Searles se puso trabajosamente en pie y dejóse caer en una silla que alguien acercó. La herida recibida en el hombro sangraba copiosamente. Riley y sus hombres, que habían asistido al drama, acudieron en seguida a curarle. El silencio que había reinado durante los últimos minutos fue roto por todos. Se discutió ampliamente la lucha y unos se agruparon alrededor de la víctima mientras otros lo hacían en torno del vencedor.
Su curiosidad fue pronto atraída por un nuevo suceso más emocionante todavía que el primero. Het Kyler entró en «El Dorado» en compañía de Bulder y de un grupo de comisarios. Todos empuñaban sus armas, especialmente escopetas de caza cargadas hasta la boca que podían llenar de metralla el local. Su aparición cogió tan de sorpresa a Riley y todos los partidarios de Searles que la ventaja de Kyler resultó en seguida evidente.
—Otra pelea, ¿eh? —gruñó el
sheriff
—. ¿Dónde está el cadáver?
Acercóse al muerto y con la punta de la bota le volvió la cara.
—¡Givens! —exclamó. Volvióse hacia Searles y anunció, apuntándole con el fusil de gran calibre que empuñaba—: ¡Pero por Dios que ésta será tu última pelea, Searles! Esperanza no tolerará más este cúmulo de crímenes.
Volvióse un momento hacia los demás, mientras uno de sus agentes arrebataba sus armas al herido, y declaró:
—Sé que se me ha criticado por no haber terminado con la banda de los Máscaras Blancas. He aguantado en silencio todas las críticas porque estaba seguro de mí y de las medidas que estaba tomando. Estas medidas han culminado hoy y puedo ya decir que uno de los principales miembros de la banda ha sido detenido.
Con melodramático ademán señaló a Searles y declaró con hueca voz.
—Searles, quedas detenido.
—¿De qué se le acusa? —preguntó Ridge del R. R.
—De haber asesinado a Abraham Meade y de haber intervenido en el asalto del Banco de Esperanza.
Searles quiso levantarse; pero fue empujado violentamente atrás con los cañones de los fusiles de los comisarios de Kyler. Luego, sin ningún miramiento, fue esposado y conducido a la cárcel de Esperanza. El
sheriff
anunció antes:
—Mañana por la mañana se verá la causa contra Nick Searles.
Isaías Bulder cambió una mirada de inteligencia con Peters y los dos sonrieron.
¡El triunfo era suyo!
Pero uno de los clientes de «El Dorado» también sonrió. Nadie le conocía; había llegado aquella tarde del desierto. Cuando Searles fue conducido a la cárcel siguió al grupo que le acompañó y apoyóse un momento contra el tablero de los avisos; cuando se apartó de allí, el cartel en el cual se ofrecía el premio por la captura del
Coyote
mostraba, al lado de la firma de Het Kyler, un dibujo que representaba una cabeza de lobo… o de coyote.
Carol recibió de Isaías Bulder la noticia del encarcelamiento de su capataz. El propietario del I. B. llegó al P. Cansada en compañía del
sheriff
y de sus agentes. Actuando como protector de Carol, explicó a ésta:
—Kyler tiene que registrar la casa en busca de ciertas pruebas, Carol. Si le ayudas te evitarás molestias.
—¿Qué significa eso de que el
shenff
venga a registrar mi casa? —preguntó Carol, dispuesta a negarse a aquel allanamiento—. Tengo derechos y hombres dispuestos a defenderlos…
—Carol, la situación es mucho más grave de lo que tú te imaginas —dijo Bulder—. Searles, tu capataz, ha sido detenido. Se le acusa de un grave delito.
—¿De cuál? —preguntó, desafiadora, Carol.
—De haber asesinado a tu padre y de haber asaltado el Banco de Esperanza.
Por un momento la joven quedó desconcertada; luego, echándose a reír, exclamó:
—Señor Bulder, tendrá usted que ofrecerme pruebas muy convincentes.
—Ya lo sé, Carol, y por eso está aquí Kyler, ¿no?
Bulder se volvió hacia el
sheriff
, que parecía sumamente nervioso.
—Sí —dijo—, venimos a buscar esas pruebas. Si no las encontramos…, el señor Searles quedará en libertad; pero…
—Pero usted confía en que las encontrarán, ¿verdad?
Carol hablaba impetuosa y agresivamente.
—Pero si buscan una prueba la encontrarán delante de testigos, y si yo no veo cómo la encuentran juraré que he visto cómo usted la traía…
—Habrá tantos testigos como tú quieras, Carol —intervino Bulder—. Yo soy el primer interesado en que se haga justicia a Searles.
—¿Usted?
Carol evidenció bien claramente su desprecio.
—Yo, Carol —siguió Bulder—. Hoy Searles ha hecho algo que, de llegar yo antes, le hubiera pedido que me dejase hacerlo a mí. Ha cerrado para siempre una boca que había escupido veneno contra ti.
