Read La sombra de la sirena Online

Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (49 page)

BOOK: La sombra de la sirena
10.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Christian se veía con una mujer mientras estuvo estudiando en Gotemburgo. Se llamaba Maria. Tenía un hijo, que era casi recién nacido cuando se conocieron. Ella no tenía ningún contacto con el padre. Christian y ella se fueron a vivir juntos muy pronto, a un apartamento de Partille. El niño, Emil, era como un hijo para Christian. Parece que fue una muy buena época en su vida.

—¿Y qué pasó? —En realidad, Erica no estaba segura de querer oírlo. Quizá fuera más fácil taparse los oídos y preservarse de aquello que sabía que solo podía ser trágico y penoso de oír. Pero preguntó de todos modos.

—Un miércoles del mes de abril, Christian llegó a casa de la facultad. —La voz de Patrik sonaba hueca y Erica le cogió la mano—. La puerta no estaba cerrada con llave y se inquietó al notarlo. Llamó a Maria y a Emil, pero no respondían. Los buscó por el apartamento. Todo estaba como siempre, y vio los abrigos colgados en la entrada, así que no parecía que hubieran salido. El carrito de Emil estaba en el rellano de la escalera.

—No sé si quiero seguir oyendo —le susurró Erica, pero Patrik se quedó absorto mirando al frente, sin darse cuenta.

—Al final los encontró. En el cuarto de baño. Se habían ahogado los dos.

—¡Por Dios santo! —Erica se tapó la boca con la mano.

—El niño estaba boca arriba en la bañera, y la madre tenía la cabeza dentro y el resto del cuerpo fuera. Según el informe de la autopsia, presentaba cardenales y marcas de dedos en el cuello. Alguien le sujetó la cabeza bajo el agua.

—¿Quién…?

—No lo sé. La Policía no logró dar con el asesino. Curiosamente, nunca sospecharon de Christian, pese a que era el familiar más próximo. Por eso no apareció su nombre cuando buscamos en el registro.

—¿Y cómo es posible?

—Pues tampoco lo sé. Todas las personas de su entorno aseguraron que era una pareja extraordinariamente feliz. La madre de Maria apoyó a Christian y, además, un vecino dijo haber visto a una mujer salir del apartamento aproximadamente a la hora en que el forense fijó la hora de la muerte.

—¿Una mujer? —preguntó Erica—. ¿La misma que…?

—Ya no sé qué creer, la verdad. Este caso me está volviendo loco. Todo lo que le ocurrió a Christian está relacionado con la investigación, sé que lo está de alguna manera. Alguien lo odiaba tanto que no lo olvidó con los años.

—¿Y no tenéis ni idea de quién puede ser? —En la mente de Erica surgió una idea, pero no lograba darle forma. Era una imagen borrosa. En cualquier caso, estaba segura de que Patrik tenía razón, todo guardaba relación.

—¿Te importa que me vaya a la cama? —preguntó Patrik poniéndole la mano en la rodilla.

—No, cariño, vete a dormir —dijo ausente—. Yo me quedaré aquí un rato más, pero voy enseguida.

—Vale. —Le dio un beso y Erica oyó el resonar de los pasos subiendo la escalera, hacia el dormitorio.

Y se quedó allí, en la semipenumbra. En la tele estaban dando las noticias, pero quitó el sonido para poder oír sus propios pensamientos. Alice. Maria y Emil. Había algo que debía ver, algo que debía comprender. Dirigió la mirada al libro que estaba en la mesa. Lo cogió despacio y miró la cubierta y el título.
La sombra de la sirena
. Pensó en el pesimismo y en la culpa, en lo que Christian había querido transmitir. Supo que la respuesta se encontraba allí, en las palabras y las frases que había dejado tras de sí. Y ella averiguaría cuál era.

