—¿Un lobo o un coyote?
Inclinóse más sobre el dibujo y examinó todos sus contornos, creyendo ver en él algo familiar.
—Sí, es una cabeza de coyote… —repitió—. La marca del
Coyote
, quizá.
Pops encogióse de hombros y, con la mano, borró el dibujo.
En el mismo instante, casi simultáneos, sonaron dos disparos en la calle. Parecían llegar desde unos quinientos metros más allá de la taberna. Pops no salió a averiguar el resultado del tiroteo; por el contrario, como la noche no parecía ser de mucho despacho, decidió cerrar las puertas y dejar que la gente de Ladrón resolviera sus problemas de la forma que mejor le pareciese.
El mejicano avanzaba lentamente por el centro de la calle, envuelta casi por completo en tinieblas. Su mirada iba recorriendo todos los rincones, como buscando algún detalle que descubriera los propósitos de sus enemigos.
Sus precauciones viéronse compensadas al cabo de unos instantes, cuando de la oscuridad, entre dos casas, surgió un metálico destello que tal vez fuese el de la luz de una estrella en el cañón de un arma.
La reacción del jinete fue inmediata. Su mano derecha se movió con vertiginosa rapidez, al mismo tiempo que él se inclinaba a un lado. Dos fogonazos surcaron la oscuridad, brillando casi al mismo tiempo. Una bala de rifle pasó zumbando a unos veinte centímetros de la cabeza del mejicano, quien a la vez que se inclinaba disparaba contra el punto donde había brillado primero el destello y después el fogonazo.
El silencio, que bruscamente había sido quebrado, volvió a imperar en la calle. Ni un movimiento denunció la actividad del emboscado tirador. El jinete, desmontando sin prisa, acercóse al lugar de donde partiera la agresión.
No le causó ninguna extrañeza ver a un hombre tendido de bruces sobre un moderno rifle Winchester. Con el pie lo volvió boca arriba y reconoció a Hamilton. La bala le había atravesado la cabeza, produciéndole la muerte instantánea.
—¡Pobre diablo! —murmuró el mejicano—. No comprendiste el mensaje. Y eso que no podía ser más claro.
Inclinándose hacia el suelo, Martínez dibujó con el dedo, en la tierra, junto al cadáver, una cabeza de coyote. Luego, regresando a su caballo, montó en él y reanudó la marcha hacia la región de los cañones.
****
Carl Quincey acercóse al cadáver del que había sido uno de sus mejores hombres. Otros cinco, dos de ellos con antorchas encendidas, le acompañaban.
—Buen tiro —comentó, examinando la herida de Hamilton.
—Le debió de disparar desde bastante lejos —dijo otro.
—Sí, Pattersons, disparó desde unos veinticinco metros. Teniendo en cuenta que era de noche y que sólo se podía guiar por el fogonazo del disparo de Hamilton… debe reconocérsele mérito. En cambio, no se concibe que Hamilton fallara con un arma como la suya.
—A veces el querer asegurar demasiado el tiro hace que se pierda —sugirió Ickes, otro de los hombres de Quincey.
—¿Se ha fijado en eso, patrón? —preguntó Shepler, uno de los dos que llevaban antorchas, señalando un punto del suelo inmediato al cadáver de Hamilton.
Quincey arrodillóse de nuevo y examinó lo que parecía una tosca silueta de la cabeza de un lobo.
—¿Qué quiere decir esto? —preguntó.
—Parece una marca… —comentó Shepler.
—¿La marca… del
Coyote
? —murmuró, lentamente, Quincey.
Un escalofrío recorrió a los cinco hombres que le acompañaban. Ramey, otro de los que iban provistos de antorcha, murmuró:
—Sí…, es la marca del
Coyote
.
—Pero
El Coyote
ha muerto —musitó Tinker, el último de los hombres de Cari Quincey.
—No —replicó Ramey—, no ha muerto. Hace poco actuó en Esperanza.
—Pero esto no es California, y él como ya sabemos siempre actúa allí —objetó Tinker.
—Es
El Coyote
—sentenció Quincey—. No hay más que ver la marca que dejó en el suelo y en las orejas de Hamilton.
—Entonces… si ha venido es que pretenderá impedirnos que sigamos con nuestro… —empezó Pattersons.
—¡Calla! —interrumpió Quincey—. Puede oírnos. Tanto si es
El Coyote
como si es ese Martínez, os prometo que va a arrepentirse del hueso que ha tratado de morder. Le demostraremos que es demasiado duro para sus colmillos… aunque sean colmillos de coyote.
—¿Qué debemos hacer —preguntó Shepler.
—De momento, llevarnos a Hamilton —indicó Quincey, borrando con el pie la marca del
Coyote
—. Luego, ya decidiremos lo que debe hacerse.