—¿Qué…?
—Ha matado a Givens, uno de mis hombres. Os vio juntos en el desierto y ha insinuado cosas tan ofensivas que Searles lo mató; pero… resultó herido.
Bulder explicó lo ocurrido y trató de dar a sus palabras emoción y veracidad. Carol quedó abrumada por la noticia.
—¿Está gravemente herido? —tartamudeó.
—No. Sólo un rasguño. Mañana podrá ser juzgado.
Bulder volvióse hacia Kyler y agregó:
—Empiece el registro. Carol, ¿puedes mostrarnos el dinero que retiró Searles del Banco?
—¿Para qué?
—El gerente tiene anotadas las numeraciones de los billetes robados, y tiene, también, anotados los números de los billetes que entregó a tu capataz.
Carol abrió el cajón donde guardaba los mil novecientos dólares y fue leyendo los números y series de los billetes. Kyler los anotó, limitándose a decir que al día siguiente aquellos números serían presentados como prueba ante el juez. Carol repasó la lista escrita por el
sheriff
y firmó su conformidad de que se trataba de la numeración exacta del dinero que Searles le había entregado.
A continuación, Kyler pidió que se le permitiera registrar la cabaña de Searles. Fueron todos hacia allí y casi lo primero que encontraron fue un fusil con las iniciales A. M. en latón.
—¿Conoce este rifle, señorita Meade? —preguntó Kyler.
Carol palideció.
—Era de mi padre.
—¿Lo solía llevar consigo?
—Sí.
—¿Lo llevaba el día en que desapareció?
Esta pregunta fue hecha por Bulder. Carol contestó:
—Sí. Lo llevaba.
—¿Conoce el motivo de que se encuentre aquí? —preguntó Kyler.
—No…, no comprendo…
Kyler sonrió, satisfecho. Entregó el rifle a uno de sus hombres y anunció:
—Creo que no nos hace falta nada más.
Se dispuso a regresar a Esperanza. Bulder preguntó a Carol si deseaba que se quedara con ella.
—No, puede marcharse… y no volver —replicó la joven, acentuando en seguida—. Y no volver nunca más.
Carol los vio alejarse y, en seguida; volviéndose hacia sus vaqueros, pidió:
—¿Quién de ustedes desea hacer algo por el señor Searles?
Daniels fue el primero en adelantarse y Carol lo invitó a entrar en el rancho.
—Quiero que vaya a avisar al juez Palmerston. Cuéntele lo que ocurre y dígale que venga. Entréguele esta carta.
Carol escribió rápidamente un breve mensaje y se lo dio al viejo vaquero: quien después de ensillar su caballo, partió al galope en dirección a Desierto.
Pero alguien había previsto aquel viaja y había puesto en juego los medios necesarios para que el mensajero de Carol no llegara a su destino.
Con una sonrisa de maligna satisfacción, Peters, el capataz del I. B. levante su rifle desde detrás de una espesura de chollas, bisnagas y cactos y, apuntando a la espalda de Daniels, apretó el gatillo en el mismo instante en que sonaba una detonación y una bala disparada desde unos ciento cincuenta metros más lejos le entraba por la espalda y le atravesaba el corazón, aunque no lo bastante pronta para evitar que la bala disparada por el capataz atravesara la cadera izquierda de Daniels, que, lanzando un gemido de dolor, tuvo que agarrarse al cuello del caballo para no caer a tierra.
****
Bulder, Kyler y sus hombres pasaron en su camino a Esperanza cerca de las tierras que habían sido de Forbes. Maquinalmente todos miraron hacia el álamo que señalaba su emplazamiento y una exclamación de asombro se escapó de todos los labios. Un cuerpo se balanceaba movido por el aire y colgado por el cuello de la rama que antes había sostenido otros cadáveres.
Lanzando una imprecación, Bulder galopó hacia el árbol. A la escasa luz del anochecer reconoció en seguida, en el cuerpo allí colgado, el cadáver de Givens. En el tronco del álamo una cuarta muesca señalaba la implacable venganza.
—¿Quién ha traído aquí ese cuerpo? —preguntó Kyler.
—Algún bromista que desea seguir el juego que inició Searles —replicó Bulder.
Luego, volviéndose hacia sus hombres, ordenó:
—Descolgadlo y enterradlo en cualquier sitio.
****
En Esperanza no eran corrientes los juicios. En primer lugar porque eran muy pocos los asesinatos que llegaban a ser juzgados, ya que, a menos que el autor del crimen fuera un mejicano, la autoridad no intervenía, y en semejante caso, si el asesino se dejaba detener, un linchamiento popular evitaba al juez el trabajo de dictar sentencia.
A las diez de la mañana siguiente, la sala del tribunal, que no era precisamente amplia ni cómoda, rebosaba de un público ansioso de ver si, por una vez, se hacía justicia.