L
as pesadillas empezaron a acudir todas las noches. Era como si hubiesen estado esperando a que se le despabilara la conciencia. En realidad, resultaba muy curioso que hubiese ocurrido tan de repente. Él siempre lo supo, siempre recordó el día en que retiró la hamaquita y dejó que Alice se hundiera en el agua. Los espasmos de aquel cuerpecito que se debatía por respirar y cómo se quedó quieto después. Siempre tuvo presentes aquellos ojos tan azules que lo miraban sin verlo bajo la superficie. Siempre lo supo, aunque no lo comprendía
.

Fue un suceso sin importancia, un detalle, el que lo hizo darse cuenta un día de aquel último verano. A aquellas alturas, él ya sabía que no podría quedarse. Nunca hubo en aquella familia un lugar para él, pero tomó conciencia poco a poco. Debía abandonarlos
.

Eso mismo le decían las voces. Un día se presentaron allí, no eran desagradables ni terribles, sino más bien como amigos de confianza que le hablaban susurrantes
.

Solo dudaba de su decisión cuando pensaba en Alice. Pero la duda no tardaba en esfumarse. Fortalecía las voces, y él tomó la decisión de quedarse el resto del verano. Luego, se marcharía sin volver la vista atrás. Dejaría para siempre cuanto guardase relación con su madre y con su padre
.

Aquel día, Alice quería un helado. Alice siempre estaba dispuesta a comer helado y, cuando a él le apetecía, la acompañaba al quiosco de la plaza. Ella siempre tomaba lo mismo, un barquillo con tres bolas de fresa. A veces él le gastaba una broma, fingía no entenderla y le pedía helado de chocolate. Entonces ella meneaba con fuerza la cabeza, le tironeaba de la manga y balbucía: «fresa»
.

Alice solía sentirse como en el paraíso cuando le daban el helado. Se le iluminaba la cara y lo lamía con placer y metódicamente alrededor, para que no chorrease. Y así fue también en aquella ocasión. Le dieron el helado y empezó a caminar despacio mientras él cogía el suyo y pagaba. Cuando se dio la vuelta para seguirla, se quedó petrificado. Erik, Kenneth y Magnus. Allí estaban, mirándolo. Erik sonreía burlón
.

Él notó que el helado empezaba a derretirse y chorreaba por el cucurucho, por la mano. Pero tenía que pasar por delante de ellos. Intentó mirar al frente, hacia el mar. Hacer caso omiso de sus miradas, del corazón que se le aceleraba en el pecho. Dio un paso, y uno más. Hasta que cayó de bruces en el suelo. Erik le había puesto la zancadilla justo cuando pasaba y, en el último segundo, logró poner las manos para amortiguar la caída. Le dolían las manos por el golpe. El helado salió volando y fue a parar al asfalto, entre la grava y la suciedad
.

—Vaya —dijo Erik
.

Kenneth se rio nervioso, pero Magnus miró a Erik con reprobación
.

—¿De verdad tenías que hacerlo, joder?

Erik no le hizo caso. Le brillaban los ojos
.

—De todos modos, no te hace falta comer más helados
.

Se levantó con esfuerzo. Le dolían los brazos y tenía partículas de gravilla clavadas en la palma de las manos. Se sacudió el polvo y echó a andar. Caminaba lo más rápido que podía, pero la risa de Erik siguió resonándole en los oídos
.

A unos metros de allí lo aguardaba Alice. Él pasó de largo sin prestarle atención. Vio con el rabillo del ojo que lo seguía medio corriendo, pero no se detuvo a recobrar el aliento hasta que no llegaron a casa. Alice también se paró. Al principio no dijo nada, se quedó allí oyéndolo jadear. Luego le ofreció el helado
.

—Toma, Christian, te doy mi helado. Es de fresa
.

Él se quedó mirando el brazo extendido, mirando el helado. Helado de fresa, con lo que le gustaba a Alice. Y en ese instante comprendió las consecuencias de lo que le había hecho. Las voces empezaron a gritar, casi le estalla la cabeza. Se arrodilló tapándose los oídos con las manos. Tenían que callar, él tenía que hacerlas callar. Y entonces notó cómo Alice lo rodeaba con sus brazos y se hizo el silencio
.