Una hora más tarde, cuando ya el cadáver de Hamilton reposaba bajo tierra, Quincey reunió a sus nombres en una cabaña situada en las afueras de Ladrón y, después de acariciarse el bigote unos segundos, irguió bruscamente la cabeza y dijo:
—
El Coyote
está entre nosotros. No sé a qué ha venido; pero no cabe duda de que lo ha hecho en plan de enemigo. Si como supongo, pretende averiguar que ocurre en el Valle del Trono, irá hacia allí.
—¿Y descubrirá la verdad? —preguntó Ikes.
—Tal vez; pero no me importa que la descubra; porque si nadie le impedirá entrar, en cambio todos nos opondremos a que salga con vida de allí. No creo que pueda con todos nosotros.
—Recuerde que, si es verdaderamente
El Coyote
, tendremos enfrente a uno de los hombres más peligrosos que existen —recordó Ramey.
—No hay hombre tan peligroso como para ser capaz de vencer a quince enemigos.
En aquel momento oyóse un ruido afuera y todos se volvieron precipitadamente hacia la puerta. Quincey les calmó, recordando:
—Tinker vigila junto a la cabaña. Nadie podría acercarse sin ser visto por él.
****
El Coyote
, después de dejar su marca junto al cuerpo del hombre a quien había tenido que matar, había emprendido la marcha hacia los cañones; pero, apenas hubo recorrido unos doscientos metros cambió de idea y, dejando su caballo atado a unos arbustos y protegido por la sombra de unos viejos álamos, regresó hacia el lugar donde habíase tendido la emboscada contra él. Ocultándose tras una pequeña cerca de ladrillos, aguardó con la mirada fija en el punto donde yacía Hamilton.
No necesitó aguardar mucho, antes de que aparecieran Quincey y los suyos. La distancia que le separaba de ellos era demasiado grande para permitirle escuchar lo que decían, y por ello, cuando, cargando sobre un caballo el cuerpo de Hamilton, alejáronse hacia el extremo norte de Ladrón, les siguió, protegiéndose en la oscuridad y la sombra de los edificios. Les vio enterrar a Hamilton en un descampado. Se fijó en el poco interés que ponían en ofrecerle una sepultura profunda, y luego los vio dirigirse hacia una solitaria cabaña. Su primera intención fue seguirles rápidamente, pero la prudencia le aconsejó aguardar un momento y luego avanzar tomando toda clase de precauciones.
De pronto se aplastó contra el suelo. Hay hombres que son incapaces de pasar una hora sin la compañía de un cigarrillo. Alguien que se encontraba junto a la cabaña pertenecía a ese tipo de hombres.
El Coyote
se detuvo. El aire soplaba hacia su espalda, y había traído el olor del tabaco, lo cual indicaba que en su avance,
El Coyote
había dejado atrás el centinela apostado para defender la casa.
«Me estoy volviendo muy imprudente» —pensó
El Coyote
.
Con infinitas precauciones desenfundó uno de sus revólveres. En aquel momento cesó la brisa y con ella desapareció el olor del cigarrillo. Cuando
El Coyote
volvió sobre sus pasos, lo hizo comprendiendo que debía poner toda su confianza en sus oídos y en sus ojos. Antes de mover una mano asegurábase de que no encontraría ningún obstáculo que pudiera denunciar su presencia: una piedra que rodase, una ramita que se partiera, un arbusto que se agitase.
Había dado ya la vuelta a una pequeña roca, cuando de nuevo el dulzón aroma del tabaco volvió a asaltarle. De súbito se detuvo en seco, apretando con más fuerza la culata del revólver. Frente a él brillaba un minúsculo puntito de luz. Por un momento creyó que tal vez fuera una estrella; pero cuando su luminosidad creció y se redujo y el olor a tabaco se hizo más intenso, comprendió, sin ninguna duda, que se trataba de un cigarrillo. Luego esta creencia se confirmó al trazar la brasita un arco y volver a aumentar.
Por la posición del cigarrillo,
El Coyote
comprendió que ahora tenía al centinela frente a él. Muy despacio buscó la protección de otras piedras y rocas, y con infinitas precauciones logró colocarse detrás de él. Avanzó pegado al suelo, y, por fin, vio recortarse contra el cielo tenuemente iluminado por las estrellas la silueta de un hombre con la cabeza cubierta por un sombrero de ala ancha.
El centinela estaba sentado en una piedra. Con la mano derecha sostenía un rifle de largo cañón, en el que se reflejaba la rojiza brasa del cigarrillo.
—¡Diablo de obligación! —gruñó en aquel momento el centinela, quitándose el sombrero y desperezándose.
El movimiento le hizo soltar el sombrero. Al agacharse a recogerlo oyó a su espalda un ligero ruido. Demasiado tarde quiso incorporarse y hacer frente a la agresión; pero el grito de alarma que iba a lanzar fue ahogado en su garganta por un implacable culatazo, que le derribó sin sentido.
Cuando Ramey abrió la puerta de la cabaña, para asegurarse de que Tinker vigilaba, vio la silueta de un hombre que se cubría con el inconfundible sombrero de Tinker y cuyas manos se apoyaban en el cañón de un rifle.
