El jinete avanzaba sin prisa y como sin rumbo determinado, dejándose llevar Por el instinto de su caballo, que seguía el camino más directo hacia el más cercano río, atravesando un terreno poblado por pequeñas matas de salvia, artemisa y arbustos de creosota. La tierra era seca y polvorienta y el horizonte estaba cerrado por los grandes picachos que coronaban la región de los cañones. El paisaje tenía tonalidades rojas, azules y blancas y estas tonalidades básicas formaban, junto con el amarillo y el verde de la vegetación, una gama de colores que abarcaba todos los del iris.
El sol poniente aumentaba la belleza de aquella salvaje región, coloreando de rosa los grupos de nubes que parecían descansar encima de las cortadas cumbres de las montañas, mientras que, más arriba, las nubes más altas adquirían una blancura tan intensa que parecían grandes masas de nieve. Los picachos relucían, las gargantas oscurecíanse y las verdes mesas adquirían la opalescente tonalidad de los lagos montañeses. Era una región de más de mil quinientos kilómetros cuadrados de distintos pináculos, torres, bastiones y torrecillas labradas en la roca, miles de años antes, por la irresistible acción de las aguas.
En un punto se advertía la cortadura del
Gran Cañón
, por cuyo fondo corría el impetuoso
Colorado
, con sus aguas teñidas de fango que se encabritaban sobre su áspero lecho.
El jinete no tardaría en penetrar en uno de los innumerables cañones de aquel punto de Arizona y presentía, con alivio, la frescura de su fondo, al que no podía llegar el sol por impedirlo la abundantísima vegetación que crecía, salvaje, en sus paredes.
Pronto se hizo perceptible aquella frescura, y la seca atmósfera se suavizó con el presagio del agua corriente. El caballo aceleró su marcha y pronto sus cascos se hundieron en el arenoso lecho de un riachuelo que nacía al pie de una de las paredes del cañón.
Detúvose el caballo y desmontó el jinete, permitiendo que su animal dejara que el agua le fuera refrescando las patas, antes de inclinar la cabeza para calmar su sed.
Entretanto el viajero recorrió con la mirada el breve paisaje que le rodeaba. Si alguien hubiera estado oculto entre los pinos y abetos que crecían en la roja tierra, habría visto a un hombre de treinta y cinco o treinta y siete años, con los aladares algo encanecidos, mirada soñadora y fina barbilla. Su aspecto correspondía al traje que vestía, y que era, parcialmente, el habitual en los vaqueros del Oeste, de los cuales había tomado los dos revólveres Colt calibre 44, la camisa azul oscuro, el pañuelo al cuello y los pantalones. El resto de su vestimenta era típicamente mejicano. Sombrero de cónica copa, con el ala vuelta hacia arriba, altas botas de montar y largo cuchillo de recia hoja. También el cinturón canana y las dos fundas eran de finísima labor mejicana, así como las espuelas de rica plata y ancha rodela. De la silla de su caballo pendía un moderno Winchester de doce tiros, de igual calibre que los revólveres.
El jinete permaneció unos minutos sumido en sus meditaciones, de las cuales fue arrancado por un dorado destello que procedía de la arena del riachuelo. Inclinóse a recoger el objeto que despedía el destello, y un momento después tenía en la palma de la mano una pepita de oro del tamaño de un guisante pequeño.
El hallazgo del oro no alteró la expresión del viajero. Hizo saltar la pepita en su mano, y por fin la tiró al agua, como si la posible fortuna con que había tropezado careciese de importancia para él.
Entretanto el caballo empezó a beber. Cuando hubo saciado su sed, acercóse a su amo, que también había bebido y llenado su redonda cantimplora de cinc. Tomándolo de las riendas, el viajero reanudó la marcha, siguiendo el curso del riachuelo.
De pronto, hombre y caballo se detuvieron bruscamente. El animal resopló, asustado, y el jinete cambió su expresión de indiferencia por la de un súbito interés.
De un árbol, ante él, pendía el cuerpo de un hombre. Era indudable que no hacia muchas horas que había muerto, pues aún no presentaba síntomas de descomposición.
De su cuello colgaba un tablero hecho con tablas de caja de conservas y en él se había escrito, con pintura negra, estas palabras:
Aviso
Esto es lo que encuentran los que buscan oro aquí
.Para ellos siempre hay un árbol, una cuerda
y muchos buitres y cuervos
.