H
abía dormido como un tronco toda la noche. Aun así, no se sentía descansado.

—¿Cariño? —Ni una palabra. Miró el reloj y lanzó una maldición. Las ocho y media. Ya podía darse prisa, tenían mucho que hacer.

—¿Erica? —Recorrió el piso de arriba, pero ni rastro de la madre ni de la hija. En la cocina había una cafetera lista y una nota de Erica en la mesa de la cocina.

«Cariño, he dejado a Maja en la guardería. He estado pensando en lo que me contaste anoche y tengo que comprobar una cosa. En cuanto sepa algo, te llamo. ¿Podrías mirar un par de cosas y decirme luego la respuesta? 1. ¿Le había puesto Christian algún apodo a Alice? 2. ¿Qué enfermedad psíquica tenía la madre biológica de Christian? Un beso, Erica. Posdata: No te enfades.»

¿Qué se le había metido ahora en la cabeza? Debería haber comprendido que no podría contenerse. Cogió el teléfono que estaba encima de la mesa y llamó al móvil de Erica. Después de varios tonos, saltó el contestador. Se calmó y comprendió que no podía hacer mucho más por el momento. Tenía que irse al trabajo cuanto antes, y no tenía ni idea de dónde estaba su mujer.

Además, las preguntas de la nota le habían despertado curiosidad. ¿Habría encontrado alguna pista? Erica era muy lista, de eso no cabía duda. Y en más de una ocasión había descubierto cosas que a él le habían pasado inadvertidas. Lo único que querría es que no se largase sola, así, de aquella manera.

Se tomó el café de pie y, tras unos minutos de vacilación, llenó la taza para el coche que Erica le había regalado por Navidad. Esta vez le vendría bien la cafeína y lo primero que hizo al llegar a la comisaría fue ir a la cocina y tomarse la tercera taza del día.

—Bueno, ¿y qué nos toca hacer ahora? —preguntó Martin cuando casi se chocan en el pasillo.

—Tenemos que revisar todo el material del asesinato de la pareja de Christian y de su hijo. Llamaré a Gotemburgo ahora y veré si podemos conseguir que nos lo envíen. Creo que les pediré que lo envíen por mensajero e intentaré camuflar el gasto para que no lo vea Mellberg. Luego tenemos que hablar con Ruud, por si el laboratorio ha enviado algún informe sobre la bayeta y la lata de pintura que había en el sótano de Christian. Seguro que aún no está listo, pero más vale apremiarlos un poco. Tú podrías encargarte, ¿de acuerdo?

—Claro, ahora mismo. ¿Algo más?

—Por ahora no —respondió Patrik—. Yo tengo que hablar otra vez con Ragnar Lissander, pero ya os contaré cuando sepa algo más.

—De acuerdo, avisa cuando me necesites —dijo Martin.

Patrik entró en su despacho. No se explicaba cómo podía estar tan cansado. Hoy ni siquiera le hacía efecto la cafeína. Respiró hondo para reunir fuerzas y marcó el número del padre de acogida de Christian.

—Ahora no puedo hablar mucho —le susurró Ragnar, y Patrik comprendió que Iréne debía de estar cerca.

—Solo tengo dos preguntas —dijo bajando la voz él también, aunque no era necesario. Sopesó brevemente si debía preguntarle a Ragnar por qué no había dicho nada de la época que la familia pasó en Fjällbacka, pero decidió esperar a que pudieran hablar tranquilamente. Además, tenía el presentimiento de que lo que Erica quería averiguar era más relevante en aquellos momentos.

—Vale —respondió Ragnar—, pero que sea rápido.

Patrik le hizo las preguntas de Erica. Las respuestas lo dejaron desconcertado. ¿Qué significaba aquello?

Le dio las gracias a Ragnar, colgó y volvió a llamar a Erica. Seguía saltando el contestador. Dejó un mensaje y se retrepó en la silla. ¿Cómo encajaba aquello? ¿Y dónde estaría Erica?

