablar, capullo.

—¿Qué es esto, espionaje? — preguntó Bean—. Se supone que no puedes hablar con los soldados de otras escuadras.

—No necesito espiar para derrotar a la Escuadra Dragón —dijo Bonzo.

—¿Así que entonces buscas a los soldados más pequeños de la Dragón, y cuando los encuentras los presionas un poco hasta que lloran?

El rostro de Bonzo mostró su furia. No es que no lo hiciera siempre.

—¿Es que tienes ganas de comerte tu propio culo, capullo?

A Bean no le gustaban los matones. Y como, en este momento se sentía culpable por el asesinato de Poke, no le importaba si Bonzo Madrid acababa siendo el que administrara la pena de muerte. Era hora de dar rienda suelta a su mente.

—Pesas al menos tres veces más que yo —le soltó Bean—, y no lo digo por el cráneo que lo tienes vacío. Eres un segundón que de algún modo consiguió una escuadra y nunca ha sabido qué hacer con ella. Wiggin va a aplastarte y ni siquiera tendrá que molestarse en intentarlo. ¿Qué importa lo que me hagas? Soy el soldado más pequeño y más débil de toda la escuela. Naturalmente, me eliges a mí para golpearme.

—Sí, el más pequeño y el más débil —coreó uno de los otros niños.

Bonzo permaneció callado. Las palabras de Bean le habían ofendido. Bonzo era orgulloso, y sabía que si en ese momento hacía daño a Bean sería una humillación, no un placer.

—Ender Wiggin no va a derrotarme con esa colección de novatos y desechos que llama escuadra. Puede que haya vencido a un puñado de tarados como Carn y… Petra —dijo escupiendo su nombre—. Pero cada vez que encontramos mierda, mi escuadra la aplasta.

Bean le dirigió su mirada más dura.

—¿No lo entiendes, Bonzo? Los profesores han elegido a Wiggin. Es el mejor. El mejor que ha habido jamás. No le dieron la peor escuadra. Le dieron la mejor. Esos veteranos que llamas desechos… eran soldados tan buenos que los comandantes estúpidos no pudieron entenderse con ellos y trataron de trasladarlos de todas formas. Wiggin sabe cómo utilizar a los buenos soldados, aunque tú no sepas. Por eso esta venciendo. Es más listo que tú. Y sus soldados son todos más listos que los tuyos. Las apuestas están en tu contra, Bonzo. Bien podrías rendirte ahora. Cuando tu patética Escuadra Salamandra se enfrente a nosotros, os daremos una paliza tan grande que tendréis que mear sentados.

Bean habría seguido hablando (no es que tuviera un plan y, desde luego habría podido soltar mucho más) si no lo hubieran interrumpido. Dos de los amigos de Bonzo lo acorralaron y lo apretujaron contra, pared, por encima de sus propias cabezas. Bonzo le rodeó la garganta con una mano, justo debajo de la mandíbula, y apretó. Los otros soltaron. Bean quedó colgando del cuello, y no podía respirar. Por reflejo, pataleó, esforzándose por alcanzarlo con los pies. Pero los largos brazos de Bonzo estaban demasiado lejos para que ninguna de las patadas de Bean lo alcanzara.

—Una cosa es el juego —susurró Bonzo—. Los profesores pueden amañarlo y dárselo a su pelota, Wiggin. Pero llegará el momento en que no sea un juego. Y cuando llegue ese momento, no será un traje refulgente congelado lo que impida a Wiggin moverse. ¿Comprendes?

¿Qué respuesta esperaba? Bean no podía asentir ni hablar.

Bonzo se quedó allí de pie, sonriendo con malicia, mientras Bean se debatía.

Cuando Bonzo lo dejó caer al suelo, finalmente, a Bean ya se le empezaba a nublar la vista. Se quedó allí tendido, tosiendo y jadeando.

¿Qué he hecho? Me he burlado de Bonzo Madrid. Un matón que carece de la sutileza de Aquiles. Cuando Wiggin lo derrote, no lo aceptará. No se contentará con una demostración tampoco. Su odio por Wiggin es profundo.

En cuanto recuperó la respiración, Bean regresó a los barracones. Nikolai advirtió de inmediato las marcas en su cuello.