Un jurado compuesto por doce miembros elegidos por el
sheriff
prestó juramento, prometiendo todos los componentes del mismo que a sus conciencias no les repugnaba la idea de condenar a muerte al acusado si las pruebas contra él eran lo bastante claras para justificar semejante condena. Entró luego Searles con el brazo en cabestrillo. En respuesta a la pregunta del juez Endicott, negó su culpabilidad en ninguno de los delitos que se le imputaban.
Cumplidos estos requisitos, el propio
sheriff
, convertido en fiscal, comenzó a interrogar al acusado, que se hallaba entre dos de sus comisarios.
—Searles —dijo, no haciendo gala de grandes recursos oratorios—. Se le acusa, en primer lugar, de haber intervenido en el asalto al Banco de esta población. ¿Puede demostrar que en el momento en que el robo fue cometido no se hallaba usted en Esperanza?
El acusado miró fríamente a Kyler y replicó:
—No, no puedo demostrarlo, porque a la hora en que el robo fue cometido yo estaba cabalgando por el desierto, inspeccionando los pastos; pero tampoco podrá demostrar nadie que tomé parte en dicho asalto.
Kyler hizo subir al estrado a uno de los empleados del Banco, quien, después de prestar juramento, declaró actuar en representación del gerente, que, debido a la herida que sufría, no podía trasladarse allí.
—¿Trae la numeración de los billetes de a cien dólares que entregaron al señor Searles cuando se presentó a retirar del Banco la suma depositada días antes?
—Sí, señor.
Kyler tomó la nota firmada por Carol y pidió al empleado que confrontase aquellos números con los suyos y viera si eran iguales.
El testigo negó en seguida con la cabeza y afirmó:
—No, señor. Estos números no corresponden a los billetes que entregamos al señor Searles.
—¿Puede ver si son, por casualidad, iguales a algunos de los que figuraban en los billetes robados por los bandidos?
El empleado confrontó la nota con otra que sacó del bolsillo y, por fin, anunció:
—Sí, señor. Estos diecinueve números figuran entre los robados.
Un murmullo de emoción recorrió la sala. El juez Endicott se vio obligado a imponer silencio con grandes golpes de maza.
Searles miró despectivamente al
sheriff
, pero no dijo nada. Estaba seguro de que todo aquello era una farsa. Y también estaba seguro de que una persona velaba por él y no permitiría que la injusticia llegara a cometerse.
—¿Es posible algún error? —preguntó Endicott, dirigiéndose al testigo.
—Le aseguro que ninguno, señor —contestó éste—. Siempre que se paga una suma de billetes de alta denominación se toma nota de sus números. También se anotan las numeraciones de los demás billetes en existencia.
El
sheriff
expuso con torpeza, pero con profusión de pruebas, la clara culpabilidad de Searles, basándola en el hecho de que unos billetes que figuraban entre los robados por los bandidos habían sido hallados en el rancho P. Cansada, cuya propietaria afirmaba haberlos recibido de su capataz, el cual no podía demostrar con testigos lo que había hecho desde que se le vio salir de Esperanza hasta el momento en que regresó al rancho, viaje en el que empleó un tiempo incomprensiblemente largo.
Siguió luego un monótono desfile de testigos, todos los cuales probaron repetidamente que Searles había tenido tiempo de sobra para ir y volver un par de veces de Esperanza al rancho P. Cansada.
La defensa, encargada a un joven abogado que tampoco poseía el don de la elocuencia, apenas intentó rebatir los cargos. Al fin, el
sheriff
anunció, dirigiéndose al juez Endicott, que existía otra acusación contra el acusado; pero que la única prueba que se tenía contra él era el haber encontrado en su poder un objeto propiedad del desaparecido Abraham Meade. El propio acusador consideraba la prueba como escasa y retiraba la acusación en lo referente a aquel delito, considerando que el otro quedaba suficientemente probado para no necesitar acumular más pruebas contra el detenido.
—Que sólo tiene un cuello y no podría ser ejecutado dos veces —terminó Kyler.
Endicott movió desaprobadoramente la cabeza y advirtió a Kyler que no tratara de influir de aquella manera en el jurado; pero los doce miembros de éste, después de cambiar una breve consulta en voz baja, anunciaron, por mediación del portavoz, que no necesitaban retirarse a deliberar y que consideraban a Searles culpable del delito de robo a mano armada y, por lo tanto, merecedor de pena de muerte.
El juez, que tenía prisa por abandonar la sofocante sala, ordenó a Nick que pusiera en pie y anunció:
—Searles, has sido juzgado por este Tribunal y hallado culpable del delito de asalto a mano armada. Sólo me que dictar la sentencia, que será la de que te cuelguen por el cuello hasta que muera.
Volviéndose hacia Kyler, Endicott terminó:
—
Sheriff
, le entrego al reo para que sea conducido a la capital del condado y ejecutado allí.