—¿No hay novedad, Tinker?
El centinela movió negativamente la mano y Ramey entró de nuevo en la cabana.
—Tinker vigila bien —declaró.
—No hay peligro de que nadie nos moleste —dijo Quincey—. En esta cabaña estamos seguros. Es muy conveniente, de todas formas, extremar la vigilancia, porque es mucho lo que nos exponemos a perder. Si lo que ocurre en el valle se supiera, nos sería imposible seguir como hasta ahora.
—¿No hemos hecho mal dejando tan poca gente allí? —preguntó Ickes.
—Nada me placería tanto como que ese
Coyote
aprovechara nuestra ausencia para entrar en el valle —replicó Quincey—. Una vez lo tuviésemos allí, no nos sería nada difícil el poder apoderarnos de él.
Una sombra apartóse lentamente de la cabaña y, llegando al punto donde había atado al caballo, montó en él y alejóse con velocidad creciente en dirección a la entrada del Cañón del Trono.
La oscuridad era muy densa cuando
El Coyote
llegó a la entrada del cañón. Ésta era muy amplia y el piso estaba cubierto de densos matorrales y pequeños pinos. A la casi imperceptible luz de la luna divisábase el estrecho y serpenteante sendero que debían de seguir los jinetes que penetraban en el lugar.
No se veía ningún ser viviente; pero apenas hubo iniciado
El Coyote
su avance por el sendero, percibió el primero tenue y luego mucho más intenso olor a humo de pino. Después llegó hasta sus oídos el eco de una canción muy popular:
Lejanas se encuentran las horas de ayer,
cuando a la puerta de Nellie MacBride
yo cantaba, triste, mi inmenso querer…
No podía entretenerse ni vacilar, porque estaba seguro de que detrás de él llegarían pronto los cinco hombres de Quincey y acaso también éste.
Un conejo escapó en aquel momento por entre la maleza, y
El Coyote
se detuvo, temiendo que el ruido hubiera alarmado a los que debían de encontrarse en torno de la hoguera; pero la canción, ahora más clara, seguía oyéndose:
¡Oh, mi pobre Nellie MacBride,
lejos de aquí se te llevaron!
Nunca más te veré, amada mía,
porque de mi se te llevaron…
—Cada vez cantan mejor —sonrió
El Coyote
, acercándose con mayor prudencia al punto donde ya un débil resplandor indicaba la presencia de la hoguera y de los que estaban reunidos en torno a ella.
Por un momento temió que si aquellos hombres tenían con ellos a sus caballos, éstos descubrieran la presencia del otro animal; pero, como era lógico, los centinelas que vigilaban la entrada al cañón habían llegado allí a pie, dejando sus caballos en otro sitio.
Abandonando el sendero,
El Coyote
encontró otro camino cubierto de hierba que iba bordeando un estrecho riachuelo. Protegido por la hierba de todo ruido traicionero, y también por los altos árboles que crecían junto al arroyo, pudo pronto dejar atrás a los centinelas, asombrándose de la facilidad con que había penetrado en el cañón.
¿Podía significar algo aquella ausencia de dificultades?
El Coyote
dejó su caballo junto al agua, para que saciara su sed y su hambre, y, quitándose las botas, las colgó de la silla de montar. También se quitó el sombrero. Para evitar que lo blanco de su rostro pudiera descubrirle, sacó del bolsillo el negro antifaz y se cubrió con él. Luego calzóse unos mocasines indios y, seguro de no hacer el menor ruido, regresó hacia la hoguera.
Cuatro hombres estaban reunidos en torno a ella. Tres de ellos iban armados con rifles; pero el cuarto, a quien daba de lleno en la cara el resplandor de la fogata, llevaba dos revólveres al cinto. Era un hombre alto, anguloso, de manos largas y nerviosas. Estaba liando un cigarrillo y parecía resistir con dificultad la tentación de estrujarlo entre sus dedos. Cubríase con un sombrero de ala ancha y copa achatada. Cualquier observador habituado a los tipos del Oeste hubiera reconocido en él a un tejano pendenciero, perseguido, sin duda, por la Ley, y que probablemente sería un pistolero con más de una muesca en las culatas de sus armas.
El Coyote
le observó atentamente. Por su aspecto lo clasificó como el más peligroso de los cuatro. Si llegaba el momento de luchar, aquél sería el primer enemigo contra el que disparase.
Los hombres hablaban de sus aventuras en otros lugares, especialmente en los poblados mineros. Al dirigirse al tejano le llamaron repetidas veces Tex (Texas), con lo cual justificaron la sospecha del Coyote. Luego, alguien le llamó también Bearder, y el nombre despertó un lejano recuerdo en la memoria del espía.
Texas Bearder. Su nombre iba unido a la lucha entre ganaderos y ovejeros en el nordeste de Tejas. Unos cuarenta hombres murieron en aquella contienda, durante la cual hubo veces en que rebaños enteros de ovejas y sus pastores fueron despeñados por los ganaderos.