El viajero dedicó luego su atención al ahorcado y a los objetos distribuidos por lo que debió de ser su campamento. El muerto era un viejo de unos sesenta años, muy delgado, curtido por muchos soles y vientos, de lánguido bigote y ojos saltones. Su cabellera, casi enteramente blanca, era muy larga, y sus hebras se movían a impulsos del vientecillo, que sólo tenía fuerzas para hacer oscilar levemente el cadáver. Vestía éste un pantalón de pana embutido en unas viejas y descoloridas botas de alta caña y sostenido por unos tirantes de lona. Completaba su atavío una camisa de franela, que con las muchas veces que había sido lavada fue quedando sin color. Las manos de aquel que fue un hombre eran manos de minero, roídas por el agua, por las rocas y por el trabajo.
El jinete examinó luego las herramientas que estaban distribuidas por lo que fuera campamento del viejo. Sacos de harina de trigo y de maíz, un envoltorio que contenía tocino, otro con café, un pote con manteca, un saquito con judías, otro con azúcar y un barrilillo de aguardiente. Un viejo rifle Sharps, modelo 1852, era la única arma que parecía encontrarse en el campamento.
Satisfecho, al fin, del examen, el desconocido acercóse al cadáver y, de un tajo de su afilado cuchillo, cortó la cuerda que lo sostenía. Era inútil intentar nada por él, ya que la vida habíase escapado hacía horas de aquel cuerpo. Sólo quedaba por cumplir una piadosa misión. Durante dos horas el mejicano estuvo cavando una profunda tumba, con ayuda del pico y la pala que encontró en el campamento. Cuando el minero, que no llevaba ningún documento que le identificara, quedó en su postrer refugio, el que le había enterrado hizo una cruz en las tablas en que estaba escrito el aviso y la clavó con la culata de uno de sus revólveres. Luego la colocó a la cabeza de la tumba, y, después de rezar una breve oración por el alma del que había muerto a manos de la violencia, montó en su caballo y emprendió de nuevo el camino.
El cielo estaba teñido por las últimas rojeces del ocaso y una infinita calma invadía la tierra. Todo era paz en la naturaleza; pero en algún sitio debían de albergarse la ira y el odio, de los que eran claros exponentes el cadáver y el aviso que el viajero había encontrado.
Súbitamente, el mejicano encontró un camino con evidentes señales de mucho uso, lo siguió durante una media hora y, cuando ya la noche se adueñaba del firmamento, llegó a lo alto de una meseta, desde la cual se dominaba un amplio valle rodeado de altas cumbres. Una pequeña población ocupaba aquel lugar. Las luces que brillaban a través de las ventanas de las casas eran a la vez una promesa y una amenaza.
El jinete secóse el sudor, y, al sacar el pañuelo, casi dejó caer al suelo un negro antifaz. Lo recogió a tiempo y lo guardó en un bolsillo interior; después, picando espuelas, emprendió el descenso hacia el pueblo.
No imaginaba el viajero encontrarse con lo que le esperaba a la entrada del pueblo. Al descender de la meseta, siguiendo un camino cada vez mejor cuidado, vio un gran rótulo de madera, en el cual se leía:
LADRÓN
(
la gran metrópoli del Colorado
)250 habitantes vivos
Lo de «gran metrópoli» y lo de los doscientos cincuenta habitantes no encajaba y podía tomarse como un rasgo de humor de alguno de los pobladores del lugar; pero más adelante el viajero encontróse con una muestra algo más tétrica de humorismo, pues a unos veinte pasos del cartel anunciador de la identidad del pueblo se veía una profunda fosa, con un buen montón de tierra al lado, que era como una sábana para amortajar al que ocupaba el hoyo, en cuya cabecera otro cartel anunciaba:
«Esta sepultura está abierta en espera del
sheriff
que se atreva a presentarse en Ladrón
.»
Sonriendo, el jinete obligó a su caballo a acelerar la marcha. Al llegar frente a una taberna que no parecía estar muy concurrida, desmontó, ató su caballo al poste colocado frente al establecimiento y, después de asegurarse con maquinal movimiento de si los revólveres salían bien de sus fundas, penetró en el local.
Más que poco concurrido, estaba completamente solitario. El dueño se ocupaba en limpiar con un trapo muy mojado y sucio unos vasitos de los de licor.
—Hola, forastero —saludó, levantando la cabeza y fijando su mirada en el que llegaba.
—Hola —replicó el otro.
—Parece que viene de lejos.
—De Utah.
—¿Mormón?
—¿Lo parezco?