—¡
E
rica! —Thorvald Hamre se inclinó para abrazarla. Pese a que Erica medía más de un metro setenta y llevaba bastante peso de más, se sintió como una enana a su lado.

—¡Hola, Thorvald! Gracias por recibirme con tan poco margen —dijo correspondiendo a su abrazo.

—Tú siempre eres bienvenida, ya lo sabes. —Solo se oía un levísimo indicio de la melodía de la lengua noruega. Llevaba casi treinta años en Suecia y, después de tanto tiempo, se sentía más patriota que los propios gotemburgueses, como atestiguaba la gran bandera del equipo IFK Göteborg que tenía en la pared.

—¿En qué te puedo ayudar esta vez? ¿En qué historia apasionante estás trabajando ahora? —Se mesó el enorme bigote gris y se le iluminaron los ojos.

Se conocieron cuando Erica buscaba asesoramiento para los aspectos psicológicos de sus libros. Thorvald tenía una consulta privada muy próspera, pero dedicaba todo el tiempo libre a profundizar en el lado más oscuro del ser humano. Incluso había asistido a un curso del FBI. Erica no se atrevía siquiera a imaginar cómo habría entrado allí. Lo principal era que Erica contaba con el asesoramiento de un psiquiatra excelente que, además, estaba encantado de compartir sus conocimientos.

—Pues quería que me respondieras a algunas preguntas, aunque todavía no puedo decirte por qué, pero espero que puedas ayudarme de todos modos.

—Por supuesto, lo que necesites.

Erica lo miró agradecida y reflexionó un instante sobre por dónde debía empezar. Aún no había conseguido encajarlo todo. El monstruo cambiaba constantemente, como los colores y las formas de un caleidoscopio. Pero en algún lugar había una estructura y quizá Thorvald pudiera ayudarle a encontrarla. Había oído el mensaje de Patrik poco antes de llegar a Gotemburgo. Oyó la llamada, pero prefirió no coger el teléfono para no tener que responder a sus preguntas. Lo que oyó en el mensaje no le causó la menor sorpresa, simplemente, confirmó sus sospechas.

Ordenó sus pensamientos un instante y empezó a hablar. Sin detenerse, sin una pausa, le expuso todo lo que sabía. Thorvald la escuchaba con suma atención, con los codos apoyados en la mesa y las yemas de los dedos enfrentadas. De vez en cuando, a Erica se le hacía un nudo en el estómago, cuando tomaba conciencia de lo terrible que era aquella historia.

Cuando hubo terminado, Thorvald se quedó en silencio. Erica se había quedado casi sin respiración, como si acabase de terminar una carrera. Uno de los bebés le daba patadas como para recordarle que había cosas agradables y amables en la vida.

—¿Y a ti qué te parece todo esto? —preguntó Thorvald.

Tras dudar un instante, le expuso su teoría. La fue desarrollando durante la noche, tumbada en la cama mirando al techo mientras Patrik dormía a pierna suelta a su lado. Y había ido perfilándola mientras el coche se deslizaba por la E6 hacia Gotemburgo. Y pronto comprendió que tenía que contársela a Thorvald. Él podría confirmarle si era tan absurda como parecía, él le diría si tenía una imaginación exacerbada.

Pero no fue así, sino que la miró y le dijo:

—Es perfectamente posible. Lo que dices es perfectamente posible.

Aquellas palabras la hicieron soltar el aire con una mezcla de miedo y alivio. Ahora estaba segura de que tenía razón. Pero las consecuencias eran casi imposibles de comprender.

BOOK: La sombra de la sirena
10.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fidelity by Thomas Perry
27: Kurt Cobain by Salewicz, Chris
Feeding Dragons by Catherine Rose
Elisabeth Fairchild by The Counterfeit Coachman
Chelynne by Carr, Robyn
Blood Money by Collett, Chris
Strung (Seaside) by Rachel Van Dyken
The Widow by Carla Neggers
Significant Others by Baron, Marilyn