—¿Quién ha querido ahogarte?

—No lo sé.

—No me vengas con ésas. Lo tenías de cara, mira las marcas de esos dedos.

—No lo recuerdo.

Tú recuerdas incluso las pautas de las arterias de tu propia placenta.

—No voy a decírtelo —dijo Bean. Para eso, Nikolai no tenía ninguna respuesta, aunque no le gustara.

Bean conectó como ^Graff y escribió una nota a Dimak, aunque sabía que no serviría para nada.

«Bonzo está loco. Podría matar a alguien, y Wiggin es el combatiente al que más odia.»

La respuesta llegó de inmediato, casi como si Dimak hubiera estado esperando el mensaje.

«Limpia tu propia mierda. No le vayas llorando a mamá.»

Esas palabras le hicieron daño. No era la mierda de Bean, sino la de Wiggin. Y, en el fondo, de los profesores, por haber puesto de entrada a Wiggin en la escuadra de Bonzo. Y luego meterse con él porque no tenía madre… ¿cuándo se habían convertido los profesores en el enemigo? Se supone que tienen que protegernos de los niños locos como Bonzo Madrid. ¿Cómo piensan que voy a limpiar esta mierda?

Lo único que detendrá a Bonzo Madrid es matarlo.

Entonces Bean recordó cómo había mirado a Aquiles mientras decía: «Tienes que matarlo.»

¿Por qué no pude mantener la boca cerrada? ¿Por qué tuve que meterme con Bonzo Madrid? Wiggin va a acabar como Poke. Y será otra vez por culpa mía.

16. Compañero

—Ya ve, Antón, la clave que descubrió ha sido activada, y puede ser la salvación de la especie humana.

—Pero el pobre niño. Vivir toda la vida tan pequeño, y luego morir como gigante.

—Tal vez le… divertirá la ironía.

—Que extraño es pensar que mi pequeña clave pueda ser la salvación de la especie humana. De las bestias invasoras, al menos. ¿Quién nos salvará cuando volvamos a convertirnos en nuestro propio enemigo?

—No somos enemigos, usted y yo.

—No hay mucha gente que sea enemiga de nadie. Pero los que están llenos de codicia, orgullo u odio… su pasión es lo bastante fuerte para empujar al mundo a la guerra.

—Si Dios puede crear un arma grande para salvarnos de una amenaza, ¿no responderá a nuestras oraciones creando otra cuando la necesitemos?

—Pero, sor Carlotta, sabe usted que el niño del que habla no fue creado por Dios. Fue creado por un secuestrador, un asesino de niños, un científico al margen de la ley.

—¿Sabe por qué Satanás está tan furioso todo el tiempo? Porque cada vez que comete una fechoría particularmente osada, Dios la utiliza para que sirva a sus propios propósitos.

—Entonces Dios usa a la gente malvada como herramienta.

—Dios nos da la libertad de cometer grandes males, si así lo elegimos. Luego utiliza su propia libertad para crear bien a partir de ese mal, pues eso es lo que elige.

—Así que, a la larga, Dios gana siempre.

—Sí.

—Pero a la corta puede ser incómodo.

—¿Y cuándo, en el pasado, habría preferido usted morir, en vez de estar vivo aquí hoy?

—Eso es. Nos acostumbramos a todo. Encontrarnos esperanza en cualquier cosa.

—Por eso nunca he comprendido el suicidio. Incluso aquellos que sufren por grandes depresiones o culpas… ¿no sienten el consuelo de Cristo en sus corazones, dándoles esperanza?

—¿Me lo pregunta a mí?

—Como Dios no está a mi alcance, se lo pregunto a un compañero mortal.

—Según mi punto de vista, el suicidio no es realmente el deseo de que termine la vida.

—¿Qué es, entonces?

—Es la única forma que tiene una persona impotente de lograr que todo el mundo se olvide de su vergüenza. El deseo no es morir, sino esconderse.

—Como Adán y Eva se escondieron del Señor.

—Porque estaban desnudos.

—Si la gente triste pudiera recordar… Todo e mundo está desnudo. Todo el mundo quiere esconderse. Pero la vida sigue siendo dulce. Dejemos que continúe.