—Tampoco parece
sheriff
o comisario, y puede serlo.
El recién llegado sonrió ante la agudeza del tabernero.
—No soy ni comisario ni
sheriff
, pero si lo fuese, diría lo mismo.
—Es cierto —suspiró el tabernero—. El hombre ha nacido para mentir.
—Entonces, si pregunto algunas cosas, no me contestará usted la verdad.
—No, de ninguna manera. No le diré la verdad sobre ciertas cosas; pero, en cambio, sí se la diré sobre otras. Por ejemplo, ¿le interesa conocer el origen de Ladrón?
—Tal vez me ayude a tragar el aguardiente que se vende en esta casa. Y si usted me acompaña, me ahorrará la molestia de beber solo.
El tabernero, que representaba unos cincuenta años bien cumplidos, pareció humanizarse y conmoverse. Colocando sobre el mostrador dos vasitos de grueso cristal, los llenó con el contenido de una botella que sacó de debajo del tablero.
—A su salud —brindó el recién llegado.
—A la suya —replicó el dueño del establecimiento.
Cuando hubo bebido, y a una señal de su cliente, volvió a llenar los vasos y preguntó:
—¿Tiene algún motivo para invitar a beber a los taberneros? ¿O es que sólo lo ha hecho conmigo?
—No; es una costumbre muy antigua, gracias a la cual aún no he sido envenenado. He observado que los taberneros, cuando quieren refrescarse el gaznate, sacan siempre una botella guardada debajo del mostrador. No beben nunca de las que tienen a la vista del público. Un día invité a beber a un tabernero de Chindrical Falls, con la esperanza de que probara el alcohol que servía a los demás. No lo hizo. Por el contrario, me sirvió a mí una copa de la botella de debajo del mostrador. Y confieso que me dio a probar uno de los mejores aguardientes que han pasado por mi garganta. Desde entonces prefiero pagar doble y estar bien servido.
El tabernero lanzó un suspiro de decepción.
—¡Lo lamento! —exclamó—. Creí haber encontrado un alma grande.
—Las almas no son mayores que los cuerpos dentro de las cuales se mueven. Ocurre como con las sepulturas: no pueden ser más pequeñas que el cuerpo que deben contener.
—¿Qué pretende sacarme con eso? —preguntó el tabernero, mirando suspicazmente al otro.
—Nada. He leído los carteles que decoran la entrada del pueblo. ¿Es una broma?
—No. Más de un
sheriff
curioso reposa en otra tumba semejante.
—¿Y qué hacen con los buscadores de oro?
—Los… ¿Eh? ¿Por qué pregunta eso?
—Ya le he dicho que he leído todos los carteles.
—No entiendo nada —gruñó el tabernero—; pero le aconsejo que siga su camino y no se exponga a hacer un alto demasiado prolongado.
—¿Debo asustarme?
—Si es prudente, seguirá el consejo que le he dado.
—No lo soy y, por lo tanto, no lo seguiré. Otra copa de este aguardiente, tal vez sea la última.
—Lo será, forastero.
La voz llegaba de la puerta y fue acompañada por el chasquido del muelle de un revólver; pero antes de que el recién llegado pudiera apretar el gatillo de su arma, el forastero volvióse y a la altura de su cadera derecha brilló un fogonazo, seguido de una potente detonación, y una bala del 44 se llevó por delante el revólver del 45 que una fracción de segundo antes empuñara el que había hablado.
Pálido como un muerto, el recién llegado quedó inmóvil. Sólo al cabo de lo que pareció una eternidad bajó lentamente la mirada hacia la mano que empuñara el revólver. Luego volvió la vista hacia el autor del disparo y le vio empuñando un Colt, cuyo maligno ojo miraba recto a su corazón.
—Lamento contradecirle, amigo —sonrió el mejicano, envuelto aún en el acre humo de la pólvora—. No será mi última copa de licor. Acérquese y nuestro amigo el tabernero le servirá un buen trago de aguardiente. No, tabernero, no es necesario que le dé del bueno; al fin y al cabo, su trago sí que será el último, a menos que tenga la garganta tan cerrada que no le admita el paso ni de una gota de buen alcohol.
El recién llegado era un hombre de unos veintiocho años, alto, enjuto, de mirada ruin, que parecía degradado por todos los vicios, incluso el de la bebida. No se advertía nada noble en él. En aquellos momentos, mientras acercaba la mano al vaso que le había llenado el tabernero, sus ojos centelleaban, cargados de odio.