—¿No cree entonces que los fórmicos sean la bestia de! Apocalipsis, hermana?

—No, Antón. Creo que también son hijos de Dios.

—Y sin embargo encontró a este niño sólo para que pudiera crecer y destruirlos.

—Derrotarlos. Además, si Dios no quiere que mueran, no morirán.

—Y si Dios quiere que nosotros muramos, moriremos. ¿Por que se esfuerza tanto, entonces?

—Porque ofrecí a Dios estas manos mías, y le sirvo lo mejor que puedo. Si no hubiera querido que encontrara a Bean, no lo habría hecho.

—¿Y si Dios quiere que los fórmicos prevalezcan?

—Encontrará otras manos para hacerlo. Para ese trabajo, no puede contar con las mías.

Últimamente, mientras los jefes de batallón entrenaban a los soldados, a Ender le había dado por desaparecer. Bean utilizó su clave ^Graff para descubrir qué estaba haciendo. Había vuelto a estudiar los vids de la victoria de Mazer Rackham, de un modo más intenso y concienzudo que antes. Y esta vez, como la escuadra de Wiggin libraba batallas a diario y las ganaba todas, los otros comandantes y muchos jefes de batallón y soldados rasos empezaron también a acudir a la a visualizar los mismos vids, tratando de encontrar sentido a lo que veía Wiggin en ellos.

Qué estúpidos, pensó Bean. Wiggin no está buscando nada para utilizarlo aquí en la Escuela de Batalla: ha creado un ejército poderoso y versátil y descubrirá qué hacer con ellos en el acto. Está estudiando esos vids para averiguar qué tácticas debía usar para derrotar a los insectores. Porque ahora lo sabe: se enfrentará a ellos algún día. Los profesores no estarían forzando todo el sistema en la Escuela de Batalla si no nos acercáramos a la crisis, si no necesitaran a Ender Wiggin para que nos salve de la invasión de los insectores. Por eso Wiggin estudia a los insectores, buscando con desespero una idea de lo que quieren, de cómo luchan, de cómo mueren.

¿Por qué no ven los profesores que Wiggin ya ha acabado? Ni siquiera piensa ya en la Escuela de Batalla. Deberían sacarlo de aquí y llevarlo a la Escuela Táctica, o al siguiente estadio de su entrenamiento, sea cual sea. En cambio, lo están presionando, lo están cansando.

Y a nosotros también. Estamos cansados.

Bean lo veía especialmente en Nikolai, quien se esforzaba mucho más que los demás para no perder el ritmo. Si fuéramos un ejército ordinario, pensó Bean, la mayoría de nosotros seríamos como Nikolai. En realidad, muchos lo somos: Nikolai no es el primero en mostrar su cansancio. Los soldados dejan caer los cubiertos o las bandejas de comida en los almuerzos. Al menos uno se ha meado en la cama. Discutimos más en las prácticas. El trabajo en clase se resiente. Todo el mundo tiene límites. Incluso yo, el niño genéticamente alterado, la máquina pensante, necesito tiempo para relubricar y repostar, y no dispongo de él.

Bean incluso le escribió al coronel Graff al respecto, en una notita que decía solamente: «Una cosa es entrenar soldados y otra muy distinta agotarlos.» No obtuvo ninguna respuesta.

Era tarde, media hora antes de la cena. Ya habían ganado un juego esa mañana y practicaron después de la clase, aunque los jefes de batallón, a sugerencia de Wiggin, habían dejado a sus soldados marchar temprano. La mayor parte de la Escuadra Dragón estaba ahora vistiéndose después de la ducha, aunque algunos habían ido a matar el rato a la sala de juegos o la sala de vídeo… o a la biblioteca. Ya nadie prestaba atención a las clases, pero unos cuantos todavía ejecutaban los movimientos.

Wiggin apareció en la puerta, blandiendo nuevas órdenes.

Una segunda batalla el mismo día.

—Esta es difícil y no hay tiempo —advirtió Wiggin—. Se lo notificaron a Bonzo hace veinte minutos, y para cuando lleguemos a puerta ya llevarán dentro unos cinco minutos como mínimo.

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